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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL PRESIDENTE DE LA REPÚBLICA ITALIANA
SANDRO PERTINI

Sábado 2 de junio de 1984

 

Señor Presidente:

El amistoso y cordial saludo con que usted me acoge, suscita en mi espíritu un eco profundo. Le doy las gracias de corazón.

Le agradezco el testimonio de amistad que tan generosamente me da y que me impresiona íntimamente. Quisiera decirle, a mi vez, con las palabras de la Biblia, lo que esta amistad significa también para mí: «Un amigo fiel es remedio saludable; los que temen al Señor lo encontrarán» (Sir 6, 16). Es también, pues, un don por el que estoy agradecido a Dios.

Además, le agradezco todo lo que usted ha dicho sobre los valores que la enseñanza evangélica ha propuesto como modelo de elevación para todos los hombres: valores que deben reflejarse en los principios y en las normas de los ordenamientos estatales y que deben irradiarse también en el ordenamiento internacional para que los pueblos, según su natural aspiración, puedan convivir en la serenidad de la paz y en concordia laboriosa.

Italia recuerda hoy, 2 de junio, el nacimiento de la República y del ordenamiento constitucional que el pueblo italiano se dio después de la dolorosa experiencia de la Segunda Guerra Mundial. El reconocimiento y la garantía de los Derechos inviolables del hombre, ya sea como individuo, ya sea en las formaciones sociales en las que se desarrolla y madura su personalidad; los deberes inderogables de solidaridad política, económica y social; la idéntica dignidad e igualdad de todos los ciudadanos ante la ley, sin discriminación; el repudio de la guerra como instrumento de ofensa a la libertad de otros pueblos; la colaboración internacional: he aquí algunos entre los «principios fundamentales» que dominan la Carta fundamental italiana, que inspiran las instituciones democráticas del País y que dan forma al «Estado de derecho».

Estos ideales aparecen hoy, en Italia, como un patrimonio pacíficamente poseído; pero no se puede dejar de recordar que la Constitución de 1947 los sancionó solemnemente después de años en los que la convivencia civil había sido puesta en peligro y parecía empujada a la ruina por las vicisitudes inhumanas de la guerra. Pero también es verdad que fue precisamente en esos años dolorosos cuando los italianos, encontrando nueva fuerza moral, comprendieron y vivieron el valor de la solidaridad y de la fraternidad, no sólo como aspiración, sino como mutua oblación de sí: fueron testimonio de esto muchos episodios de heroísmo, pero sobre todo los innumerables, cotidianos gestos de ayuda desinteresada, ofrecida por gente de toda clase a quien se hallaba en necesidad o peligro. Los comunes sufrimientos hicieron madurar los espíritus y volver a descubrir valores antiguos. Recordarlo es bueno; como la experiencia de una familia se construye sobre las grandes pruebas de la vida, felizmente superadas, del mismo modo para los pueblos adquieren validez perenne los testimonios morales sobre los que se funda la existencia humana y de los que nace estímulo para el porvenir.

En nuestro encuentro del 21 del pasado mes de mayo, usted, Señor Presidente, recordaba con elevadas palabras, cómo en esa experiencia, dolorosa y grande, la Iglesia y las instituciones participaron en el destino del pueblo italiano. Efectivamente, obispos y clero, religiosos y religiosas, trataron de proteger a los hermanos contra los ímpetus del odio, de curar sus heridas, de apoyarlos moralmente y, según las posibilidades, incluso materialmente; en su anhelo de paz y libertad, infundiendo confianza en Dios y en la vida. Y cuando, hace 40 años, el 4 de junio de 1944, llegó el día de la liberación de la capital de Italia, el pueblo romano se reunió en torno a su Obispo, en un espontáneo signo de gratitud al «defensor civitatis», y escuchó convencido su invitación a construir el nada fácil futuro con «espíritu de magnánimo amor fraterno».

La magnanimidad no es una característica marginal, sino una cualidad natural del pueblo italiano.

El «corazón abierto», el sentido de hospitalidad fraterna, la espontánea solidaridad que los italianos nutren por aquellos que están en necesidad, dieron vida, en los siglos pasados, a una serie interrumpida de instituciones ejemplares al servicio del hombre: pienso, entre otras, en las obras de asistencia a los enfermos fundadas durante varios siglos por gremios y cofradías, o por grandes hombres de fe y de corazón como, por recordar sólo algunos, Camilo de Lelis o José Cottolengo.

No se puede decir que es sólo historia del pasado. Vemos que este interés por el hombre no se ha apagado, sino que continúa manifestándose en instituciones de la más diversa naturaleza, que sería difícil incluso enumerar, así como en varios campos del voluntariado donde prodigan sus energías generosamente hombres y mujeres de todas las clases y de diversas edades y – con el entusiasmo que les es propio y con una creatividad siempre fecunda – tantísimos jóvenes.

Señor Presidente: No puedo menos de mirar con admiración su personal afán de comunicar a las generaciones jóvenes los ideales de solidaridad y de paz que iluminan la historia del pueblo italiano, para que los hagan propios y los transmitan, a su vez, a las generaciones futuras, a fin de alumbrar una comunidad más libre y fraterna.

Estos ideales, auténticamente humanos y verdaderamente cristianos, animan a la Iglesia en Italia, hoy aquí tan dignamente representada por el Presidente de la Conferencia Episcopal Italiana. Ella tiene el firme propósito de trabajar por su realización en inseparable unidad con el pueblo italiano y a su servicio. El reciente Acuerdo del 18 de febrero de este año hace explícita y solemne mención de ello. En particular, la Iglesia se siente comprometida a favorecer las generosas iniciativas – justamente recordadas por usted – en ayuda de las poblaciones de otros países afectados por el hambre y en apoyo de toda provechosa colaboración entre los pueblos.

Señor Presidente:

En este encuentro nuestro, en fecha tan significativa para la República Italiana, la memoria ha ido pensativa al pasado, para abrir los espíritus a renovada confianza en el futuro. Nace así mi sentido deseo, acompañado de una cotidiana plegaria a Dios, para que el pueblo italiano sepa resolver siempre – en coherencia con la inspiración moral que brota de su historia – los problemas nacionales e internacionales con que debe confrontarse; que pueda gozar de un porvenir de prosperidad y de paz, a la luz de los altos ideales de los que han dado testimonio sus espíritus mejores. Que continúe Italia sirviendo de ejemplo en la defensa de los Derechos Humanos y de los valores de libertad y de justicia, en la línea de su vocación europea y universal.

 



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