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VISITA PASTORAL A SAN MARINO Y RÍMINI

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS JÓVENES PARTICIPANTES
EN EL "MEETING PARA LA AMISTAD ENTRE LOS PUEBLOS"


Domingo 29 de agosto de 1982

 

Queridísimos hermanos y hermanas:

1. Estoy muy contento de encontrarme aquí entre vosotros para clausurar este tercer «Meeting para la amistad entre los pueblos». El solo hecho de pronunciar estas palabras alegra el corazón: ¡«Encuentro de amistad»! ¡«Amistad entre los pueblos"»! Palabras que cobran un significado especial en estos momentos, con frecuencia dramáticos, de la historia del mundo. Os saludo, por tanto, con la alegría de los Salmos, con la alegría misma de Dios: «Ved cuán bueno y deleitoso es convivir juntos los hermanos» (Sal 132 {133}, 1).

Estamos en un momento privilegiado que es necesario comprender en profundidad. Hay muchos motivos para ello.

2. Ante todo, estamos viviendo un encuentro. Cada uno de vosotros, durante estos días, ha podido tener esta experiencia. Cada uno de vosotros se ha encontrado no sólo con los centenares y miles de personas que han llenado los salones de conferencias, sino también con las diferentes personalidades que aquí han aportado su reflexión y su creatividad.

Pero este encuentro ha sido hecho posible y casi necesario por otro encuentro. En efecto, el "Meeting" ha nacido de la amistad de un grupo de cristianos de esta ciudad. Según he sabido, ha nacido de la pasión de comunicación, de creatividad y de diálogo que siempre lleva consigo la fe cristiana, cuando se vive de manera íntegra.

Sí. La fe. Vivida como reflejo y continuidad con aquellos primeros encuentros de los que nos habla el Evangelio: la fe, vivida como certeza y solicitud de la presencia de Cristo en cada situación y ocasión de la vida, nos hace capaces de crear nuevas formas de vida para el hombre, deseosos de comunicar y conocer, de encontrar y de valorizar.

El encuentro con Cristo, renovado permanentemente en la memoria sacramental de su Muerte y Resurrección, capacita y empuja hacia el encuentro con los hermanos y con todos los hombres. Podríamos tomar como conclusión y enseñanza de vuestro encuentro las palabras de San Pablo a los Tesalonicenses: «Probadlo todo, quedaos con lo bueno» (1Tes 5, 21).

Me agrada que la iniciativa sea expresión de la vitalidad del laicado católico en Italia: este laicado «responsable y activo, es una riqueza inestimable para toda la Iglesia local», como dije a los obispos de Liguria, el 8 de enero pasado (AAS 74, 1982, 396; L'Osservatore Romano, Edición en lengua española, 7 de febrero, 1982, pág. 8). Un laicado responsable, es decir, sabedor de la comunión que lo une a Cristo y a la Iglesia: y activo, es decir, deseoso de expresar, en la libertad de iniciativas, la hermosura y la humanidad de lo que ha encontrado. Esta es la bella realidad de este encuentro.

3. Este año habéis centrado vuestra atención sobre un tema que encierra un estímulo particular: «Los recursos del hombre». ¿Queréis que reflexionemos juntos?

En general, recursos del hombre es todo lo que le ayuda en su esfuerzo por mantenerse vivo y por dominar la tierra. Las cosas, sin embargo, se convierten en verdaderos recursos del hombre sólo cuando el hombre las encuentra mediante el trabajo. Mediante el trabajo domina el hombre la naturaleza, poniendo todas las cosas a su servicio. Mediante el trabajo el hombre cuida la tierra, usa sus riquezas en beneficio de su propia vida y al mismo tiempo, mejora y defiende la tierra. Por esto, me agrada constatar que vuestro tema se refiere, ante todo, a la grande y actual preocupación de la Iglesia por el trabajo humano, que he expresado también en mi reciente Encíclica Laborem exercens. El hombre, en efecto, se comunica con la realidad externa sólo mediante su interioridad. Son los recursos interiores de su mente y de su corazón los que le permiten elevarse más allá de las cosas y dominar sobre ellas. El hombre vale no por lo que «tiene», sino por lo que «es». Por ello es necesario meditar con particular profundidad sobre el decisivo recurso del hombre que es el trabajo, para comprender la dimensión desinteresada, pura, no utilitaria que hay en el fondo del trabajo humano, confiriéndole su significado.

4. Esto se une —avanzando un paso más— con otra fundamental riqueza del hombre: la familia.

El hombre trabaja para mantenerse y para mantener la propia familia. Si trabajar es cuidar del ser, colaborando con la obra creadora de Dios, este principio general se hace evidente y existencialmente concreto para la mayor parte de los hombres en el hecho de que, trabajando, el hombre cuida de la persona de sus seres queridos. Aunque es cierto que el hombre siente, como todos los animales, el instinto de su autoconservación, no es justo iniciar el trabajo con una intencionalidad sólo utilitarista y egoísta. El instinto de autoconservación se da en el hombre de manera específicamente humana, personalista, como voluntad de existir como persona, cuya voluntad de salvar el valor de la persona en sí mismo y en los demás, comenzando por los propios seres queridos. Este hecho define los límites de toda interpretación utilitarista y economicista del trabajo humano

El trabajo, mediante el cual el hombre domina la naturaleza, es obra de toda la comunidad humana a través de todas las generaciones. Cada generación recibe la tarea de cuidar de la tierra para entregarla a las generaciones siguientes, todavía apta y cada vez más, para ser casa del hombre. Permitidme recordar, en este contexto, aunque sea sólo incidentalmente, que, cuando se rompe este vínculo de solidaridad, que debe unir a los hombres entre sí y con las generaciones futuras, se resiente el cuidado de la tierra. Así la catástrofe ecológica que amenaza hoy a la humanidad, tiene una profunda raíz ética en el olvido de la verdadera naturaleza del trabajo humano y, sobre todo, de la dimensión subjetiva, de su valor para la comunidad familiar y social. Es misión de la Iglesia llamar la atención de los hombres sobre esta verdad.

5. Pero es preciso avanzar aún más profundamente. Los recursos de los que hemos hablado, aún siendo sacrosantos y primarios, se quedan sin embargo en la superficie del hombre. Hay que prestar atención principalmente a los recursos que el hombre tiene en sí mismo: en su naturaleza humana, en su dignidad de imagen y semejanza de Dios (cf. Gén 1, 27), de la que el hombre es portador en la esencia de su personalidad. Vienen siempre a la memoria las conocidas palabras del gran San Agustín, cuya fiesta celebrábamos ayer: Fecisti nos ad te: «nos has hecho, Señor, para ti: y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti» (Confessiones 1, 1).

Sí, hermanos y hermanas, hemos sido hechos para el Señor, que ha impreso en nosotros la huella inmortal de su poder y de su amor. Los grandes recursos del hombre nacen aquí, están aquí, y sólo en Dios encuentran su salvaguarda. El hombre es grande por su inteligencia mediante la cual se conoce a sí mismo, conoce a los demás, conoce el mundo y conoce a Dios; el hombre es grande por su voluntad por la que se da en el amor hasta alcanzar cotas de heroísmo. Sobre estos recursos se fundamenta el anhelo insuprimible del hombre; el anhelo que tiende a la verdad —he ahí la vida de la inteligencia— y el anhelo que tiende la libertad —he ahí el hálito de la voluntad—. El hombre alcanza aquí su grande e incomparable estatura, la que nadie puede pisotear, de la que nadie puede burlarse, la que nadie puede arrebatarle: la estatura del «ser», a la que ya me he referido.

Este valor, propio del hombre, por el que el hombre es verdaderamente hombre, se apoya sobre el fundamento de la cultura: es sobre todo en la cultura donde se manifiestan los recursos esenciales del hombre: como dije en la sede de la Unesco, en París: «el hombre vive una vida verdaderamente humana gracias a la cultura... La cultura es aquello a través de lo cual el hombre, en cuanto hombre, se hace más hombre, "es" más, accede más al "ser"... La cultura se sitúa siempre en relación esencial y necesaria a lo que el hombre es, mientras que la relación a lo que el hombre tiene, a su "tener" no sólo es secundaria, sino totalmente relativa... En el campo de la cultura, el hombre es siempre el dato primero: el hombre es el dato primordial y fundamental de la cultura. Y esto lo es el hombre siempre en su totalidad: en el conjunto integral de su objetividad espiritual y material. Sí, en función del carácter y del contenido de los productos en los que se manifiesta la cultura, es pertinente la distinción entre cultura espiritual y cultura material, es necesario constatar al mismo tiempo que, por una parte , las obras de la cultura material hacen aparecer siempre una "espiritualización" de la materia, una sumisión del elemento material a las fuerzas espirituales del hombre, es decir, a su inteligencia y a su voluntad, y que por otra parte, las obras de la cultura espiritual manifiestan, de forma específica, una "materialización del espíritu", una encarnación de lo espiritual» (L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 15 de junio de 1980, págs, 11 - 12 ).

La cultura se convierte así en fundamento de la capacidad del hombre para descubrir y valorizar todos sus recursos, los concedidos a su ser espiritual y los concedidos a su ser material. ¡Siempre que los sepa descubrir! ¡A condición de que no los destruya! ¡Hermanos y hermanas, pensad en la gran responsabilidad que tenéis en vuestras manos! ¡No desperdiciéis, no la abandonéis! Necesitáis todas vuestras fuerzas para obrar así. Pero sobre todo tenéis necesidad de Quien es la fuerza de Dios y del hombre: «Cristo, fuerza de Dios y sabiduría de Dios» (1Cor 1, 24).

6. Llegamos así al punto central de la cuestión, punto que no se puede eludir. El «recurso» mayor del hombre es Cristo, Hijo de Dios e Hijo del Hombre. En El se descubren los rasgos del hombre nuevo, realizado en toda su plenitud: del hombre por sí. En Cristo crucificado y resucitado, se revela al hombre la posibilidad y el modo de asumir la totalidad de su naturaleza en profunda unidad. Aquí se encuentra, diría yo, el principio unificador de vuestro Meeting, dedicado a los recursos del hombre; hay una especie de hilo conductor en todos los diferentes momentos de vuestro programa de trabajo: Cristo resucitado fuente inagotable de vida para el hombre. Cristo, recurso del hombre: así habéis querido anunciar la celebración del Sacrificio Eucarístico.

El no desdeñó asumir la naturaleza del hombre, y no de un modo abstracto, ya que «se despojó de su rango, tomando condición de esclavo... se rebajó, haciéndose obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz» (Flp 2, 7. 8.). La humanidad de Cristo, mediante el misterio de su cruz y resurrección, se ha convertido en el lugar en el que el hombre, vencido pero aniquilado por el pecado, ha encontrado de nuevo su propia humanidad.

Por esta existencia, única e irrepetible, de su fundador, la Iglesia ha podido ser definida por boca de Pablo VI como «experta en humanidad». Con este título, fundamentado en la autoridad del Maestro y consolidado por dos mil años de vida, la Iglesia se presenta hoy en la escena de la historia, deseosa de volver a proponer al hombre el núcleo central del propio mensaje: Cristo, primicia y raíz del hombre nuevo.

Por lo demás, precisamente aquí, en Rímini, habéis tenido el testimonio vivo de personas que se entregaron plenamente a Cristo, en el ejercicio de su profesión, y cuyo ejemplo continúa irradiando cada vez más: el ingeniero Alberto Marvelli, cuya causa de beatificación está incoada, y el dr. Igino Righetti, colaborador del que sería Pablo VI, de venerada memoria, y con él fundador y primer presidente de los Graduados católicos. Dos laicos, dos apóstoles, dos hombres que supieron cómo se participa de la «riqueza de Cristo». Ellos alcanzaron para sí mismos —en el trabajo interior, en la oración, en la vida sacramental— y dejaron para los demás un modelo y una llamada.

7. Hablar de Cristo como recurso del hombre es testimoniar que también hoy los términos esenciales de la civilización están referidos de hecho, conciente o inconcientemente, al acontecimiento de Cristo, que se ha convertido en anuncio confesado cada día por la Iglesia.

El hombre de hoy está fuertemente comprometido en la tarea de formular de nuevo su relación con el mundo que lo circunda; con la ciencia y con la técnica. Quiere descubrir recursos siempre nuevos para su vida y para la convivencia entre los pueblos; tiende a realizar un proceso, que todos desean pacífico, y a exaltar el arte como expresión de la propia y libre creatividad. Sin embargo, la paz se ve hoy gravemente amenazada, la ciencia y la técnica corren el peligro de engendrar un desequilibrio, cargando de consecuencias negativas en la relación, entre hombre y hombre, entre hombre y la naturaleza, entre naciones y naciones. Desde esta contradicción, que parece insuperable ya que está estructuralmente conectada con el misterio del mal, es necesario dirigir la mirada «al autor de nuestra salvación» para engendrar una civilización que nazca de la verdad y del amor. ¡La civilización del amor! Para no agonizar, para no apagarse en el egoísmo desenfrenado, en la ciega insensibilidad al dolor de los demás Hermanos y hermanas, ¡construid, sin cansaros nunca, esta civilización!

Esta es la consigna que os dejo hoy. ¡Trabajad por esto, orad por esto, sufrid por esto!

Y con este deseo, os bendigo a todos en nombre del Señor.

* * *

El Santo Padre respondió luego a algunas preguntas de los jóvenes.

Santidad, desde el inicio de su pontificado ha definido a los jóvenes como esperanza de loa Iglesia ¿Qué quiere decir esto para nuestra vida?

La vida de los jóvenes quiere decir descubrir los recursos del hombre: esto es propio de la juventud y se hace especialmente en los años juveniles de la vida. La esperanza del futuro está ligada a este descubrimiento. Si los jóvenes de nuestra época han descubierto bien los recursos del hombre —porque se los puede descubrir también el mal — , si los han descubierto en la verdad, si los han descubierto en el amor, entonces podemos estar llenos de confianza, llenos de esperanza en el porvenir.

Viviendo cordialmente nuestro problemas, en la familia, en el trabajo, en la escuela, constatamos problemas dramáticos. Pero también los problemas económicos, sociales de los hombres de nuestro tiempo implican una profunda inseguridad existencial. ¿Qué significa esto para los cristianos?

Es una constatación ciertamente profunda y justísima: la constatación de la dramaticidad de la existencia humana. Y nosotros debemos y podemos reflexionar sobre este fenómeno, un fenómeno multilateral. Son diversas razones, se podría decir que es diversa la esencia misma del drama humano. Pero reflexionando sobre los diversos modos de esta dramaticidad de la existencia humana se llega a una contestación central: el drama fundamental del hombre es no sentir el sentido de su existencia, no tener el sentido de su existencia, vivir sin sentido. Aquí tocamos de nuevo el tema de los recursos. No descubrir el sentido de la vida humana quiere decir no saber cuales son los recursos del hombre. Todos los recursos, los recursos abiertos al hombre por la naturaleza externa, ofrecidos al hombre por la naturaleza humana, su personalidad, y finalmente los recursos sobrenaturales abiertos al hombre en Cristo. He aquí como podemos ayudar a los otros. Nos encontramos muchas veces sin posibilidad, no encontramos el modo de ayudar a los otros en los distintos dramas de la vida humana. Pero pienso que en este drama que me parece central fundamental, nosotros quizá podemos hacer más, podemos buscar dar a otros el sentido de la vida podemos buscar hacer descubrir a los otros los recursos del hombre, y así dar el sentido de la vida. Pienso que esto constituye también nuestro apostolado: ayudar a los otros en el descubrimiento del sentido de la existencia humana.

Santidad, desde el comienzo de su pontificado ha espoleado incansablemente a pueblos y naciones a la paz. ¿Cuáles son hoy los elementos fundamentales para esta construcción?

Debo hacer primero una observación metodológica. Me han dicho: «Tú tienes que venir a Rímini y nosotros te escucharemos». En cambio la realidad es un poco distinta: Tú tienes que venir a Rímini y nosotros te escucharemos, pero te haremos también un examen .

De la paz yo he hablado muchas veces. Naturalmente las palabras no son la cosa más importante pero también son importantes las palabras. Repetiría lo que quizás era lo esencial de mi discurso a la Organización de las Naciones Unidas donde, siguiendo la tradición de la enseñanza de la Iglesia, especialmente de los últimos Papas, del Papa Juan, del Papa Pablo, ha buscado convencer a la gran asamblea: si queremos obtener la paz debemos respetar plenamente los diversos derechos del hombre. Ellos presentan muchos aspectos: son en el sentido estricto de la palabra los derechos de la persona, pero luego estos derechos se amplían y se convierten en los derechos de los pueblos. Según una justa teoría, observando todos estos derechos se excluye la guerra, se crea la paz. Por lo tanto hay un programa. Por otra parte sabemos que, a pesar del programa existente, hay guerras y amenazas.

Santo Padre, nuestra preocupación fundamental ha sido y es la de dar testimonio del hecho cristiano. ¿Una iniciativa como ésta del Meeting por qué y en qué modo contribuye a este testimonio?

Estoy convencido de que contribuye a dar un testimonio cristiano. Mejor, diría, que contribuye a mostrar una dimensión de la Iglesia, precisamente la dimensión que hemos meditado tanto y hemos dejado para el futuro en la enseñanza del Concilio Vaticano II. Se pensaba en la Iglesia, antes en un modo más bien estático, como algo definitivamente constituido: esto era y permanece verdadero. La Iglesia es una institución divina. El Vaticano II sin embargo nos ha mostrado la Iglesia como un pueblo que camina, el pueblo de Dios. Nos ha mostrado la Iglesia sobre todo como una misión que viene de la Santísima Trinidad y entra a formar parte de todo bautizado, de todo cristiano, como, en un cierto sentido, de todo hombre de buena voluntad. Esta gran misión de la verdad, del bien y de la caridad, se ha convertido en lo constitutivo de nuestra visión de la Iglesia. Pienso que vosotros, vosotros que sois un movimiento y que con este Meeting dais expresión a vuestro movimiento, a la finalidad de este movimiento, buscáis expresar con este Meeting el carácter propio, la misión propia de la Iglesia. La misión propia de la Iglesia es siempre una misión histórica, aunque trascendente, aunque divina. Es histórica, histórica de nuestro tiempo. Vosotros con vuestro Meeting buscáis mostrar el camino de la Iglesia, de los jóvenes en la Iglesia de nuestro tiempo. Vosotros intentáis expresar qué quiere decir el misterio de la salvación, la obra de la salvación. Vosotros intentáis, con distintos métodos y especialmente con este Meeting, encarnar esta obra de la salvación, hacerla presente entre los hombres. Esto es, brevemente, así, para no multiplicar las palabras.

 



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