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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS OBISPOS DE COLOMBIA
EN VISITA «AD LIMINA APOSTOLORUM»


Viernes 15 de diciembre de 1989

 

Queridos Hermanos en el Episcopado:

1. Es para mí motivo de alegría y de acción de gracias al Señor poder estar hoy con vosotros, compartiendo más de cerca vuestras alegrías y vuestras preocupaciones, siempre presentes en mi mente, en mi corazón y en mi plegaria, ya que es misión del Sucesor de Pedro la sollicitudo omnium Ecclesiarum.

Soy consciente de la situación actual de vuestras Iglesias y de la querida nación colombiana. Juntamente con todos y cada uno de vosotros percibo la gravedad de los problemas que la afectan y que inciden de modo preocupante en la vida social y religiosa de vuestro pueblo. Por esto, en nuestro encuentro de hoy, y como conclusión de la visita ad Limina, quisiera alentaros en vuestra firme esperanza, dirigiéndoos unas palabras que os puedan servir de apoyo para continuar con nuevo impulso vuestra acción pastoral, en las circunscripciones eclesiásticas del norte de Colombia.

2. La tarea que tenéis por delante requiere, sin duda, junto con la sabiduría –don del Espíritu– la paciencia, la fortaleza y la valentía; virtudes que el Señor Jesús no deja de conceder a quien insistente y humildemente se las pide, para servir mejor a Dios y a todos los hombres. Por tanto, ante las dificultades y contradicciones del momento presente, depositemos toda la confianza en Aquel que venció con su muerte en la Cruz. Lo que casi todos consideraban un fracaso (cf. Lc 24, 20-21) fue una victoria. Por eso el Señor había anunciado: “os he dicho estas cosas para que tengáis paz en mí. En el mundo tendréis tribulación. Pero ¡ánimo!: yo he vencido al mundo” (Jn 16, 33).

En las palabras que en nombre de todos acaba de pronunciar Mons. Héctor Rueda Hernández, Arzobispo de Bucaramanga, ha indicado certeramente que el laicado constituye uno de los grandes motivos de esperanza para el presente y el futuro de la vida de la Iglesia en vuestra nación. En efecto, la presencia activa y el testimonio cristiano de los fieles laicos es una gran fuerza para transformar la vida de los individuos y de la sociedad, de modo que sean más conformes al designio de Dios Padre. En las circunstancias actuales, tenéis una particular conciencia de lo importante que es, según el Concilio Vaticano II, la participación de los fieles laicos en hacer presente y operante la Iglesia, como sal de la tierra, en los ambientes en los que ellos desarrollan su vida profesional y social (cf. Lumen gentium, 33).

A este respecto, hemos de tomar en consideración también las dificultades que los mismos fieles laicos pueden encontrar en su ambiente familiar, social, profesional y cultural. Vivir la fe cristiana con sus ineludibles exigencias puede resultar arduo e incluso heroico en determinadas situaciones. Con mayor razón, por tanto, lo será el decidido testimonio de esta fe. “Vosotros –nos amonesta el Señor– sois la sal de la tierra. Mas si la sal se desvirtúa, ¿con qué se la salará?” (Mt 5, 13). Por ello habrá de ponerse especial empeño en que no se desvirtúe la sal del testimonio cristiano, ¡que no se corrompa!

Consiguientemente, es necesario poner en movimiento aquellos resortes que den eficacia a la acción apostólica de los fieles laicos y que los preserve y sostenga en el buen espíritu evangélico. De aquí la conveniencia de insistir en la santidad de vida, y la santidad de la familia.

3. Como he recordado recientemente en la Exhortación Apostólica “Christifideles Laici”, siguiendo la llamada hecha por el Concilio Vaticano II, «es urgente, hoy más que nunca, que todos los cristianos vuelvan a emprender el camino de la renovación evangélica, acogiendo generosamente la invitación del apóstol a ser “santos en toda la conducta” (1P 1, 15)» (Christifideles Laici, 16). Los Pastores, por tanto, hemos de estar firmemente convencidos de que sólo desde la santidad es posible llegar a la renovación; sólo en la santidad el cristiano descubre su gran dignidad y realiza el ideal que da sentido a su vida. Sólo los santos han sido capaces de transformar el odio en amor, la injusticia en justicia, la división en unidad, porque su fuerza y su confianza estaban en Aquel que ha vencido al mundo (cf Jn 16, 33).

Nuestro anhelo por transformar según Cristo las realidades de esta tierra, haciendo que en ellas se refleje la justicia, el amor y la paz, nos lleva a esperar mucho de los fieles laicos. Sin embargo, no podemos mirar exclusivamente a lo que ellos pueden hacer, sino también a lo que ellos deben ser. De aquí la necesidad de poner a su alcance los medios para llegar a la madurez de la vida cristiana, como señala la mencionada Exhortación Apostólica: “La vida según el Espíritu, cuyo fruto es la santificación (cf. Rm 6, 22; Ga 5, 22), suscita y exige de todos y de cada uno de los bautizados el seguimiento y la imitación de Jesucristo, en la recepción de sus Bienaventuranzas, en el escuchar y meditar la Palabra de Dios, en la participación consciente y activa en la vida litúrgica y sacramental de la Iglesia, en la oración individual, familiar, comunitaria...” (Christifideles Laici, 16).

En este contexto, permitidme que insista una vez más en la importancia de la oración. Se trata de una dimensión fundamental del ser cristiano en general y del fiel laico en particular. Hacer de un hombre o de una mujer un cristiano, es hacer de ellos hombres y mujeres de oración: hombres y mujeres que sepan tratar a Dios como Padre y sean, por tanto, plenamente conscientes de la realidad de su filiación divina.

Y junto con la oración, la unidad de vida. En efecto, cuando el fiel laico integra la oración en su vida cotidiana, pasa a descubrir ulteriormente la importancia de esa otra dimensión fundamental del ser cristiano: la encarnación de la fe en la propia vida. “Los fieles laicos han de ser formados –se lee en la “Christifideles Laici”– para vivir aquella unidad con la que está marcado su mismo ser de miembros de la Iglesia y de ciudadanos de la sociedad humana. En su existencia no puede haber dos vidas paralelas: por una parte la denominada vida “ espiritual ”, con sus valores y sus exigencias, y por otra parte la nominada vida “ secular ”, es decir, la vida de familia, del trabajo, de las relaciones sociales, del compromiso político y de la cultura” (Christifideles Laici, 59). La raíz dinámica de esa unidad es la caridad, que lleva a relacionar todo comportamiento con el amor a Dios y a los hermanos.

4. También la familia tiene una particular importancia en orden a la santidad y como fundamento de toda la estructura social. En efecto, en ella convergen muchas de las cuestiones cruciales de la vida de una nación; entre otras, la formación y educación de la juventud, la estabilidad del orden moral, la continuidad de las tradiciones y el mismo progreso del hombre en cuanto tal.

En el ámbito de la nueva evangelización la familia ha de ser una escuela de virtudes, cimentada en la santidad misma del matrimonio, y que se proyecte en todas las dimensiones de la comunidad. Ella ha de ser siempre el ambiente natural en el cual el cristiano se forme, madure su fe, descubra su vocación y se santifique (cf. Gravissimum Educationis, 3; Christifideles Laici, 62).

La educación cristiana de la juventud en el seno de las familias juega un papel de primer orden para que surjan vocaciones a la vida sacerdotal y religiosa. En efecto, es normalmente necesaria una formación cristiana básica, que manifestándose en la vida de piedad y en la práctica constante de las virtudes, constituya el terreno apropiado para que la llamada divina al sacerdocio pueda ser acogida, germine y se desarrolle. En este sentido, el Concilio Vaticano II califica la familia como el primer seminario, del cual procede la máxima contribución para el incremento de las vocaciones sacerdotales (Cf. Optatam totius, 2).

Dios ha querido bendecir vuestras comunidades suscitando vocaciones al sacerdocio y a la vida religiosa para edificación de la Iglesia. Esto ha de ser motivo de acción de gracias al Señor por tantos dones recibidos y, al mismo tiempo, un estímulo para que, con espíritu de universalidad, sepáis compartir con las Iglesias más necesitadas. Así lo quise poner de relieve en mi Mensaje al III Congreso Misionero Latinoamericano, celebrado en Bogotá en 1987, bajo el lema: América Latina, llegó tu hora de ser evangelizadora, al decir que «América Latina está llamada a ser “el continente de la esperanza misionera ”... enviando, desde su pobreza, mensajeros que anuncien a todas las gentes el “ Evangelio, que es una fuerza de Dios para la salvación de todo el que cree”(Rm 1, 16)» (Mensaje al III Congreso Misionero Latinoamericano, n. 5, 6 de julio de 1987).

5. Junto con mi aliento para que continuéis fomentando el espíritu misionero en vuestras Iglesias particulares, deseo expresar mi vivo agradecimiento, en el Señor, a los misioneros y misioneras que, continuando la labor de siglos de evangelización, llegan hoy al corazón del pueblo por medio de la catequesis, los sacramentos, la piedad popular, la acción educativa y asistencial. Algunos de ellos han venido de otras naciones y han hecho de Colombia su propia patria, integrándose también en la pastoral diocesana. A este propósito, deseo exhortarles a dar siempre testimonio de comunión eclesial efectiva y afectiva con los Obispos. Esta es la unidad por la que Cristo oró intensamente al Padre antes de dar su vida: “que sean perfectamente uno, y el mundo conozca que tú me has enviado y que yo les he amado a ellos como tú me has amado a mí” (Jn 17, 23).

Un buen número de familias religiosas surgieron principalmente para la educación cristiana de los niños y jóvenes, sobre todo los más abandonados. En estos momentos en que es de particular importancia la atención pastoral a la juventud, los religiosos y religiosas han de seguir colaborando con fidelidad al Magisterio y en perfecta comunión jerárquica en la tarea catequética de las Iglesias locales. La catequesis es una actividad eclesial que nace de la fe y está al servicio de la fe al proclamar a Jesucristo. Por ello, explicar las verdades de nuestra fe implica un compromiso de vida con lo que se quiere transmitir, una relación personal e íntima con Dios, objeto de la fe profesada por la Iglesia.

De una intensa labor catequética surgirán, bajo la acción del Espíritu, movimientos apostólicos capaces de responder adecuadamente a las inquietudes e ideales de la juventud y del hombre de hoy. Con vuestro aliento y cuidado para que sean fieles a la fe de la Iglesia y dóciles a las orientaciones de sus Pastores, estas asociaciones seglares de apostolado pueden representar una nueva alborada en el anuncio de Cristo, Salvador y Redentor del hombre.

6. Deseo finalmente poner bajo el patrocinio de Nuestra Madre de Chiquinquirá a todos y cada uno del los hijos de la querida nación colombiana. Dentro de pocos días contemplaremos el misterio de la Encarnación del Hijo de Dios, que quiso habitar entre nosotros, y transcurrió sus años en esta tierra formando parte de una familia: la familia de Nazaret. Pidamos a la Patrona de Colombia que sea ella la Reina y Señora de todos los hogares colombianos, haciendo de cada uno de ellos un hogar como el de Nazaret: un rincón de paz, concordia y felicidad; un lugar en el cual todos y todo se ponga generosamente al servicio del plan redentor de Dios.

Transmitid a todos los sacerdotes y diáconos, a los religiosos y religiosas, a todas las familias y a todos los fieles la gran esperanza que el Papa y la Iglesia entera tienen depositada en ellos. Proponedles nuevamente el ideal de la santidad de modo que oriente sus vidas; ¡que lo vean como algo por lo que vale la pena esforzarse! Entre todos orientad vuestros mejores esfuerzos hacia una pastoral familiar que favorezca un mayor reconocimiento de la dignidad de la persona, en la justicia y la paz, con la esperanza de un futuro mejor para todos.

Que os acompañe siempre mi Bendición Apostólica.



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