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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL EMBAJADOR DE SIRIA ANTE LA SANTA SEDE
*

Sábado 1 de abril de 1989

 

1. Tengo el gozo de recibir a Su Excelencia, en el umbral de su misión como Representante acreditado ante la Santa Sede, de las autoridades y del entero pueblo sirio: pueblo del que evoco complacido, como usted mismo ha destacado, una historia varias veces milenaria y unas ricas tradiciones culturales y espirituales.

Tenga usted la gentileza de transmitir a Su Excelencia el Señor Presidente Hafez Al-Assad, que le ha designado para la alta misión que hoy inaugura, mi gratitud por el mensaje del que usted es portavoz. Respondiendo a sus deferentes saludos, yo mismo formulo los mejores deseos para su persona y para la Nación siria que él ha de guiar y servir en un contexto regional particularmente preocupante en el momento presente.

Su noble País, situado en la encrucijada de tres continentes, ha sido por mucho tiempo un lugar de encuentro de las civilizaciones babilónica, egipcia y griega. La historia no le ha ahorrado tormentas, hasta la independencia conquistada en el año 1946, que abrió para la República Árabe Siria un período más estable en el ejercicio de su soberanía.

En la línea de sus distinguidos predecesores, ha expresado usted, Señor Embajador, el deseo de ver consolidadas las relaciones amistosas entre Siria y la Sede Apostólica. Estas palabras, que aprecio, fortalecen mi esperanza de ver comenzado el diálogo que la Santa Sede desea favorecer entre aquellos que pueden contribuir a la paz en el Próximo Oriente. Le felicito por querer ejercer su misión con tal espíritu. Por mi parte, le puedo asegurar que mis colaboradores le acogerán tanto cuanto usted lo juzgue necesario y siempre con afecto e interés.

2. Las relaciones diplomáticas que la Santa Sede mantiene con numerosos países muy diversos por su cultura o su papel en la escena internacional tienen un carácter específico, como usted sabe. Su inspiración principal consiste en la promoción de los ideales fundamentales que protegen y valoran a la persona humana asegurando el respeto de su dignidad, buscando contra viento y marea promover una civilización de tolerancia, de ayuda mutua y de amor fraterno. Maestra de verdad, la historia nos muestra que los enfrentamientos violentos no pueden traer las soluciones esperadas a los problemas de los grupos humanos. Son intentos realmente ilusorios que engendran ruina y gravan pesadamente la herencia de las generaciones siguientes.

3. Las pruebas por las que su País ha pasado han de ayudarle a comprender los sufrimientos que afectan a las poblaciones del Próximo Oriente, presa de conflictos destructores y mortíferos desde hace tiempo. ¿Es acaso posible ofrecer a esta región del mundo, en la que la diversidad de pueblos y religiones es imborrable, dado su enraizamiento histórico, este rostro original de convivencia que por mucho tiempo fue ejemplar? Tal deseo no puede mantenerse sino desde una posición del espíritu. Dentro de la única familia humana, las naciones tienen el derecho de preservar, con toda libertad e independencia, su fisonomía, fuente de riqueza para todos, mediante la diversidad de lenguas, costumbres, culturas, tradiciones espirituales. Esperamos que el espíritu de respeto y de ayuda mutua se imponga: en último análisis, de ello depende el bien da la entera Humanidad.

4. En el curso de su misión, Señor Embajador, sus diversos contactos le darán ocasión de reconocer, sin lugar a dudas mejor que en otro lugar, la aspiración de los diversos pueblos de la Tierra a una ética común que tenga por eje la promoción y defensa de los Derechos Humanos. El carácter abierto y desinteresado de las relaciones que aquí se establecen permite percibir la profundidad de esta aspiración: finalmente, se trata simplemente de permitir al hombre manifestarse en toda la belleza de su condición humana. Se trata de respetar una sabiduría de la que las religiones monoteístas coinciden en reconocer el enraizamiento en la voluntad de Dios Creador, presente en la historia del hombre. La dignidad de la persona humana, los valores morales de justicia, libertad, verdad, solidaridad y paz, particularmente preciosos a los ojos de los creyentes, pero defendidos también por todos los hombres de buena voluntad, son con demasiada frecuencia negados en las vicisitudes que nuestro mundo conoce. Evidentemente, la Santa Sede comparte con los países que han deseado entablar relaciones diplomáticas con ella, el deseo de hacer frente, con decisión, a los desafíos de nuestro tiempo y de darles solución mediante el estudio de todas las posibilidades para llevar a todas las naciones, grandes o más modestas, los beneficios de una convivencia fundada sobre estos valores humanos esenciales.

Finalizando esta entrevista, deseo, Excelencia, expresar nuevamente mi ardiente deseo de ver progresar en el Próximo Oriente la paz, una paz que permite a pueblos cuyas herencias tendrían que aproximar, recuperar su independencia, su tranquilidad y su prosperidad.

Señor Embajador, deseo que su misión sea fructuosa, en el espíritu que usted mismo ha insistido en precisar. Espero que tenga la satisfacción de desempeñar una tarea útil y positiva, y que sus contactos con la Sede Apostólica, así como con el conjunto del Cuerpo Diplomático, le aporten el enriquecimiento de una experiencia de carácter cultural, moral y espiritual. Invoco sobre su persona y sobre su Nación las abundantes gracias del Señor omnipotente y misericordioso.


*L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, n. 23, p.6.



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