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 DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LA FEDERACIÓN DE INSTITUTOS DE ACTIVIDADES EDUCATIVAS
DE LA REGIÓN DEL LACIO


Sábado 9 de marzo de 1985

 

Queridísimos:

1. Me alegra reunirme con ustedes, responsables de la presidencia regional de la Federación de Institutos de Actividades educativas reunidos aquí con los padres, profesores y alumnos de las escuelas italianas del Lacio, con el personal de los servicios varios y con los representantes de comités y asociaciones de padres de escuelas católicas y otros estamentos.

Saludo con gran afecto a esta asamblea tan numerosa y gustoso aprovecho la ocasión de este encuentro con ustedes para reflexionar sobre el tema de la función de la escuela católica en la sociedad contemporánea, tema sobre el que nunca se insistirá suficientemente.

2. El nuevo Código de Derecho Canónico en el primer canon del libro dedicado a este importante problema, dice así: "La Iglesia tiene el deber y el derecho originario, independiente de cualquier poder humano, de predicar el Evangelio a todas las gentes" (can. 747).

En el lenguaje de la fórmula jurídica se confirma una verdad teológica y pastoral. En fuerza del mandato recibido de su Divino Maestro de llevar al mundo el anuncio de la salvación, la Iglesia, al reivindicar para sí la plena libertad religiosa que ninguna autoridad humana tiene poder de obstaculizar, pone de relieve su tarea específica en orden a la educación de todo hombre.

Ahora bien, en el amplio abanico de los medios educativos resulta evidente la prioridad de la escuela como instrumento capaz de desarrollar de modo sistemático las facultades intelectuales, madurar la capacidad de juicio, fomentar el aprecio de valores y constituir un centro de referencia en cuya dinámica están llamados a tomar parte familias, profesores y asociaciones.

Consciente de esta realidad, la Iglesia se ha hecho siempre y por doquier promotora de la actividad escolar creando las grandes universidades del pasado y estimulando el nacimiento y extensión de Órdenes religiosas dedicadas a la educación de la juventud como campo privilegiado de su apostolado.

Sin tal estrategia apostólica, el proceso de evangelización de los pueblos se habría realizado con mayor lentitud y la posibilidad de la "Plantatio ecclesiae" en los distintos continentes habría encontrado más dificultades.

Por ello, la Santa Sede ha tenido cuidado de impartir directrices adecuadas al logro del fin, en circunstancias diferentísimas y en épocas sumamente difíciles como la nuestra. A este propósito quiero recordar la Encíclica Divini illius Magistri de mi predecesor Pío XI, el documento conciliar Gravissimum educationis cuyos veinte años de publicación cae en octubre próximo y la actividad secular de la Congregación para la Educación Católica, reestructurada según las orientaciones del Vaticano II.

En la fiesta de San Pedro y San Pablo del año pasado, hablando a mis colaboradores de la Curia Romana quise tratar de nuevo el tema de la educación y la escuela católica para indicar su actualidad suma en todas las partes del mundo. En efecto, este tema es una constante de la enseñanza eclesial y una confirmación de su importancia.

3. La educación católica se halla indebidamente coartada donde falta la posibilidad de la enseñanza religiosa en el marco de la escuela estatal, pues el mensaje evangélico no puede excluirse de una escuela que está abierta a todos por su naturaleza misma y, por tanto, obligada a ofrecer servicios educativos adecuados.

Es deber de los poderes públicos solícitos del bien común satisfacer las exigencias de los ciudadanos dentro del respeto de los derechos de todos, creando las condiciones debidas para que la educación de los jóvenes pueda llevarse a cabo en todas las escuelas del Estado, de acuerdo con las convicciones religiosas morales de las familias de los mismos.

Según la lógica de estos principios, en Italia las dos partes han aceptado las nuevas disposiciones del acuerdo concordatario del 18 de febrero de 1984.

Pero esto sólo no basta. Hay que afirmar de nuevo el derecho y deber de los padres católicos a "elegir aquellos medios e instituciones mediante los cuales, según las circunstancias de cada lugar, puedan proveer mejor a la educación católica de los hijos" (can. 793). Por tanto, deben gozar de verdadera libertad reconocida y tutelada por las autoridades civiles, en la elección de escuela para sus hijos (cf. can. 797). Además, es preciso reconocer a la Iglesia la libertad de establecer y dirigir escuelas propias de cualquier tipo y grado. Lo ha hecho durante dos milenios y el texto del documento conciliar recordado más arriba lo vuelve a afirmar con claridad luminosa (Gravissimum educationis, 8).

Con otras palabras, en una sociedad pluralista como la nuestra y en rápida evolución, la necesidad de la escuela católica se acusa con toda su evidencia y claridad en cuanto contribución al desempeño de la misión del Pueblo de Dios, al diálogo entre Iglesia y comunidad de los hombres, a la tutela de la libertad de conciencia, al progreso cultural del mundo, a subsanar a veces problemas creados por carencias públicas, y sobre todo a conseguir dos objetivos que para los presentes aquí deben ser fuente de inspiración, luz y fuerza.

En efecto, la escuela católica de por sí se propone la meta de llevar al hombre a su perfección humana y cristiana, a la madurez en la fe. Para los creyentes en el mensaje de Cristo son dos aspectos de una misma realidad.

Procurar el crecimiento integral de la persona humana significa abrir horizontes de cultura y verdad a las nuevas generaciones, educar el ánimo al ejercicio de las virtudes naturales fundamentales y no cerrarse a los impulsos de las novedades cayendo en la cuenta de saberlas interpretar salvaguardando los contenidos de los valores perennes.

Es de lamentar que el cuadro de la sociedad contemporánea, en el que también están presentes aspectos positivos, aparece cargado de sombras e incluso de factores negativos peligrosos. Ambigüedades, ideologías, injusticias, violencias, provocaciones de naturaleza varia, desde el desenfreno y publicidad de la sensualidad hasta la difusión de la droga, están multiplicando situaciones que, en lugar de facilitar el camino educativo enderezado a construir hombres, terminan por empujar a la desintegración sobre todo en el mundo de los jóvenes que por estar más indefensos son las primeras víctimas.

Para neutralizar la irrupción del mal, la escuela católica eficiente parece la más indicada, gracias a su programa de presentar una visión armónica iluminada y vivificada por los valores del Evangelio, y gracias a su propósito de educar a la vida verdadera que es Dios en nosotros, revelado por Jesús que es verdad liberadora. La escuela católica ofrece al niño y al joven un proyecto educativo capaz de coordinar el conjunto de la cultura humana con el mensaje de la salvación, ayudarle a poner en acto su realidad de nueva criatura y prepararle a sus deberes de ciudadano adulto.

Vista así la escuela católica, hoy y sobre todo hoy se inserta a título pleno en la misión salvífica de la Iglesia, desempeña un papel insustituible en la formación cultural y humana de la juventud, y prepara a la sociedad la perspectiva de un futuro mejor.

4. Pero la escuela católica es también comunidad educativa donde tiene lugar el encuentro de colaboración de todos los operadores del sector.

Los padres son los educadores principales de los hijos, los primeros catequistas al servicio de la transmisión de la fe, a fin de que la vida de sus hijos se impregne del espíritu de Cristo desde el principio. La familia es el lugar privilegiado de nacimiento y crecimiento humano y religioso, la escuela natural donde se tiene la primera experiencia de la comunidad y se aprenden las virtudes sociales, el sentido de Dios y el amor al prójimo.

Pero cuando los niños van avanzando en el desarrollo, los padres para cumplir su deber de modo adecuado necesitan la ayuda de toda la sociedad; en primer lugar deben gozar de la posibilidad real de elegir en el campo de la escuela sin consecuencias económicas gravosas.

Los educadores católicos son quienes tienen una conciencia más viva de ejercer una función supletoria y subsidiaria que les han confiado los padres; y, al desempeñar su misión asumida libremente, se sienten colaboradores de la familia y de la Iglesia.

5. Amados profesores y padres: En este momento quiero decirles que de ustedes depende esencialmente que la escuela católica consiga alcanzar sus objetivos y realizar sus iniciativas (Gravissimum educationis, 8). Quiero repetirles hoy a ustedes lo que he afirmado en otras partes del mundo: "La escuela católica está en sus manos" (A los educadores católicos, 12 de septiembre de 1984). Requiere esfuerzo continuo que no tendrá éxito sin la cooperación de todos los implicados en ella: estudiantes, padres, profesores, dirigentes y Pastores.

Todos los sectores del Pueblo de Dios deben sentirse copartícipes y corresponsables en el esfuerzo de una obra común.

A ustedes, en particular, padres, les recuerdo el deber no sólo de elegir la escuela de acuerdo con su conciencia, sino de seguirla luego como prolongación y complemento de la familia, ofreciendo colaboración dinámica para que el centro escolar funcione lo mejor posible. No se consideren dispensados de seguir interviniendo, una vez que hayan confiado los hijos a una escuela católica.

A los representantes de los institutos religiosos, tan beneméritos en la historia de la educación, les recomiendo que salvaguarden el prestigio de la escuela católica, tan alto aun en países de mayoría no cristiana, a fin de que las abundantes dificultades de hoy y el deseo de descubrir nuevos caminos de testimoniar el Evangelio no lleven a abandonar con facilidad este sector tan experimentado de promoción humana y evangelización. El espacio de la escuela católica en todo caso se ha de ampliar, no reducir.

A los queridísimos alumnos confío esta única consigna: Si queréis garantizaros un porvenir rico en horizontes y esperanzas, aprovechad el bien que os hacen los padres y los educadores. Huid de la mediocridad y contribuiréis no poco al progreso de vuestra escuela y de vuestra ciudad.

Y por último, una palabra a los representantes de la FIDAE, que actúa en una capital como Roma y en el Lacio que cuenta con centenares de Centros escolares de inspiración cristiana. Nacida hace cuarenta años, su Federación está reconocida por la Conferencia Episcopal Italiana para representar y tutelar los intereses de la escuela católica en Italia.

Estoy al corriente de sus problemas graves y numerosos: carencias legislativas, insuficiencias de orden económico, disminución de nacimientos, escasez de vocaciones, dificultad de colaboración. Pero sé también que están hondamente convencidos de la necesidad y actualidad de la escuela católica en cuanto bien común de la Iglesia y de Italia.

Apelo a su sentido de unidad, a su espíritu inventivo para superar las dificultades, a fin de que un patrimonio secular de tan gran riqueza humana y cristiana sea custodiado y relanzado como conviene.

Con este deseo imparto a cada uno mi bendición especial.          



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