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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL CONSEJO FEDERAL DEL MOVIMIENTO
INTERNACIONAL EUROPEO*


Sábado 28 de marzo de 1987

 

Señor Presidente,
señoras, señores:

1. Con ocasión del trigésimo aniversario de los Tratados de Roma, me siento feliz al recibiros aquí a vosotros, que representáis el Movimiento Internacional Europeo, sea a nivel de Consejo Federal, de Comité director o de Comité ejecutivo internacional, sea a nivel de los dieciséis consejos nacionales, o incluso de los clubs europeos de regiones o de ciudades. Agrupáis organizaciones políticas de numerosas tendencias, asociaciones federales, profesionales, económicas, representantes de ayuntamientos o de casas de Europa. Todos vosotros buscáis los medios para preparar la unidad política, económica y cultural del mayor número posible de Estados europeos, según una vía democrática.

Sé que mis predecesores recibieron ya a vuestros delegados con gran simpatía. Pío XII aseguraba a vuestros congresistas su apoyo el 13 de junio de 1957, cuando acababan de firmarse en Roma el II y III Tratados que instituían la Comunidad Económica Europea y el Euratom. Estas iniciativas, tras la relativa al carbón y el acero, constituían pasos importantes en el camino de la “Comunidad Europea”, definida por el Tratado de Bruselas en 1965. Concernían, entonces, a seis Estados del Oeste de Europa y la realización más característica fue el Mercado Común agrícola. Pablo VI animaba igualmente a vuestra Conferencia el 9 de noviembre de 1963. Desde entonces, la Comunidad se ha extendido a nueve países, después a diez y, muy recientemente, a doce. La Asamblea parlamentaria ha adquirido una importancia creciente. Yo he tenido la satisfacción de visitar la sede de las Instituciones Comunitarias en Luxemburgo y, más tarde, en Bruselas, en mayo de 1985. Allí pude desarrollar mi pensamiento sobre la obra emprendida.

2. Si evoco estas etapas es para haceros ver la atención con la que la Santa Sede ha seguido la evolución de la Comunidad Europea. Esta progresión de lazos entre los países referidos, que conocía obstáculos, frenos y a veces incluso paros, es fruto de debates entre responsables políticos, de libres ratificaciones a nivel de Estados, pero también de la toma de conciencia, a nivel de ciudadanos, de una solidaridad necesaria. Y, en este ámbito, vuestro Movimiento Europeo ha aportado una amplia contribución. ¿Cómo no ser sensible a vuestra tenaz voluntad de hacer progresar la fraternidad entre los pueblos, ayer replegados sobre sí mismos, más aún, hostiles los unos a los otros; a vuestra preocupación por tener presentes los intereses comunes, los valores a promover y a defender juntos; a vuestro compromiso por crear una cooperación efectiva y estable en el respeto de los derechos y de las libertades? Esta solidaridad es un ideal que la Iglesia aprecia vivamente; la Iglesia impulsa su realización en las diferentes regiones del orbe y se interesa en particular por el caso presente, puesto que afecta a poblaciones próximas a la Santa Sede, naciones cuyo pasado cristiano, esplendor cultural y actuales posibilidades de influencia, son notables.

3. El ámbito económico se prestaba en primer lugar a un proyecto comunitario y representaba ya —representa siempre— una tarea difícil, si tenemos en cuenta los diferentes niveles de vida y los intereses inmediatos, con frecuencia opuestos. La concertación de instancias políticas y económicas para hacer frente a problemas sociales como el del paro, representa también una tarea importante y urgente. Uno piensa, igualmente, en los intercambios culturales y artísticos, científicos y tecnológicos, que se intensifican cada vez más. Se registra al mismo tiempo un progreso en la búsqueda de instrumentos jurídicos comunes: en ello trabaja el parlamento Europeo. Por su parte, paralelamente a la Comunidad, el Consejo de Europa representa otra forma de colaboración.

Pero vuestra perspectiva se alarga hasta en el plano propiamente político. Tenéis en proyecto una Federación Europea que forme en cierto modo los Estados-Unidos de Europa, con un determinado Gobierno que sea responsable ante el Parlamento, mucho más allá del actual Consejo de Ministros y de la Comisión. Como ya os decía Pablo VI, no corresponde a la Santa Sede determinar las deseables modalidades políticas de la cooperación europea que es necesaria. Corresponde a los hombres políticos, a los expertos, encontrar, proponer democráticamente a sus conciudadanos y hacer ratificar por medio de los responsables, las soluciones concretas y graduales de este enorme y complejo problema. El movimiento parece irreversible y puede resultar benéfico. Pero, en cada etapa, debe tener en cuenta las mentalidades y posibilidades reales. Europa está compuesta de naciones con un pasado prestigioso, y de culturas que tienen cada una su originalidad y su valor. Se debe intentar siempre salvaguardarlas, sin una nivelación empobrecedora. Asimismo, deben garantizarse los niveles de responsabilidad, los derechos de las personas y de las sociedades, incluidas las minorías, que habrán de armonizarse con el bien común del conjunto de los países de la región, superando los intereses particulares y las rivalidades locales. Este bien común es ciertamente una condición de progreso y de fuerza y, en cierto modo, de supervivencia; el progreso debe ser un desarrollo plenamente humano desde todos los puntos de vista. Ello reclama sabiduría, prudencia y maduración, pero también tenacidad y espíritu de apertura.

4. La unión debe poner de manifiesto una apertura, no solamente entre los actuales asociados, sino también hacia horizontes que les sobrepasan: hacia el conjunto de los países europeos, cuyas riquezas culturales e intereses humanos profundos son complementarios, por encima de las hendiduras actuales, y hacia los demás continentes. Vuestro Movimiento mismo parece contemplar la participación de todos los países europeos que aceptasen entrar de manera democrática en una Federación.

Como dije en Bruselas a las Comunidades Europeas, “las fronteras de los Tratados no deberían poner límites a la apertura de los hombres y de los pueblos; los europeos no pueden resignarse a la división. de su continente”. Los países que, por diferentes motivos, no participan en sus Instituciones, no pueden ser separados de un deseo fundamental de unidad; no puede ser ignorada su contribución específica al patrimonio europeo” (20 de mayo de 1985, n. 5: L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 30 de junio de 1985, pág. 8).

Las reuniones que siguen celebrándose en la línea del Acta Final de la Conferencia de Helsinki sobre la Seguridad y la Cooperación en Europa representan, entre otras cosas, un intento de diálogo, de intercambios y de solidaridad por encima de las fronteras, que no deberían permanecer herméticamente cerradas. Se trata de un jalón apreciable que queda por profundizar y hacer más eficaz.

Por otra parte, los europeos tienen el deber de interesarse por las demás regiones del mundo, no solamente por aquellas que compiten con ellos en el plano de las riquezas materiales y del progreso técnico, sino también por todas las que luchan laboriosamente por asegurar su desarrollo, más aún, su supervivencia. Constituye un honor para la Comunidad Europea establecer con los países llamados del Sur, lazos de solidaridad auténtica y respetuosa de sus responsabilidades, tradiciones y valores. ¿Cómo no insistir sobre esta llamada en el vigésimo aniversario de la Encíclica Populorum progressio?

5. Finalmente, y sobre todo, la Santa Sede no puede dejar de impulsar la concertación de los países europeos en el plano cultural y moral.

¡Cuán saludable es fomentar la escucha mutua, la comprensión, la estima recíproca entre las culturas ricas y diversas que marcan vuestros países, trabajar por un reencuentro de las culturas nacionales de todo el continente, que formarla el “humus” indispensable para una unión más profunda de Europa! Pero hay una urgencia no menos grande: la de favorecer un consenso constructivo sobre los valores éticos que orienten la sociedad. ¿Quién no ve que el hombre sufre una sacudida moral y espiritual en esta Europa que ha marcado a los demás continentes con sus conquistas y sus concepciones de la civilización? Ahora bien, Europa no puede renegar de sus raíces cristianas; está invitada a redescubrirlas, a vivirlas y a dar testimonio de ellas. Es el mejor servicio que puede prestar a la humanidad. Ella encontrará allí lo que ha forjado su identidad, lo que ha marcado la mayor parte de su historia, lo que caracteriza aún su cultura por encima de las contestaciones. Porque importa mucho fundar y promover en los comportamientos y en las instituciones el sentido de la vida humana, el respeto de la vida en todas las etapas de la existencia, la importancia de las relaciones familiares en una unión estable y generosa, el respeto de los derechos fundamentales de la persona, el sentido de las libertades fundamentales, incluida la libertad de conciencia y de práctica religiosa, la acogida a los trabajadores y a los inmigrados, la posibilidad de superar los repliegues egoístas, el espíritu de conciliación y de colaboración, la búsqueda de una justicia auténtica, inseparable de la caridad, las bases de una civilización del amor, la aceptación de un fin trascendente que dé sentido a la vida y a la muerte.

Testigo, tras el Apóstol Pedro y con todos mis hermanos cristianos, de estos valores humanos y evangélicos, deseo que ellos inspiren a las nuevas generaciones para su mayor bien. Yo os animo vivamente, en este espíritu, a preparar una Europa más unida, más fraternal y más humana. Es una obra apasionante y de larga duración. Pido a Dios que haga fructíferos vuestros serios y loables esfuerzos, y que bendiga vuestras personas, familias y naciones.


*L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, n. 39, p.21.



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