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VIAJE APOSTÓLICO A EXTREMO ORIENTE

PLEGARIA DEL PAPA JUAN PABLO II,
PEREGRINO POR LAS IGLESIAS Y PUEBLOS DE EXTREMO ORIENTE,
A NUESTRA SEÑORA DEL PERPETUO SOCORRO


Santuario de Baclarán, Manila
Martes 17 de febrero de 1981

 

He tenido la posibilidad de venir hoy aquí por segunda vez en mi vida. La primera vez que me detuve fue al ir al Congreso Eucarístico de Australia; y mientras celebraba la Misa al atardecer fui testigo de la devoción filial verdadera y de la confianza inmensa que tienen en Ti, Madre del Perpetuo Socorro, los fieles, la gente que vive en esta gran ciudad, capital de Filipinas.

Hoy vengo como Sucesor de San Pedro en la Sede de Roma, pues por inescrutables designios de la Divina Providencia plugo a Cristo llamarme al ministerio universal en la Iglesia. Siguiendo las huellas de mi predecesor Pablo VI, vengo como peregrino a las Iglesias y pueblos de Extremo Oriente. Vengo a elevar a los altares, lejos de Roma y al mismo tiempo en estrecha unión con ella, a los mártires que dieron la vida por Cristo en Nagasaki en los años 1633, 1634 y 1637. Entre ellos figuraba el filipino Lorenzo Ruiz, el primer hijo de la Iglesia de este país que llega a la gloria de la beatificación.

A Ti, Reina de los Mártires y Madre de la Iglesia, deseo confiar de modo especial este ministerio papal mío y sus múltiples dimensiones. Ya desde los comienzos, de la sangre de los mártires precisamente nació y creció con fuerza la Iglesia de tu Hijo, la Iglesia de Jesucristo, con cuyo sacrificio en la cruz, Tú, Madre, cooperaste, con el sacrificio maternal de tu corazón (cf. Lumen gentium, 58).

Son muchos ciertamente los ejemplos que encontramos de tal testimonio prestado por mártires santos y bienaventurados en varias partes del gran continente de Asia. Los fundamentos de la fe sellados con la sangre parecen estar hondamente arraigados ya en el terreno de la historia. Pero no somos nosotros, que somos seres humanos, quienes podemos medir y decir si estos fundamentos son suficientes para construir el servicio al Evangelio y a la Iglesia en estas extensas tierras y en las incontables islas que las rodean. Este juicio lo dejamos a la misericordia del mismo Dios, al Corazón de nuestro Redentor y Señor, y al Espíritu Santo que guía a la humanidad y a la Iglesia a través del testimonio de sangre prestado al Reino de amor y de verdad.

No obstante, todo el trabajo inmenso que se presenta ante nosotros, yo, Juan Pablo II, con plena conciencia de mi debilidad humana y de mi indignidad deseo —como siempre hago— confiarlo a Ti, Madre de Cristo y de la Iglesia, que velas con tu incesante amor maternal sobre ella en todas partes, dispuesta a prestar toda clase de ayuda a cada corazón humano y en medio de todos los pueblos. Y sobre todo entre quienes están probados más duramente por el sufrimiento, la pobreza y toda clase de aflicciones imaginables.

Así, en el umbral de mi visita pastoral a Extremo Oriente, te encomiendo y consagro con confianza absoluta, como a Madre de nuestro Redentor, todas las naciones y pueblos de Asia y de las islas que la rodean. Te encomiendo y confío la Iglesia, particularmente los lugares donde padece más dificultades, donde no es comprendida debidamente su misión ni tampoco su irreprimible deseo de servir a los individuos y a los pueblos. En el umbral de esta peregrinación te encomiendo hoy las hospitalarias Filipinas y la Iglesia que al estar arraigada aquí con fuerza particular, siente con la misma fuerza particular su responsabilidad misionera. Que no le falte la fuerza necesaria para la obra de evangelización. Que persevere en el servicio de su pueblo y en la apertura a todos los demás, como siervo fiel que espera constantemente la llegada del Señor.

Madre del Perpetuo Socorro:

Acoge esta consagración humilde y deposítala en el Corazón de tu Hijo, Tú que cuando estabas al pie de su cruz en el Calvario nos fuiste dada a cada uno de nosotros como Madre.

Amén.

 



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