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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A UN GRUPO DE OBISPOS ESPAÑOLES EN VISITA «AD LIMINA APOSTOLORUM»

Viernes 17 de octubre de 1986

 

Queridos hermanos en el Episcopado:

“Gracia misericordia y paz, de parte de Dios Padre y de Cristo Jesús, Señor Nuestro”  (1Tim 1, 2)..

Es para mí motivo de íntimo gozo estar hoy con vosotros, Pastores de las Provincias Eclesiásticas de Oviedo, Santiago de Compostela y Valladolid.

En vuestras personas deseo también saludar a vuestros sacerdotes, religiosos, religiosas y fieles que, desde la cuenca del Duero hasta las rías gallegas y el Cantábrico, se afanan por sembrar y hacer vida la semilla del Evangelio.

Agradezco vivamente las amables palabras que, en nombre de todos, me ha dirigido Monseñor Gabino Díaz Merchán, Arzobispo de Oviedo y Presidente de la Conferencia Episcopal Española, como preludio a este encuentro que quiere ser un testimonio de comunión en la fe y en la caridad con la Sede de Pedro “principio y fundamento perpetuo y visible de unidad” (cf Lumen gentium, 18).

En las conversaciones que, por separado han procedido a nuestra reunión de hoy, y anteriormente a través de las relaciones quinquenales que habéis enviado, he podido apreciar la situación actual de vuestras diócesis, con sus luces y sombras: los frutos sazonados de vuestra abnegada acción ministerial, los proyectos y esperanzas a desarrollar en el futuro, los problemas y retos que exigen vuestra dedicación solicita de Pastores a cuyo cuidado ha sido encomendada una porción del Pueblo de Dios.

A la vista de vuestras informaciones y en sintonía con vuestros anhelos pastorales, vienen a mi mente las inolvidables jornadas vividas en cinco lugares de vuestras Provincias Eclesiásticas durante mi visita a España en 1982. Ávila, Alba de Tormes, Salamanca, Segovia y Santiago de Compostela fueron los centros donde se dieron cita una parte importante de vuestras comunidades y pude comprobar personalmente la vivencia de los valores cristianos en vuestra tierra y en vuestras gentes.

Nuestro tiempo –lo sabéis bien– se caracteriza por un proceso de cambios acelerados, el cual deja sentir sus efectos tanto en las comunidades urbanas como en las rurales. Las nuevas situaciones constituyen, a veces, un reto que requiere por nuestra parte nuevos esfuerzos para hacer llegar al hombre de hoy el mensaje evangélico de salvación.

A este propósito, me es grato recordar el Programa Pastoral de la Conferencia Episcopal Española, elaborado con ocasión de mi visita apostólica a vuestro país, en donde se exponían las directrices pastorales para una más penetrante acción evangelizadora. Uno de los frutos de aquel directorio ha sido el Congreso de Evangelización que tuvo lugar en septiembre del año pasado y en el que, tras arduo trabajo de preparación a nivel parroquial, diocesano, comunitario, ha recogido las aspiraciones apostólicas de pastores y fieles.

En vuestra solicitud de Obispos, habéis querido manifestarme vuestras preocupaciones acerca de algunos problemas que afectan, en modo particular, a las generaciones jóvenes en lo referente a sus convicciones de fe, a la participación en la Eucaristía dominical, al sentido del sacramento de la Penitencia. A estos problemas hay que añadir otros más generales, pero no menos acuciantes como la iniciación cristiana de los hijos en el seno familiar, la insuficiencia de vocaciones al sacerdocio y a la vida religiosa, la moralidad pública, etcétera.

En estos momentos de incertidumbre por el que atraviesan no pocos de vuestros fieles, os incumbe a vosotros, queridos hermanos, como maestros de la verdad, continuar proclamando las “razones de la esperanza” (cf. 1P 3, 15);  esa esperanza que se apoya en las promesas de Dios, en la fidelidad a su palabra y que tiene como certeza inquebrantable la resurrección de Cristo, su victoria definitiva sobre el mal y el pecado.

Las nuevas situaciones están reclamando una renovada acción evangelizadora que estimule actitudes cristianas de mayor autenticidad personal y social, y en la que participen todos los miembros de las comunidades eclesiales: sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos. Es especialmente necesaria en nuestro tiempo la presencia activa de los seglares en las realidades temporales de la sociedad democrática, con todo el vigor profético y testimonial de un laicado adulto, que sepa comprometerse decididamente y que sea capaz de superar tanto el individualismo como las inercias y rutinas.

Me alegra saber que estáis empeñados en esta acción evangelizadora y que pretendéis que se haga conjuntamente en cada diócesis y en todas las diócesis, con miras a lograr un mayor sentido comunitario a todos los niveles: parroquias, arciprestazgos, diócesis y provincias eclesiásticas. Es también motivo de esperanza que estéis convocando a todos para este trabajo por el Reino de Dios, buscando cauces y lugares propicios para ello, de modo que todos se sientan fuertemente interpelados para colaborar responsable y creativamente en esta misión.

En este esfuerzo prometedor hay que tener presentes las propias raíces: el sentido cristiano y universalista de vuestras gentes que les ha permitido abrirse generosamente a otros pueblos; la experiencia profunda del Señor, como vivieron y siguen enseñando vuestros místicos en un magisterio de permanente vigencia. Hay que tener en cuenta que este mundo cambiante, en progreso, pero también expuesto a la degradación moral, necesita las orientaciones dimanantes de un pensamiento teológico maduro y eclesial y de una formación permanente, cuyas motivaciones podréis encontrar también en vuestro pasado universitario: el diálogo entre fe y cultura es hoy particularmente necesario para la evangelización, a fin de que en vuestras diócesis siga implantado ese árbol del saber cristiano, cuyas dos ramas, la mística y la inteligencia, son garantía de abundantes frutos de verdadero humanismo. Sed infatigables en promover la oración y un proceso de formación permanente en todos, comenzando por los mismos sacerdotes.

Todo ello ha de tener a la vista al hombre concreto e histórico, como señalaba en mi encíclica Redemptor Hominis, esta es la misión de la Iglesia: servir al hombre “en toda su verdad, en su plena dimensión”. Espera de la Iglesia una palabra de aliento el joven, expuesto a la inclemencia de nuestro tiempo en el orden espiritual y también en el laboral y social; la familia, amenazada en sus valores humanos y cristianos; el hombre de las ciudades y de las zonas rurales, con frecuencia olvidado por todos; los parados y los marginados, los que son víctimas de las circunstancias, pero también de la incuria de los demás; los pobres y pequeños, como destinatarios privilegiados del Evangelio y del amor de Jesús. Vuestras comunidades eclesiales tienen que acreditarse por este estilo de vida que denote una actitud de vivencia evangélica.

Para conseguir todo esto se necesitan vocaciones decididas. Por ello es menester que se intensifique el afecto de todos hacia las vocaciones de especial consagración y particularmente a las sacerdotales, lo cual supone una eficaz pastoral vocacional. De este modo, el crecimiento en número y santidad de “los obreros de la mies” os permitirá mirar el futuro con esperanza y mayor ambición apostólica, movidos también por la preocupación misionera de ayudar a otras Iglesias, como ha caracterizado durante siglos a la Iglesia española.

Ya sé que vuestra tarea de Pastores es ardua y exigente, pero contáis con la fuerza del Espíritu que asiste a su Iglesia, particularmente en las dificultades. Defended la auténtica doctrina contra los silencios sospechosos, las ambigüedades engañosas, las reducciones mutiladoras, las relecturas subjetivas, las desviaciones que amenazan la integridad y la pureza de la fe.

Al regresar a vuestras Iglesias particulares llevad a todos el saludo cordial y el afecto del Papa; en especial a vuestros sacerdotes. Sed para ellos padres y confidentes; apoyados y confortadlos en sus quehaceres pastorales y en su vida personal. Ante la cercanía del Obispo, el sacerdote se siente animado a vivir con alegría y dedicación su vocación de seguimiento a Cristo y de incondicional amor a la Iglesia.

A la intercesión de la Santísima Virgen, tan venerada en vuestras comunidades, confío vuestras intenciones y anhelos pastorales. Que el Espíritu Santo sea vuestra paz y vuestra fuerza.

Con afecto os imparto mi Bendición Apostólica, que hago extensiva a todos cuantos colaboran en vuestro ministerio episcopal: sacerdotes, religiosos, religiosas y fieles.



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