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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS MIEMBROS DEL CUERPO DIPLOMÁTICO
ACREDITADO ANTE LA SANTA SEDE* 


Sábado 9 de enero de 1989

 

Excelencias,
Señoras,
Señores:

1. Vuestro Decano, el Señor Embajador Joseph Amichia, acaba de hacerse intérprete de los diferentes votos que habéis querido formular respecto a mí, así como de los sentimientos que os inspiran los aspectos más sobresalientes de la misión de la Santa Sede en el mundo. Os lo agradezco vivamente. Al mismo tiempo, deseo expresar mi gratitud hacia todos vosotros, que habéis deseado asociaros a su exposición.

También me alegra dar la bienvenida a los nuevos Embajadores acreditados y a sus colaboradores, incorporados durante el año pasado. Su experiencia resultará preciosa para todos nosotros, del mismo modo que esperamos que a su vez se enriquezcan con la percepción que la Santa Sede tiene de la vida internacional.

El encuentro de año nuevo con el Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa Sede supone para el Papa un momento privilegiado para la reflexión de algunos de los grandes problemas del mundo, que también a vosotros os preocupan.

Ciertamente, la mirada de la Iglesia a los desafíos de nuestro tiempo no siempre coincide con la de las naciones. Sin embargo, la experiencia multisecular y la constante referencia a los mismos valores y criterios éticos permiten a las visiones de la Santa Sede —situadas más allá de los intereses políticos, económicos o estratégicos— ofrecer un punto de referencia al observador imparcial y deseoso de ampliar los fundamentos de sus juicios. Por su parte, la Iglesia católica está convencida de que sirve a los hombres según el deseo de su Fundador cuando dispensa sin límite el tesoro de sabiduría y de doctrina que le ha sido confiado a fin de que cada generación posea la luz y la fuerza que necesita para guiar sus pasos.

Motivos de alegría y de esperanza 

2. La comunidad internacional tiene algunos motivos para alegrarse, como la consolidación de la distensión entre el Este y el Oeste o los avances registrados en el sector  del desarme, tanto a nivel bilateral entre la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas y los Estados Unidos de América en lo concerniente a las armas estratégicas, como a nivel multilateral a propósito de las armas químicas. A este respecto, la Santa Sede desea que la Conferencia que se celebra en París sobre la prohibición de las armas químicas, logre frutos duraderos.

La voluntad de tratar con determinación la cuestión de la reducción de las armas convencionales en Europa, puesta de manifiesto tanto por la OTAN como por el Pacto de Varsovia, hace pensar que pronto los negociadores de los países afectados recibirán el mandato debido a fin de definir una común aproximación y proponer medidas concretas y mecanismos efectivos de control, adecuados para liberar realmente a los pueblos europeos del miedo provocado por la presencia de armas ofensivas y la eventualidad de un ataque sorpresa.

En este contexto, la Santa Sede ha seguido con gran interés la reunión de la Conferencia sobre la Seguridad y la Cooperación en Europa, que se desarrolla en Viena, y desea que sus trabajos puedan concluir rápidamente en un documento final, sustancial y equilibrado, que tenga en cuenta al mismo tiempo los aspectos militares, económicos, sociales y humanitarios de la seguridad, sin los cuales el "viejo" continente no conoce. ría una paz duradera. Los derechos del hombre y la libertad religiosa han sido objeto de profundas discusiones en Viena, y deberían figurar en un buen lugar en el futuro documento de clausura de la reunión, que por ello revestirá una particular importancia. Los desbloqueos que se han podido registrar en estos últimos tiempos testimonian una toma de conciencia cada vez más viva de la urgencia que presenta su respeto y su efectivo ejercicio.

Deseamos, pues, Señoras y Señores, que los desarrollos alcanzados recientemente en la Unión Soviética y en otros países de la Europa Central y Oriental contribuyan a crear las condiciones propicias para un cambio de clima y una evolución de las legislaciones nacionales, a fin de pasar efectivamente del estado de la proclamación de principios, al de la garantía de los derechos y libertades fundamentales de todo hombre. Un proceso así debería conducir, en estos países, a la emergencia de una concepción de la libertad de religión entendida como un verdadero derecho civil y social.

Llevando la mirada fuera de Europa, quisiera evocar, asimismo, una región presa en las luchas nacionales y regionales de carácter endémico desde hace muchos años, en la que los pueblos aspiran ardientemente a una paz verdadera y durable: hablo de América Central. Hace ya más de un año que los Jefes de Estado de cinco países firmaron el Acuerdo de "Esquipulas II" para poner término a los sufrimientos de sus poblaciones. Los conceptos de democratización, pacificación y cooperación regional, que constituyen la base de este Acuerdo, deberían encontrar un eco mayor en los responsables políticos. Es necesario desear que todas las partes interesadas reemprendan con coraje el camino de un diálogo sincero y constructivo, que los compromisos previstos en este Acuerdo —como por ejemplo, las "comisiones nacionales de reconciliación"— sean efectivamente puestos en marcha y que así se favorezca la reinserción de todas las fuerzas políticas en la vida pública de estos países.

El año pasado ha contemplado, felizmente, el inicio de una reglamentación negociada de varios conflictos en otras regiones. En primer lugar, pienso en el tan esperado cese del fuego firmado entre Irán e Irak. Su decisión de entablar conversaciones bajo la supervisión de la Organización de las Naciones Unidas, es reconfortante en la medida en la que estas conversaciones animen el diálogo y afirmen la voluntad de paz de ambas partes.

A este propósito existe un aspecto que no quisiera silenciar: el regreso de los prisioneros de guerra a su patria. En este inicio del año, momento de encuentros familiares en todo el mundo, ¿cómo no pensar en todos aquellos que han pasado estos días de fiesta lejos de los suyos? ¿Cómo no desear que las autoridades de estos dos países, ayudadas por las Organizaciones internacionales competentes, puedan convenir modalidades de repatriamiento, acortando los sufrimientos de estos hombres y dando a numerosas familias la alegría de unos reencuentros tan esperados?

Más hacia el Este todavía, la retirada efectiva de las tropas extranjeras de Afganistán debiera ser el preludio de una honorable solución, que permitiera a cada parte interesada favorecer una nueva etapa en la reconstrucción y el desarrollo de este país.

Las iniciativas y los constantes esfuerzos de diversos países —en particular los de las naciones del Sudeste Asiático— permiten abrigar la esperanza de un arreglo global del problema de Camboya, cuya población vive dolorosas pruebas desde hace tantos años.

 También en esta misma región, recientes gestos de las autoridades vietnamitas —incluidos los de materia religiosa— hacen presagiar la disponibilidad de esta noble nación a reemprender un diálogo cada vez más fructuoso en el concierto de las naciones.

Debemos también formular votos para que el indispensable diálogo y la comprensión favorezcan la solución de un problema tan complejo como el coreano. A este respecto, merecen todo estímulo los esfuerzos de las autoridades concernidas.

Continúa siendo reconfortante el pensar que los conflictos que asolan a algunos países del África Austral pudieran finalizar pronto gracias al Protocolo de Brazzaville y al Acuerdo de Nueva York en vista del proceso de independencia de Namibia y de la pacificación de Angola. Los habitantes de estas regiones han sufrido demasiado cruelmente como para que su suerte deje indiferente a la comunidad internacional.

Finalmente, como último signo de "buena voluntad", quisiera mencionar el inmenso movimiento de solidaridad manifestado con motivo del trágico temblor de tierra acaecido en la Armenia Soviética en el pasado mes de diciembre. Es de desear que esta solidaridad, de la que los hombres saben hacer prueba en circunstancias tan dramáticas —por encima de las fronteras y de las separaciones políticas o ideológicas—, sea siempre la primera regla común de su actuar.

El frágil equilibrio internacional 

3. Sin embargo, los temas de preocupación no faltan, atenuando algo nuestra confianza. Estos últimos días, la tensión aparecida en el Mediterráneo ha mostrado, una vez más, la fragilidad del equilibrio internacional.

He tenido la oportunidad de expresar, en más de una ocasión, mi consternación frente al drama que vive el Líbano y de desear ver restablecida la unidad nacional de este país, en particular gracias a la reafirmación de su soberanía y, al menos, mediante la recuperación del normal funcionamiento de las instituciones del Estado. No sabríamos resignarnos a ver a este país privado de su unidad, de su integridad territorial, de su soberanía y de su independencia. Se trata de derechos fundamentales e incuestionables para toda nación. Todavía una vez más, con la misma convicción, ante este auditorio cualificado, invito a todos los países amigos del Líbano y de su pueblo, a que unan sus esfuerzos para ayudar a los libaneses a reconstruir, en la dignidad y libertad, la patria pacificada y radiante a la que aspiran.

En esta región atormentada del Próximo Oriente, nuevos elementos han aparecido recientemente en el horizonte de los destinos del pueblo palestino, que parecen favorecer la solución preconizada desde hace tiempo por la Organización de las Naciones Unidas: el derecho de los pueblos palestino e israelí a una patria. Igualmente quiero expresar aquí el deseo de que la Ciudad Santa de Jerusalén, reivindicada por cada uno de estos dos pueblos como símbolo de su identidad, pueda convertirse un día en un lugar de paz y en un hogar para ambos. Esta ciudad, única entre todas, que evoca a los descendientes de Abraham la salvación ofrecida por el Dios poderoso y misericordioso. debería convertirse en fuente de inspiración para un diálogo fraternal y perseverante entre judíos, cristianos y musulmanes. basado en el respeto de las particularidades y los derechos de cada uno.

 Tampoco podemos olvidar a otros hermanos nuestros que, en otras regiones del mundo, se sienten amenazados en su existencia o en su identidad. Las dificultades a las que se enfrentan, con frecuencia son complejas y tienen un origen lejano. La Santa Sede, que no tiene competencia técnica para la solución de estos graves problemas, de todas formas considera que debe subrayar ante este auditorio que ningún principio, ninguna tradición, ninguna reivindicación —sea cual fuere su legitimidad— autoriza a infligir a las poblaciones —con mayor motivo cuando están compuestas por civiles inocentes y vulnerables— acciones represivas o tratamientos inhumanos. ¡En ello nos jugamos el honor de la humanidad! En este contexto, deseo evocar el grave problema de las minorías, tema del reciente Mensaje para la celebración de la Jornada mundial de la Paz 1989: no sólo las personas tienen derechos: igualmente los pueblos y los grupos humanos; existe "un derecho a la identidad colectiva" (Mensaje, n. 3).

Los derechos inviolables de la persona 

4. ¿Cómo podríamos resolver tantas situaciones de desamparo, cuando ya el pasado 10 de diciembre celebramos el cuadragésimo aniversario de la proclamación, por la Asamblea General de las Naciones Unidas, de la Declaración universal de los Derechos del Hombre?

Este texto, que se presenta como "el ideal común a seguir por todos los pueblos y todas las naciones" (Preámbulo), ha ayudado a la humanidad a tomar conciencia de su comunidad de destino y del patrimonio de valores que pertenecen a toda la familia humana. En la medida en que se ha querido que esta Declaración fuera "universal", concierne a todos los hombres, en cualquier lugar. A pesar de las reticencias, reconocidas o no, de algunos Estados, el texto de 1948 ha puesto de relieve un conjunto de nociones —impregnadas de tradición cristiana (pienso en particular en la noción de dignidad de la persona)— que se han impuesto como sistema universal de valores.

Superando los excesos de los que la persona humana había sido víctima durante los regímenes totalitarios, la Declaración de París quiso "proteger" al hombre, sea quien fuere y dondequiera que se encontrara. Apareció como esencial, con el fin de evitar la repetición de los horrores que todos tenemos en la memoria, que la esfera inviolable de las libertades y de las facultades propias de la persona humana quedaran al reparo de eventuales coacciones físicas o psíquicas, que el poder político estuviera tentado de imponer. De la misma naturaleza humana dimana el respeto de la vida. de la integridad física, de la conciencia, del pensamiento, de la fe religiosa, de la libertad personal de todo ciudadano; estos elementos esenciales en la existencia de cada uno no son objeto de una "concesión" del Estado, que "reconoce" solamente estas realidades anteriores a su propio sistema jurídico y que tiene la obligación de garantizar su disfrute.

La interdependencia del hombre y la naturaleza 

Estos derechos pertenecen a la persona, necesariamente inserta en una comunidad, pues el hombre es social por naturaleza. Por lo tanto, la inviolable esfera de las libertades debe incluir aquellas que son indispensables para la vida de las células de base, como la familia y las comunidades de creyentes, pues es en su seno donde se expresa esta dimensión social del hombre. Corresponde al Estado asegurarles el reconocimiento jurídico adecuado.

5. A partir de estas libertades y derechos fundamentales, se desarrollan, como en circulas concéntricos, los derechos del hombre como ciudadano, como miembro de la sociedad y, más ampliamente, como parte integrante de un medio ambiente que debe ser humanizado. En primer término, los derechos civiles garantizan a la persona sus libertades individuales y obligan al Estado a no inmiscuirse en el terreno de la conciencia individual. Luego, los derechos políticos facilitan al ciudadano su participación activa en los asuntos públicos de su propio país.

No cabe ninguna duda de que entre los derechos fundamentales y los derechos civiles y políticos existe una interacción y un mutuo condicionamiento. Cuando los derechos del ciudadano no se respetan, es casi siempre en detrimento de los derechos fundamentales del hombre La separación de los poderes en el Estado y el control democrático son condiciones indispensables para su efectivo respeto. La fecundidad implicada en la noción de derecho del hombre también se manifiesta en el desarrollo y la formulación cada vez más precisa de los derechos sociales y culturales. A su vez, éstos son mejor garantizados cuando su aplicación está sometida a una verificación imparcial. Un Estado no puede privar a sus ciudadanos de sus derechos civiles y políticos, ni siquiera bajo el pretexto de querer asegurar su progreso económico o social.  

También se comienza a hablar del derecho al desarrollo y al medio ambiente: con frecuencia se trata, en esta "tercera generación" de los derechos del hombre, de exigencias todavía difíciles de traducir en términos jurídicos, violentados durante tanto tiempo, que ninguna instancia es capaz de garantizar su aplicación. De todos modos, ello muestra la creciente conciencia que la humanidad tiene de su interdependencia de la naturaleza, cuyas fuentes, creadas para todos pero limitadas, deben ser protegidas, en particular mediante una estrecha cooperación internacional.

Así, a pesar de todas las lamentables deficiencias, se ha operado una evolución que favorece la eliminación de toda arbitrariedad en las relaciones entre el individuo y el Estado. A este propósito, la Declaración de 1948 representa una referencia que se impone, pues llama sin equívocos a todas las naciones a organizar la relación de la persona y de la sociedad con el Estado sobre la base de los derechos fundamentales del hombre.

La noción de "Estado de derecho" aparece así como un requisito implícito de la Declaración universal de los Derechos del Hombre y recoge la doctrina católica, según la cual la función del Estado es permitir y facilitar a los hombres la realización de los fines trascendentales para los que han sido destinados.

La libertad religiosa 

6. Entre las libertades fundamentales que corresponde defender a la Iglesia en primer lugar, naturalmente se encuentra la libertad religiosa. El derecho a la libertad de religión está tan estrechamente ligado a los demás derechos fundamentales, que se puede sostener con justicia que el respeto de la libertad religiosa es como un "test" de la observancia de los otros derechos fundamentales.

La cuestión religiosa conlleva, en efecto, dos dimensiones específicas que señalan su originalidad en relación con otras actividades del espíritu, en especial las referentes a la conciencia, el pensamiento o la convicción. Por una parte, la fe reconoce la existencia de la Trascendencia, que es la que da sentido a toda la existencia y funda los valores que posteriormente orientan los comportamientos. De otro lado, el compromiso religioso implica la inserción de las personas en una comunidad. La libertad religiosa va pareja a la libertad de la comunidad de fieles a vivir según las enseñanzas de su Fundador.

El Estado no tiene que pronunciarse en materia de fe religiosa y no puede sustituir a las diversas Confesiones en lo concerniente a la organización de la vida religiosa. El respeto por el Estado del derecho a la libertad de religión es el signo del respeto de los demás derechos humanos fundamentales, puesto que aquella representa el reconocimiento implícito de la existencia de un orden que sobrepasa la dimensión política de la existencia, un orden que revela la esfera de la libre adhesión a una comunidad de salvación anterior al Estado. Incluso si, por razones históricas, un Estado dispensa una especial protección a una religión, por otra parte tiene la obligación de garantizar a las minorías religiosas las libertades personales y comunitarias que emanan del común derecho a la libertad religiosa en la sociedad civil.

Sin embargo, no siempre es así. De más de un país siguen llegando llamadas de creyentes —en especial de católicos— que se sienten molestados a causa de sus aspiraciones religiosas o de la práctica de su fe. En efecto, no es raro que subsistan legislaciones o disposiciones administrativas que ocultan el derecho a la libertad religiosa o que prevén tales limitaciones que terminan por reducir a la nada las tranquilizadoras declaraciones de principio.

En la presente circunstancia, una vez más hago una llamada a la conciencia de los responsables de las naciones: ¡No hay paz sin libertad! ¡No hay paz sin que el hombre encuentre en Dios la armonía consigo mismo y con sus semejantes! ¡No temáis a los creyentes! Lo afirmaba el año pasado con motivo de la Jornada mundial de la Paz: "La fe acerca y une a los hombres, los hermana, los hace más solícitas, más responsables, más generosos en la dedicación al bien común" (Mensaje para la celebración de la Jornada mundial de la Paz 1988, n. 3).

Dimensión trascendente de la persona humana

7. Con justicia se ha puesto de relieve que la Declaración de 1948 no presenta los fundamentos antropológicos y éticos de los derechos del hombre que proclama. Hoy aparece claro que tal empresa resultaba prematura en aquel momento. Es a las diferentes familias de pensamiento —en particular a las comunidades creyentes— a las que incumbe la tarea de poner las bases morales del edificio jurídico de los derechos del hombre.

 En este campo, la Iglesia católica —y tal vez otras familias espirituales— tiene una contribución irreemplazable que aportar, pues proclama que en la dimensión trascendente de la persona se sitúa la fuente de su dignidad y de sus derechos inviolables. Nada fuera de ello. Al educar las conciencias, la Iglesia forma ciudadanos comprometidos con la promoción de los más nobles valores. Aunque la noción de "derecho del hombre", con su doble requerimiento de la autonomía de la persona y del Estado de derecho, sea en cierta medida inherente a la civilización occidental marcada por el cristianismo, el valor sobre el que reposa esta noción, es decir, la dignidad de la persona, es una verdad universal destinada a ser recibida de forma cada vez más explícita en todas las áreas culturales.

Por su parte, la Iglesia está convencida de servir a la causa de los derechos del hombre cuando, fiel a su fe y a su misión, proclama que la dignidad de la persona se fundamenta en su cualidad de criatura hecha a imagen y semejanza de Dios. Cuando nuestros contemporáneos buscan una base sobre la que apoyar los derechos del hombre, deberían encontrar en la fe de los creyentes y en su sentido moral, los fundamentos transcendentes indispensables para que estos derechos permanecieran al abrigo de todas las tentativas de manipulación por parte de los poderes humanos.

Vemos que los derechos del hombre, más que normas jurídicas, son ante todo valores. Estos valores deben ser cuidados y cultivados en la sociedad, de lo contrario corren el riesgo de desaparecer de las leyes. También la dignidad de la persona debe estar protegida en las costumbres antes de serlo en el derecho. No puedo dejar de hablar aquí de la inquietud que suscita el mal uso que ciertas sociedades hacen de la libertad, referente a este aspecto, libertad tan ardientemente deseada por otras sociedades.

 Cuando la libertad de expresión y de creación no está orientada hacia la búsqueda de lo bello, de lo verdadero y del bien, sino que se complace, por ejemplo, en la producción de espectáculos de violencia, de malos tratos o de terror, estos abusos repetidos con frecuencia hacen precarias las prohibiciones de tratos inhumanos o degradantes sancionados por la Declaración universal de los Derechos del Hombre y no presagian un futuro al abrigo de una vuelta a los excesos que este solemne documento ha condenado oportunamente.

Lo mismo ocurre cuando la fe y los sentimientos religiosos de los creyentes pueden ser puestos en ridículo en nombre de la libertad de expresión o de fines propagandísticos. La intolerancia corre el riesgo de reaparecer bajo otras formas. El respeto de la libertad religiosa es un criterio no sólo de la coherencia de un sistema jurídico, sino también de la madurez de una sociedad libre.

El mensaje siempre nuevo de la Iglesia  

8. Excelencias, Señoras y Señores: Para acabar, no puedo sino invitados a unir vuestros esfuerzos cotidianos a los de la Santa Sede para recoger el gran desafío de este fin de siglo: ¡Devolver al hombre las razones de vivir!

La Iglesia, en lo que a ella respecta, no cesa de ser optimista, pues está segura de poseer un mensaje siempre nuevo, recibido de su Fundador, Jesucristo, que es la misma Vida y que ha venido a nosotros, como recientemente nos lo recordaba la celebración de la Navidad, para que todos los hombres "tengan vida y la tengan en abundancia" (Jn 10, 10). La Iglesia no deja de invitar a todos los que desean encontrar a este Dios que se ha hecho "prójimo" de cada uno de nosotros y que nos propone colaborar, en nuestro sitio y con nuestros talentos, en la construcción de un mundo mejor: una tierra en la que los hombres vivan en la amistad con Dios, que es quien libera y da la felicidad.

A Él confío en la oración los fervientes votos que formulo por todos vosotros, implorando sobre vuestras personas, vuestras familias, vuestra noble misión y vuestros países la abundancia de las bendiciones del Altísimo.


*L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, n.4 pp.1, 23, 24.



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