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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS OBISPOS DE ARGENTINA
EN VISITA «AD LIMINA APOSTOLORUM»

Sábado 1 de diciembre de 1984

 

Queridos Hermanos en el episcopado:

1. Tengo el gozo de recibir hoy a vuestro nutrido grupo de Pastores de la Iglesia de Dios que vive en Argentina, y que en la Sede de Pedro encuentra, con todos los fieles esparcidos por el mundo, la comunión en la Iglesia una, santa, católica y apostólica.

Mis palabras de saludo y de bienvenida son expresión de esa intensa comunión espiritual entre el Papa y sus Hermanos, los Pastores de las Iglesias locales, y a través de ellos con todos y cada uno de sus fieles. En realidad, como bien sabéis, esta experiencia de la visita “ad limina Apostolorum” es una experiencia de comunión con la Iglesia “que preside en la caridad”, y por ello en la verdad y en la unidad del Cuerpo de Cristo.

He podido, en los días pasados, conversar con cada uno de vosotros en particular, interesarme por la vida de vuestras diócesis, compartir con vosotros esa caridad pastoral que es la gracia de vuestro ministerio inspirado en el ejemplo del Buen Pastor. Ahora quiero compartir con vosotros algunas reflexiones que puedan guiar vuestra acción de Pastores, solidarios en el cuidado de vuestras respectivas Iglesias.

2. Habéis venido a Roma después de un acontecimiento extraordinario que os ha visto unidos con todo vuestro pueblo en torno a la Eucaristía. El reciente Congreso Eucarístico Nacional, celebrado en la primera quincena de octubre en Buenos Aires, con la presencia de mi representante y Legado especial, no ha sido sólo un recuerdo conmemorativo de aquel Congreso Eucarístico Internacional, celebrado hace cincuenta años y presidido por el futuro Pío XII; ha sido sobre todo un momento de comunión, de vitalidad y de esperanzada celebración de vuestra experiencia actual de Iglesia de hoy y del mañana, en las no fáciles circunstancias que atraviesa vuestra nación.

Todos esperamos que este acontecimiento haya despertado la conciencia cristiana del pueblo fiel argentino, alentándolo hacia el compromiso de una vida ejemplar que estrecha los vínculos de comunión y reconciliación en la fe y en el amor, para ser también fermento de renovación social.

La Eucaristía es, en efecto, el supremo bien espiritual de la Iglesia porque contiene a Cristo mismo, nuestra Pascua y Pan vivo, que con su carne da la vida al mundo (Presbyterorum Ordinis, 5). De este modo, como el corazón lleva la vitalidad a todas las partes del cuerpo humano, así la vida eucarística llegará - desde el altar del sacrificio, de la presencia real y de la comunión - a todas las zonas del cuerpo eclesial, y hará sentir sus efectos saludables incluso en los complejos tejidos de la sociedad, por medio de los cristianos que prolongan hoy la acción de Cristo en el mundo.

3. La Eucaristía debe estar, pues, en el centro de la pastoral y tiene que irradiar su fuerza sobrenatural a todos los ámbitos de la existencia de los cristianos: a la evangelización y la catequesis, a la múltiple acción caritativa, al compromiso de renovación social, de justicia en favor de todos, empezando por los más necesitados, de respeto a la vida y a los derechos de cada persona, de empeño en favor de la familia, de la escuela, del recto orden político y de promoción de la moralidad pública y privada.

Pero a fin de dar toda su eficacia a la acción eucarística, hay que cuidar siempre la digna y genuina celebración del misterio, según la doctrina y orientaciones de la Iglesia, como he recordado en diversas ocasiones (Dominicae Cenae, 12).

En efecto, en la celebración de la Eucaristía la Iglesia, además de participar en la eficacia redentora del misterio de Cristo, desarrolla una pedagogía de la fe y de la vida a través de la Palabra proclamada, de las oraciones, de los ritos, de todo el complejo y evocador simbolismo eclesial de la liturgia. Por ello, cualquier manipulación de estos elementos incide negativamente en la pedagogía de la fe; en cambio, la recta, activa y consecuente participación litúrgica, según las normas aprobadas por la Iglesia, construye la fe y la vida de los fieles.

Quiero, pues, exhortaros a tratar de promover siempre la genuina celebración de la liturgia, esforzándoos para que se sigan las indicaciones de la Santa Sede y las que competen a vuestra Conferencia Episcopal. Recordad en ello el deber de los Obispos de ser “moderadores, promotores y custodios de toda la vida litúrgica” en sus respectivas diócesis (Codex Iuris Canonici, can. 835, § 1 et 838, § 4).

4. El tema de la liturgia y de la Eucaristía me lleva a compartir con vosotros la alegría de la esperanzadora floración vocacional que se nota en vuestra patria. Demos gracias al Señor de la mies y sigamos pidiendo con confianza que mande más obreros a su mies.

Es natural que con el resurgir vocacional se haga más apremiante la tarea de una adecuada formación que responda a las necesidades de la Iglesia y de vuestra patria, hoy. Fruto de vuestra responsabilidad de Pastores son las “Normas para los Seminarios de la República Argentina”, recientemente aprobadas por la Santa Sede.

Os recomiendo su fiel observancia en los Seminarios, para que los futuros sacerdotes se formen con solidez de criterios doctrinales, pastorales, espirituales y humanos. En ese esfuerzo podréis quizá sentir la conveniencia de alguna evaluación o balance, para examinar mejor el camino eclesial recorrido.

A la vez os pido a cada uno que cuidéis personalmente de vuestros seminaristas, con la presencia y el diálogo, con una cercanía tal que os permita conocerlos y tratarlos, para interesarlos en los problemas y necesidades pastorales de la diócesis. Así se irá creando esa comunión con el Obispo que es garantía de una vida sacerdotal fecunda y de un apostolado enraizado de veras en la Iglesia local.

5. Una prioridad apostólica en la que con clarividente perspectiva de futuro os estáis empeñando es la pastoral de la juventud. Se trata de una opción que fue ya ratificada en Puebla, y que tiene un significado especial en toda América Latina. Sé que estáis trabajando en un plan quinquenal de pastoral juvenil y que el próximo año, con motivo del Año Internacional de los Jóvenes, va a ser un hito decisivo en ese desafío evangélico lanzado a los jóvenes cristianos de vuestra patria: construir la civilización del amor.

Al alentaros en ese camino quisiera transmitiros la confianza que he puesto en los jóvenes, a quienes he llamado “esperanza de la Iglesia y del Papa”. Deseo recordaros cómo al final del Año Santo de la Redención puse simbólicamente en sus manos la Cruz, encomendando a su generosidad ser testigos de Cristo entre los hombres de nuestro tiempo.

En la preparación del quinto Centenario de la Evangelización de América Latina, que he inaugurado recientemente en Santo Domingo, los jóvenes tienen que ser los destinatarios privilegiados del mensaje evangélico, para que sean también protagonistas fervientes de la nueva evangelización en los últimos lustros de este siglo.

Confiad en los jóvenes. Ellos son generosos. Hacedles sentir el peso de un amor sincero que los educa en la verdad, y que a la vez es exigente como lo fue el mismo Cristo. Recibiréis una respuesta vibrante y total. Haced de ellos vuestros colaboradores en el campo de la catequesis, de la caridad, de la escuela, del compromiso social. No os defraudarán, si ante todo sois capaces de infundir en ellos un inmenso amor al hombre por Dios y a la Iglesia, el Cristo vivo que hoy interpela a los jóvenes, pidiéndoles amor, testimonio y servicio generoso.

6. Con esta perspectiva de optimismo cristiano os exhorto a la esperanza, consciente de las dificultades externas que encontráis en vuestro ambiente y que experimentan también vuestras comunidades eclesiales. Es el momento del testimonio eclesial y social de los cristianos, que con generosidad han de contribuir a elevar en todos los sentidos la sociedad argentina, tan rica en valores humanos y cristianos.

Sed vosotros los primeros sembradores de paz, de reconciliación, de justicia, del respeto al derecho de cada uno, de aliento y solidaridad. Que vuestra caridad pastoral, animada por la gracia del Espíritu, sea incansable en la promoción de iniciativas de comunión y participación. A este propósito os animo especialmente a promover y tutelar la eficacia de la escuela católica, que tanto ha dado y puede dar a la sociedad argentina desde su propia identidad y desde un justo marco de libertad legal, de acuerdo con los principios y derechos admitidos en una sociedad verdaderamente democrática.

No podría concluir este encuentro sin hacer mención de la firma del Tratado de Paz y Amistad entre Argentina y Chile.

Como he tenido oportunidad de decir ayer a las Delegaciones de Argentina y Chile, la presencia relevante de representantes de los dos Episcopados en el acto de la firma del tratado de Paz y Amistad, trae a la memoria la solicitud de ambas Iglesias en los momentos difíciles de 1978, para encontrar cauces pacíficos de solución. En esa presencia veo también su voluntad decidida, que no puedo dejar de alentar, de favorecer y promover, en los ámbitos propios de su servicio pastoral, todo aquello que contribuye a hacer realidad aún más viva las relaciones de fraternidad, de comprensión y de colaboración que, habiendo sido objeto de esta Mediación, el Tratado refleja.

Queridos Hermanos: Contad siempre con mi oración, a la que se une el recuerdo imborrable de mi breve visita a Argentina y el deseo de volver un día a vuestra patria. Llevad a vuestros sacerdotes, seminaristas, religiosos, religiosas, a las familias, a los niños y jóvenes, a los laicos cristianos el saludo y el afecto del Papa.

Pido a la Santísima Virgen de Luján, Patrona del pueblo argentino, que sea para vosotros y para vuestros fieles, como la invocamos en la Salve, “vida, dulzura y esperanza nuestra”. Y que os conforte en vuestros propósitos mi Bendición Apostólica, que extiendo gustosamente a vuestras comunidades cristianas.

 



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