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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL EMBAJADOR DE LA REPÚBLICA DE COREA
ANTE LA SANTA SEDE
*

Lunes 27 de abril de 1987

 

Señor Embajador:

Es un gran placer para mí darle hoy la bienvenida como Embajador Extraordinario y Plenipotenciario de la República de Corea ante la Santa Sede. Acepto con mucho gusto sus Cartas Credenciales y le agradezco que me haya transmitido las amables palabras de saludo expresadas por Su Excelencia el Presidente Chun Doo Hwan.

El hecho de que usted esté aquí como Representante diplomático de su País me recuerda mi inolvidable visita hace tres años. Me conmovió profundamente la cordial hospitalidad del pueblo coreano, y conservo con afecto esa experiencia directa de las cualidades tradicionales de buena voluntad, respeto y laboriosidad que lo caracterizan. También comprendí más intensamente la dolorosa división que sigue causando tanto sufrimiento y que requiere los mejores esfuerzos y una perseverancia permanente por parte de todos los que sirven la causa de la justicia y de la paz.

En el mundo contemporáneo no podemos ignorar el hecho de que las cuestiones económicas, sociales y políticas que afectan a unos países concretos adquieren una dimensión global e interdependiente.

Y más aún, tales cuestiones implican necesariamente una dimensión moral y ética que tiene sus raíces en el valor único de cada vida humana y en la inviolabilidad de la dignidad del hombre. La prudencia requiere que, al buscar soluciones apropiadas a los graves problemas que enfrenta la Humanidad —problemas que cada país experimenta en un modo particular—, hay que dar prioridad al bien común y a los principios éticos que lo dirigen por encima de cualquier forma de interés partidista.

La Santa Sede sostiene que unas relaciones justas entre los países sólo pueden ser construidas sobre un sentido compartido de solidaridad y responsabilidad del bienestar y del auténtico progreso de la familia humana en su totalidad. La justicia en los asuntos humanos exige el respeto de la dignidad de cada ser humano. Rechaza el egoísmo, tanto personal como colectivo, que favorece las desigualdades y el dominio del más fuerte. Según esto, las cualidades morales y la vitalidad religiosa de una nación pueden dar una contribución esencial a la construcción de una sociedad basada en la mutua confianza, en la corresponsabilidad, en la defensa de los Derechos Humanos y en la atención a las necesidades de los pobres y de los débiles.

Como la Iglesia realiza su misión en medio del mundo, sus actividades religiosas, educativas y caritativas no pueden sino contribuir a la construcción de una sociedad más justa y más humana. Como dice el Concilio Vaticano II, «quien busca ante todo el reino de Dios, encuentra en éste un amor más fuerte y más puro para ayudar a todos sus hermanos y para realizar la obra de la justicia bajo la inspiración de la caridad» (Gaudium et spes, 72). Ésta ha sido también la experiencia de la Iglesia en Corea, cuyo bicentenario tuve el privilegio de celebrar en vuestra tierra.

Menciono estos principios generales como un ejemplo de la atención a los aspectos morales y humanitarios de la vida pública que caracteriza el enfoque de la Iglesia y de la Santa Sede. Son estas cuestiones las que su misión tendrá principalmente que ver aquí.

Le aseguro la total cooperación de la Santa Sede para fortalecer y desarrollar aún más los lazos que ya existen entre nosotros, e invoco abundantes bendiciones divinas sobre usted en el cumplimiento de sus deberes, y sobre sus compatriotas en la búsqueda de la armonía, de la justicia y de la paz.


*L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, n.36, p.22.



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