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VIAJE APOSTÓLICO A VENEZUELA,
ECUADOR, PERÚ, TRINIDAD Y TOBAGO

ENCUENTRO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
CON LOS ENFERMOS Y ANCIANOS DEL PERÚ

Callao, lunes 4 de febrero de 1985

 

«Eran nuestras dolencias las que él llevaba y nuestros dolores los que soportaba. Por las fatigas de su alma, verá luz. Por su conocimiento justificará mi Siervo a muchos» (Is. 53, 4. 11).

1 . Acabamos de oír, queridos enfermos, el pasaje del libro de Isaías, en el que cinco siglos antes de Cristo, se describen los sufrimientos del Mesías. El Evangelista Mateo aplica a Jesús el texto antes citado: «El tomó nuestras flaquezas y cargó con nuestras enfermedades» (Matth. 8, 17).

Así, este maravilloso cántico del Siervo de Dios, como se le llama, nos propone no sólo la descripción de los sufrimientos del Señor, sino el sentido de su pasión que culmina en la resurrección (Cf.. Is. 53, 10; 52, 15). Es el sentido del sufrimiento del hombre, especialmente sí está unido a Cristo por la fe. Es el sentido de vuestro sufrimiento, amados hermanos presentes que representáis a todos los enfermos del Perú, como he querido explicarlo en mi Documento sobre el sentido cristiano del sufrimiento humano: «Llevando a efecto la redención mediante el sufrimiento, Cristo ha elevado justamente el sufrimiento humano a nivel de redención. Consiguientemente todo hombre, en su sufrimiento, puede hacerse también partícipe del sufrimiento redentor de Cristo» (Salvifici Doloris, 19).

Vengo a haceros esta visita como enfermos. Conozco de cerca vuestra situación, porque me ha tocado vivirla yo mismo. Me refiero a esa situación de postración en que las fuerzas naturales decrecen y, de alguna manera, el hombre parece reducido a un objeto en manos de sus cuidadores. La postración e inactividad forzada pueden provocar en el enfermo la tentación de concentrarse en sí mismo. No es por eso extraño que la enfermedad pueda acercar al Señor o pueda conducir ala desesperación. Pero la enfermedad es siempre un momento de especial cercanía de Dios al hombre que sufre.

Jesús se acercó a los enfermos con amor y les tendió su mano bondadosa, para que reavivaran su fe y anhelaran más hondamente la salvación plena. Curó a muchos (Cf.. Marc. 1, 34), pero sobre todo superó el sufrimiento, haciéndolo servir al misterio de su redención.

Esta actitud de Jesús, que nos encomendó imitar visitando a los enfermos (Cf.. Matth. 25, 36), es uno de los rasgos del corazón cristiano. Podríamos decir que la preocupación y el servicio que se presta al enfermo es uno de los indicios que distinguen a un pueblo cristiano. En ese servicio que exige sacrificios, brilla la más alta virtud: la caridad.

2. Diversas circunstancias de la vida moderna y el egoísmo que anida en el corazón humano, llevan demasiadas veces a dejar aparte a los enfermos, considerados quizá inconscientemente como sujetos no aptos para la lucha activa por el progreso. Y aunque se les proporcionen los medíos necesarios para su restablecimiento, se corre el riesgo de tener por perdido el tiempo que se consagra ala visita o al consuelo de los que yacen en el lecho de la enfermedad.

Vosotros, amados hermanos, sabéis por experiencia que no son suficientes los servicios técnicos ni la atención sanitaria, por más que se realicen con profesionalidad exigente. El enfermo es una persona humana y, como tal, necesita sentir la presencia cálida de sus seres queridos y de sus amigos. Esa presencia y medicina espiritual que nos hace amar la vida y nos inclina a luchar por ella con una fuerza interior, que tantas veces influye decisivamente en la recuperación de la salud. Mañana podemos ser nosotros, los que hoy estamos sanos, quienes ocupemos el lecho del dolor. Y entonces nos aliviará también compartir la solidaridad y el afecto de parientes y amigos. ¡Cómo impresiona por ello, la lectura de Isaías: «Despreciable y desecho de los hombres, varón de dolores . . ., y no le tuvimos en cuenta»! (Is. 53, 3)

Grandes sectores de la civilización técnica han pensado quizás en un hombre duro, casi insensible, hecho para el trabajo y la producción. Jesús, en cambio, nos enseña a amar al hombre en sí mismo, en su grandeza y desvalimiento. Ahí es precisamente donde el amor se hace más necesario y verdadero. «Podría decirse que el mundo del sufrimiento humano invoca sin pausa otro mundo: el del amor humano; y aquel amor desinteresado que brota en su corazón y en sus obras, el hombre lo debe de algún modo al sufrimiento. No puede el hombre «prójimo» pasar con desinterés ante el sufrimiento ajeno» (Salvifici Doloris, 29).

Sólo el hombre que es capaz de acoger el amor misericordioso será capaz de darlo sin egoísmos. Por eso, para Jesús los enfermos son uno de los signos de la dignidad humana; se entrega a ellos y nos invita a servirles, como expresión de amor genuino al hombre.

3. Toda enfermedad grave suele pasar por momentos de desaliento radical, en los que surge la pregunta del porqué de la vida, precisamente porque nos sentimos desarraigados de ella. En esos momentos, la presencia silenciosa y orante de los amigos nos ayuda eficazmente. Pero en última instancia sólo el encuentro con Dios será capaz de decir a lo más herido de nuestro corazón la palabra misteriosa y esperanzadora.

Cuando nosotros, como Jesús, afligidos por nuestra situación, gritamos interiormente: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Ps. 22, 2; Matth. 27, 46; Marc. 15, 34), sólo de El podemos recibir la respuesta que aquieta y reconforta a la vez. Es el consuelo que vemos en el Siervo de Dios en medio del dolor: «Si se da a sí mismo en expiación, verá descendencia, alargará sus días, y lo que plazca a Yavé se cumplirá por su mano» (Is. 53, 10).

La cruz de Cristo proyecta así un rayo de luz sobre el misterio del dolor humano; sólo en la cruz puede encontrar el hombre una respuesta válida ala interpelación angustiada que surge en el corazón del hombre doliente. Los santos lo han comprendido bien, han sabido aceptar el dolor y, a veces, hasta han deseado ardientemente ser asociados ala pasión del Señor, haciendo propias las palabras del Apóstol: «Suplo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia» (Col. 1, 24). Identificado con Cristo en la cruz, el hombre puede experimentar que el dolor es un tesoro; y la muerte, ganancia (Cf.. Phil. 1, 21); puede experimentar cómo el amor a Cristo dignifica, hace dulce el dolor y redime (Cfr. Salvifici Doloris, 24).

4. Este es el consuelo de los creyentes, cuando la gracia de Dios nos hace vivir de fe, mantiene nuestra esperanza y aviva nuestra caridad. Así se hace ya realidad en nosotros la liberación que nos ha ganado Cristo, pues, en forma misteriosa pero eficaz, en cierto sentido la muerte se torna vida para nosotros. Es la muerte generosa del trigo que va haciendo surgir una cosecha abundante de redención (Cf.. Io. 12, 24). Esto es lo que expresa el cántico de Isaías de manera tan viva: «Por las fatigas de su alma justificará mi Siervo a muchos» (Is. 53, 11). «Por eso le daré su parte entre los grandes» (Ibíd.. 53, 12).

El hospital tiene siempre algo de Calvario, porque allí, unidas al sacrificio del Redentor, se ofrecen vidas por la redención del mundo. Como Jesús, nuestro «Cordero inmolado» (Cfr. Apoc. 5, 6), ofreció la suya al Padre por todos nosotros, pecadores, y por cuantos sufren y se asocian a su sufrimiento y al misterio de su redención (Cfr. Salvifici Doloris, 19).

Yo me uno cordialmente a vuestras vidas, queridos enfermos del Perú, con afecto de hermano. Pido al Señor lo mejor para vosotros: la salud, la alegría, la paz, la presencia de los seres queridos y, sobre todo, que os unáis a Cristo en su sacrificio salvador. Que no consideréis vuestras vidas, ní este tiempo de enfermedad, como realidades inútiles. Estos momentos pueden ser ante Dios los más decisivos para vuestras vidas, los más fructíferos para vuestros seres queridos y para los demás.

5. Me dirijo ahora a vosotros, queridos hermanos y hermanas de la edad ascendente, que vais pasando por esta vida temporal, acercándoos a la «ciudad permanente». Edad para muchos difícil, de incomprensión y soledad. Por eso dirijo también a vosotros las reflexiones ofrecidas antes a los enfermos. Pero para muchos otros, edad del reposo, de la paz y de la felicidad que proporciona la compañía de «sus hijos y los hijos de sus hijos». A todos se aplica lo que dice el libro de los Proverbios: «La honra del anciano son sus canas (Prov. 21, 29).

Todos tenéis lo que sólo el correr de los años da, y no se puede obtener de otra manera: la experiencia y madurez para penetrar más en el misterio de la vida, y comprender que, si bien es correcto buscar la felicidad en la vida terrena, sólo en la fuerza del Espíritu, que nos lleva a Dios Padre, Eterno, está la plenitud que todos ansiamos. Pido a Dios que os dé esa comprensión, en la cual tendréis la paz y con ella superaréis la soledad e incomprensión.

En los países donde los cristianos, venciendo las tentaciones del materialismo anteponen los valores del espíritu, hay muchos ancianos que son cariñosamente atendidos por los mismos parientes, amigos o vecinos. Debéis conservar este precioso don, tanto más que, por las migraciones internas, hay un creciente número de quienes, estando en edad avanzada, se encuentran apartados de la tierra en que nacieron, de sus hábitos, de sus familias. Más aún, pocos de ellos pueden acogerse ala jubilación. Para ellos pido una especial comprensión, no sólo del Gobierno, sino de cuantos están más cercanos a ellos.

Sé que las beneméritas Hermanas de los Ancianos Desamparados y otras instituciones atienden con ejemplar dedicación a los abuelitos y abuelitas; pero no son numéricamente suficientes para cuidar a todos los que llegan ala edad ascendente. Igualmente pido que se siga cumpliendo con empeño el deber de atender adecuadamente a los jubilados, que en los momentos difíciles por los que pasamos, tienen más necesidad de apoyo.

A cuantos se preocupan por las personas de la edad ascendente, religiosas y seglares, así como a quienes las atienden en sus casas, les expreso mí agradecimiento, y para ellos pido la protección de la Virgen de los Desamparados; para que sepan brindar comprensión, compañía y cariño a todos los ancianos y ancianas.

A vosotros, a los enfermos y ancianos del Perú y a quienes los atienden, doy de corazón mí Bendición Apostólica.         



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