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PALABRAS DEL PAPA JUAN PABLO II
AL FINAL DE LOS EJERCICIOS ESPIRITUALES EN EL VATICANO


Sábado 1 de marzo de 1980

 

Todos, queridísimos hermanos, sentirnos en este momento una necesidad: la de dar gracias sobre todo a nuestro Señor, que nos ha concedido la posibilidad de entrar en el silencio, en la soledad, aun cuando relativa, en la apertura hacia los dones del Espíritu Santo, y de entrar así, en comunión con El mismo y con nosotros. Por todo esto debemos dar gracias desde lo íntimo de nuestros corazones y lo queremos hacer ahora con las palabras de la oración, pero sobre todo con la voz interior, más elocuente que las palabras y los cantos, sobre todo en un momento como éste, cuando el espíritu está lleno. Esta es, pues, la necesidad que sentimos: dar gracias a Dios, el Señor, y también a la Virgen, puesto que nuestros ejercicios espirituales llegan a su fin en sábado, día dedicado siempre a Ella.

Queremos dar gracias por el ministerio de la palabra, que nos ha ofrecido nuestro hermano “don Lucas”; lo llamo así, para ser fiel no sólo a su vocación episcopal y curial, sino también a su vocación religiosa. Debemos retornar, como nos enseña el Concilio Vaticano II, al espíritu de los fundadores. Y Santo Domingo fundó una “Orden de Predicadores”; por esto la elección ha sido ciertamente providencial. Hemos tenido un predicador de los ejercicios, que es hermano nuestro y a la vez un predicador religioso de la Orden de Predicadores. Queremos dar gracias al Señor por este servicio de la palabra, que nos ha hecho nuestro predicador cuaresmal. Y, al dar gracias al Señor, también le damos las gracias a él, porque nos ha dado mucho, con su preparación y sus conferencias, cuatro veces al día.

Querernos darle las gracias, queridísimo don Lucas, sobre todo por la elección del tema principal de nuestros ejercicios. Una elección tan sencilla y a la vez tan actual y tan preciosa para cada uno de nosotros, porque todos los aquí presentes somos sacerdotes de Cristo y no podríamos encontrar tema más importante, tanto en sentido esencial corno existencial, que la palabra y el tema que usted ha elegido: “El sacerdocio”. Hay además otro motivo, ya que el tema del sacerdocio es tan importante para todos nosotros. Efectivamente, nosotros representamos aquí a la Curia Romana, es decir, a una comunidad de grandísima responsabilidad para la Iglesia universal. El futuro de la Iglesia está estrechamente unido con el sacerdocio, y el verdadero debate actual en el que está empeñada la Iglesia, especialmente en los países occidentales, es el del sacerdocio y su verdadero sentido.

Además, el futuro de la Iglesia depende de las vocaciones al sacerdocio. Por doquier, en todas partes del mundo, en cada país, en cada una de las Iglesias locales quizá el signo de la prueba, sin duda prueba providencial, que atraviesa la Iglesia en estos tiempos post-conciliares, es la prueba de las vocaciones. Usted ha terminado hablando de la alegría; pues bien, nos proporciona una gran alegría toda noticia que llega sobre el incremento de las vocaciones sacerdotales y religiosas, sobre el despertar del Espíritu entre los jóvenes en algunos países y continentes; y así la Iglesia de la prueba divina, providencial, no cesa de ser también la Iglesia de la esperanza. Así, pues, le estamos agradecidos por la elección del tema de estos ejercicios. Le estamos agradecidos también por el método seguido para profundizar en el tema desde el punto de vista de los ejercicios, de acuerdo con las necesidades espirituales de los participantes. Usted nos ha mostrado sobre todo las dimensiones del sacerdocio: primero, esa dimensión divina de la relación entre Dios y el hombre; luego, la cristológica o cristocéntrica, el segundo día; después la dimensión eclesiológica, el tercer día, con la inolvidable conferencia sobre el sacerdocio de la Iglesia, y también la dimensión eclesiológica-humana —si se puede decir así— sobre la relación entre el sacerdote, los hombres y el Pueblo de Dios; y finalmente la dimensión interior, poniendo el acento hermosamente en la espiritualidad mariana del sacerdote. Y, al seguir estas dimensiones que son realmente aspectos esenciales y existenciales del sacerdocio de cada uno de nosotros, usted ha tratado de profundizar en los diversos temas, siguiendo siempre los criterios establecidos al comienzo, ya desde la primera conferencia introductoria; precisamente son éstos los criterios bíblicos y teológicos centrados siempre en la doctrina, en los textos del Concilio Vaticano II, que usted ha enriquecido siempre con el conocimiento de las fuentes, de la Biblia, de los Padres, de la teología, de Santo Tomás, pero también de la literatura contemporánea y no sólo de la literatura teológica, sino también, diría, de la laica y religiosa al mismo tiempo.

Debo decir que de este modo el conjunto de sus temas y predicaciones nos ha dado una visión muy rica, muy esmerada: hemos encontrado en sus conferencias un enriquecimiento personal, muchas luces para cada uno de nosotros, muchos acercamientos; era clara, muy clara la estructura de sus, conferencias, muy sencilla y muy profunda, y por esto debemos dar las gracias al Señor, debemos dar las gracias a su Espíritu, a su Madre, y también a usted, que ha sido un instrumento bien preparado, que ha hecho un buen trabajo espiritual; profundizando en el tema, ha podido salir al encuentro de nuestros espíritus, trabajar nuestras almas y se ha manifestado, en cada una de las Conferencias, como un Pastor y nos ha inculcado qué nuestra vocación es la de ser sacerdotes y Pastores aquí en la Curia. Así, si se puede resumir en pocas palabras el conjunto de sus conferencias, diría que nos ha hecho un verdadero bien. Estamos agradecidos. Estamos agradecidos a usted por el espíritu con que hablaba; pero nuestro agradecimiento, que se dirige en este momento al predicador, vuelve a nosotros mismos, a cada uno de nosotros; durante los ejercicios, durante esta semana, hemos sido predicadores silenciosos, una comunidad silenciosa; pero se trataba de un silencio lleno de contenidos. Esta plenitud la nota solamente el Espíritu Santo y cada uno de nosotros; era una plenitud de experiencia: experiencia de Cristo, experiencia de su sacerdocio y del nuestro, experiencia de los ejercicios espirituales. Esta experiencia debe permanecer para cada uno de nosotros como una fuente para todos los días, semanas y meses de nuestra vida, de nuestro ministerio, de nuestro servicio aquí en la Curia Romana. Debemos darnos las gracias mutuamente por el hecho de haber compuesto, de haber vivido la unidad orante en este silencio y debemos darnos las gracias mutuamente por las oraciones; el tiempo de los ejercicios espirituales es siempre tiempo de oración más intensa; hemos orado, ciertamente, hemos orado más abundantemente, más intensamente; hemos orado también los unos por los otros, porque en esta comunidad nos hemos hecho más hermanos.

Debemos permanecer así porque ésta es la palabra de nuestro Señor; debemos permanecer hermanos, más hermanos, en esa fraternidad que El nos ha enseñado, que ha enseñado a sus apóstoles, a sus discípulos; ha enseñado a todas las generaciones. Nuestra generación, pues, de discípulos, de sucesores de los Apóstoles, debe permanecer fraternalmente unida en torno a Cristo, a su Madre, a su Esposa mística que es la Iglesia, unida siempre esperando esa misión del Espíritu Santo que, manifestada una vez el día de Pentecostés, se renueva siempre en cada una de las épocas, en cada una de las generaciones. También nosotros debemos estar unidos, esperando ese soplo del Espíritu para manifestar su luz y su fuerza a la Iglesia, al mundo y a nuestra difícil, pero prometedora época de la historia. Acoged estas palabras, que he pronunciado ahora en nombre de todos nosotros, de esta comunidad silenciosa. Recordamos una frase que dijo, un hermano nuestro, el cardenal Ratzinger: “La Iglesia silenciosa debe recobrar su voz”. Y así, al final, queridísimo predicador nuestro don Lucas, la Iglesia silenciosa de la Curia Romana ha recobrado, ha vuelto a tomar la voz para darte las gracias y para dar las gracias, al mismo tiempo que a ti, a Dios omnipotente, a nuestro Señor Jesucristo, al Espíritu Santo, a la Virgen y a la Iglesia: para dar gracias de todo corazón. Amén.

 



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