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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS OBISPOS DE PERÚ
EN VISITA «AD LIMINA APOSTOLORUM»

Jueves 24 de mayo de 1984

 

Queridos Hermanos en el episcopado:

1. Con verdadero gozo os recibo hoy, Pastores de la Iglesia de Cristo en Perú, venidos a Roma con motivo de la visita “ad limina”, que culmina con este encuentro. Es una ocasión propicia para tomar contacto con los Dicasterios que me ayudan en el gobierno de la Iglesia, y sobre todo me permite compartir vuestras alegrías, ilusiones y preocupaciones en el cuidado pastoral de la grey de Cristo confiada a vuestra solicitud, que constituye también para el Sucesor de Pedro “mi responsabilidad diaria, la preocupación por todas las Iglesias” (2 Co 11, 28).

Venís, en este primer grupo de Obispos del Perú, representantes de las tres zonas que se pueden distinguir en vuestro País con sus características peculiares, pero con población unida en la misma fe de Jesucristo nuestro Señor, profundamente arraigada en el cristiano pueblo peruano.

2. Veo en ello, por encima de la pluralidad de elementos externos, todo un simbolismo de unidad y concordia, que en nuestros tiempos, más aún que en los anteriores, hay que preservar, fomentar y estrechar en todos los ámbitos, pero de manera especial entre quienes tienen la responsabilidad de guiar al Pueblo de Dios.

Es una necesidad imperiosa exigida por las circunstancias contemporáneas, en las que la desunión, el odio y la violencia amenazan el orden temporal. Pero es ante todo la unión eclesial la que nos urge, para responder coherentemente al deseo y petición del Salvador: “Padre Santo, cuida en tu nombre a los que me has dado, para que sean uno como nosotros” (Jn 17, 11); una súplica reiterada poco después, cuando —prolongando su mirada a través del tiempo y del espacio— vuelve a pedir al Padre: “No ruego sólo por éstos, sino también por los que, por medio de su palabra, creerán en mí, para que todos sean uno... para que el mundo crea que tú me has enviado” (Ibid. 17, 20-23).

Esa unión, signo de credibilidad eclesial, ha de ser firme entre vosotros mismos en primer lugar. Y de todos con el Sucesor de Pedro, fuente imprescindible de la verdadera unidad, que queréis reforzar con vuestra visita a la sede de Roma. Quiero por mi parte aseguraros que en ella encontraréis siempre un apoyo seguro para poder cumplir mejor vuestros deberes de Obispos.

Como miembros del Episcopado y Pastores, incumben sobre vosotros múltiples responsabilidades que atañen a la guía espiritual de vuestras comunidades. Por ello, habéis de vigilar por la pureza de la doctrina, salvaguardando el tesoro que Cristo confió a nuestra custodia para hacerlo fructificar. Es pues oficio vuestro estar atentos a eventuales desviaciones doctrinales o pastorales y, de este modo, evitar que el pueblo creyente sufra daño en la fe o en su dinámico camino eclesial. Por ello, vuestra palabra orientadora, clara y unitaria, habrá de ser capaz de iluminar el paso de la comunidad eclesial; tanto para que los sacerdotes, religiosos, religiosas y agentes todos de la pastoral mantengan siempre el correcto concepto de Iglesia querido por el Fundador de la misma y presentado por el Magisterio, como para que ese concepto fundamente eficazmente la propia identidad de los educadores de la fe y de todo el Pueblo de Dios, y determine los objetivos propios del comportamiento cristiano. Objetivos que no pueden pasar por alto las incidencias también temporales de la propia fe, pero que no se agotan en ellas, sino que se dilatan a la salvación eterna en Cristo, liberador del pecado y Redentor del hombre.

Este es el camino de la fidelidad eclesial, del gozo en la entrega a la obra integralmente liberadora de Cristo, del generoso compromiso en una tarea que reclama nuestra colaboración dinámica y responsable, pero que no puede prescindir de la precisa voluntad de Cristo al fundar su Iglesia con características y Enes bien determinados.

La comprensión y el amor han de estar siempre en vuestro espíritu y actuaciones, porque “el buen pastor da la vida por las ovejas” (Jn 10, 11). Pero ese mismo amor o interés hacia ellas exige que se las guíe por el camino recto hacia el Padre, “llamarlas una por una... ir delante de ellas, y las ovejas seguirán al pastor porque conocen su voz” (Ibid. 10, 3. 4.). Sería un engaño dejar que cada una siguiese su propio camino, expuesta a tantos peligros, sin ofrecerle la guía paciente y perseverante que necesita para no equivocarse de sendero.

3. Sé bien, queridos Hermanos, que en esta importante tarea que os ha sido confiada por Cristo Jesús, del cual “recibiréis la corona de gloria que no se marchita” (1P 5, 4), contáis con la preciosa ayuda de tantos colaboradores; por eso lleváis tan dentro del corazón el problema del incremento y adecuada formación de los sacerdotes, los cuales “por el don del Espíritu Santo, que se les ha dado... en la sagrada ordenación, los Obispos los tienen como colaboradores y consejeros necesarios en el ministerio y oficio de enseñar, santificar y apacentar al Pueblo de Dios” (Presbyterorum Ordinis, 7).

Sé también que ello constituye la prioridad de las prioridades de vuestra misión y la de vuestros sacerdotes: la salvación del Pueblo de Dios. Esta es la pauta primordial que debéis tener en cuenta al procuraros cooperadores en el encargo recibido de buscar jóvenes capaces de llegar a ser auténticos hombres de Dios, para que lleven Dios a los hombres. Por esto hay que formar sacerdotes que transparenten a Cristo ante los demás. Hay que lograr operarios de criterios y ejemplo de vida sobrenatural. De aquí la necesidad y la importancia del Seminario, nunca bastante ponderadas. Por eso mismo, las vocaciones y el Seminario han de ser considerados por el Pastor de la diócesis “come la pupila de sus ojos”, en frase ya proverbial, pero siempre verdadera.

Tengo conocimiento de que, gracias a Dios, hay un despertar de vocaciones en vuestra patria, y no ceso de bendecir al Señor por ello. Con todo, hay que intensificar el esfuerzo, en cuanto sea posible, en favor de las vocaciones al sacerdocio. En efecto, todavía es grande la ayuda presbiteral, generosa y abnegada, de otras Iglesias locales foráneas. Rogad pues al dueño de la mies que envíe operarios a la mies (Cf. Mt 9, 37). Y con la oración ferviente y constante, poned también los debidos medios humanos. Dad a conocer, integro, el ideal sacerdotal. Presentadlo a los jóvenes en toda su grandeza, porque la juventud ama los ideales altos. No les ocultéis, por tanto, los sacrificios que exige la vocación consagrada, pues los jóvenes son generosos y eso no les arredra, antes bien los estimula. Habladles de Cristo con amor y verdad, descubriéndoles la vivencia de ese ideal. Es así como los jóvenes se fascinan por Cristo.

4. Pero no se trata sólo de la promoción de vocaciones, sino también de la acertada selección; porque “muchos son los llamados, y pocos los escogidos” (Mt 22, 14). La escasez de sacerdotes puede provocar en el Obispo la tentación de dejarse llevar por el ansia del número. Es necesario, sin embargo, probar a los candidatos, seleccionarlos con prudencia, pero sin miedo, durante los años del Seminario; y con mayor cuidado y circunspección antes de aceptarlos para las Ordenes sagradas. Es mejor, en efecto, tener menos seminaristas y sacerdotes, pero buenos, que muchos, mas mediocres.

A propósito de la formación de futuros sacerdotes quisiera recordaros —según dije a otros Obispos también latino-americanos— cómo el Concilio presenta su formación focalizando todo en lo que podríamos llamar el proyecto pedagógico de la Iglesia para los futuros ministros del altar: la persona de Cristo, Maestro, Sacerdote y Pastor. Se trata de llevar personalmente a cada uno de los seminaristas a esa “convivencia” con Jesucristo y al aprendizaje de El, lo cual permite hacer una experiencia semejante a la de los Apóstoles: escuchar sus palabras de vida eterna, sentirse suave pero irresistiblemente atraídos por la fascinación humano-divina de su persona, lanzarse decididamente a su seguimiento, quedar interiormente sellados por el encuentro con Alguien del que ya no se puede prescindir más en la vida.

5. La oración personal, en la que se escucha la palabra de vida y se confronta con la existencia cotidiana, una oración que sea comunión con el Señor y se traduzca en un compromiso de fidelidad evangélica, de opción radical por Cristo y por su causa que es el Evangelio, hará de los futuros sacerdotes hombres de Cristo y hombres para los demás. La oración asidua, que es central en la vida del sacerdote, debe ser el crisol de la formación espiritual. No podemos olvidar que Cristo mismo hizo de la plegaria —desde su entrada en el mundo (Cf. Hb 10, 3-7) hasta su muerte en la cruz  (Cf. Lc 23, 46)— el secreto de su comunión con el Padre y de su misión en favor de los hombres. A ella dedicaba, en efecto, momentos significativos de su jornada apostólica (Cf. Mc 1, 35). Oración que necesita el sacerdote en medio de su diario trabajo o de sus dificultades y peligros en medio del mundo (Cf. Io. 17, 11-15), y que por ello ha de aprender ya en el Seminario, para que luego persevere en ella, a pesar del agobiante trabajo apostólico.

Ni hay que tener miedo a que ese “cristocentrismo” le conduzca a lo que hoy ha dado en llamarse “intimismo” y a una “alienación” de los problemas reales de los hombres hermanos. Cuanto más conozcan a Cristo, mayor amistad profunda tengan con El, y más vibren de entusiasmo por el Señor, tanto más sentirán la urgencia de las palabras del Maestro: “En verdad os digo que cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis”(Mt 25, 40). Ahí deberán hallar el constante impulso a entregarse, con criterios evangélicos, en favor de los más pobres, de los marginados, de los oprimidos por la injusticia.

6. Os recordaba poco antes el método del que Jesús se valió. según lo señala Marcos: “Llamó a los que quiso... para que estuvieran con El, y para enviarlos a predicar” (Mc 3, 14). Familiaridad, pues, con Jesucristo y, como consecuencia, misión apostólica.

Quisiera ver también en ello un modelo de ideal para todo Obispo respecto a sus sacerdotes: formar una verdadera familia presbiteral; de los sacerdotes entre sí y con el propio Prelado. Vivir una auténtica e íntima amistad mutua; que gocen en ayudarse recíprocamente en sus trabajos pastorales, que sepan sostenerse y animarse en las vicisitudes de la vida, que encuentren su mejor descanso en jornadas transcurridas juntos, de las que salgan confortados en el cuerpo y en el espíritu. Así lo hizo el propio Jesús con sus discípulos después de su gira misionera: “Venid vosotros aparte, a un lugar solitario, para descansar un poco” (Mc 6, 31).

No dudéis, queridos Hermanos, en promover y participar en reuniones de carácter familiar con vuestros sacerdotes. Visitadlos en sus casas y parroquias como amigos y hermanos. Permitidme que os diga: no tengáis miedo en dedicar cuanto tiempo sea necesario a ellos, porque es tiempo dedicado a quienes con su labor apostólica diaria multiplicarán el fruto de vuestro esfuerzo, llegando a donde vosotros no podéis llegar con vuestras solas fuerzas. Y algo semejante puede decirse de vuestras relaciones con los seminaristas, los cuales se sentirán así no como meros alumnos de un centro de estudios, sino como futuros miembros de una familia, de la familia sacerdotal de Cristo.

7. Amados Hermanos en el episcopado: Hay otros temas sobre los que gustosamente me entretendría con vosotros, pero no es posible alargar más este encuentro. A ellos me referiré al recibir a los otros miembros del Episcopado Peruano.

Al regresar de nuevo a vuestros puestos de trabajo, estad seguros de que seguiré entre vosotros con el corazón, alentando fraternalmente a vuestros sacerdotes y seminaristas, a los religiosos y religiosas de vuestras jurisdicciones, a vuestros colaboradores sin excepción. A todos vuestros fieles los encomiendo al Señor, por mediación de María Santísima —tan venerada bajo múltiples advocaciones en todas vuestras circunscripciones eclesiásticas—, y a todos y cada uno extiendo la cordial Bendición Apostólica que os imparto a vosotros personalmente.

 



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