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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL EMBAJADOR DE LA REPÚBLICA DE CABO VERDE
ANTE LA SANTA SEDE
*

Viernes 17 de marzo de 1989

 

Señor Embajador:

1. Sea bienvenido al Vaticano, para este acto, en el que tengo la satisfacción de recibir a Vuestra Excelencia, para la presentación de las Cartas que lo acreditan como Embajador Extraordinario y Plenipotenciario de la República de Cabo Verde ante la Santa Sede. Aprecio vivamente las palabras con las que ha querido transmitirme los nobles sentimientos del querido pueblo caboverdiano y, en particular, el deferente saludo y los mejores votos que me ha presentado de parte de Su Excelencia el Presidente de 1a República, Sr. Arístides Pereira. Al agradecer la afirmación de esos sentimientos de los que se hace intérprete, especialmente de los del Señor Presidente de su País, quiero asegurar a Vuestra Excelencia la consideración y benevolencia con las que aquí será siempre acogido, en el ejercicio de la alta misión que le ha sido confiada; y apreciando las nobles disposiciones que manifiesta al asumirla, en consonancia con las tradiciones del pueblo de Cabo Verde, hago votos de que ellas se concreten en la intensificación de las buenas relaciones ya existentes, en un contexto de respeto, diálogo y libertad religiosa.

2. No deja de merecerme la mayor atención la referencia que usted ha hecho a la proclamación constante por parte de esta Sede Apostólica, de la dignidad y libertad de toda la persona humana y de los derechos que de ellas derivan, así como las alusiones a los esfuerzos de promoción del espíritu de tolerancia y de reconciliación entre los pueblos, para construir un mundo más justo y fraternal. Se ha referido Vuestra Excelencia igualmente al empeño con que su País procura caminar en la dirección de estas metas ideales, que se presentan ante la entera familia humana con carácter ético. Su presencia aquí es testimonio de la estima y la aspiración que nutren el pueblo de Cabo Verde, en su gran mayoría católico, respecto a esos valores de orden humano, moral y espiritual y su anhelo por una sociedad que se consolide sobre los mismos.

3. Se verifica en el mundo de hoy, felizmente, una progresiva toma de conciencia de la dignidad de todo el ser humano. Cada persona, de hecho, por encima de las características étnicas, culturales y socio-económicas en que se sitúa, tiene en sí una dimensión trascendente, que sobrepasa los parámetros de sistemas e ideologías, y la coloca en el grado más alto y noble de la Creación y por encima de todas las obras humanas. El hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios, merecedor del máximo respeto que debe ser expresado en normas generales y actitudes consecuentes.

Una sociedad que se organiza para progresar, con la participación y elevación de los propios ciudadanos, no puede dejar de reflejar en sus instituciones e inscribir en sus programas y servicios la verdad genuina de la dignidad inviolable del mismo hombre y la salvaguardia de los derechos de ella emanados en igual grado para todos. Así queda asegurado lo que es fundamental e imprescindible para que todo hombre pueda reconocer, asumir y realizar su valor y grandeza; se propicia la instauración y revigorización de las relaciones sociales justas y sanas, artífices de bienestar, de paz y de progreso; y se ofrece terreno firme, sobre el que edificar el deseado desarrollo integral del hombre.

4. Ha aludido asimismo Vuestra Excelencia a los desafíos a los que su joven Nación ha de enfrentarse, y a los esfuerzos que se le exigen para alcanzar mejores condiciones de vida para todos los ciudadanos. Un desarrollo auténtico del hombre y de la sociedad es obra de paciente dedicación; y requiere necesariamente, en las etapas y niveles que comporta, la participación cada vez más amplia, libre y consciente de los interesados. El respeto de sus valores, el reconocimiento de sus necesidades reales y la satisfacción de sus legítimas aspiraciones son caminos por los cuales los mismos ciudadanos advierten y se convencen de la responsabilidad de ser los protagonistas del propio desarrollo y de utilizar progresivamente los medios para alcanzarlo.

El espíritu de iniciativa, junto con la convergencia de intentos y la conjunción de esfuerzos que a todos se imponen, es un factor importante en el proceso de edificación de una sociedad justa, pacífica y ordenada. Favorecer este espíritu de iniciativa suscita, generalmente, la participación y las decisiones que mejor corresponden a las exigencias de la población. La autorrealización de cada individuo, en el seno de una sociedad, mediante el acceso a la educación, a la cultura y a la libre circulación de informaciones, puede convertirse en una contribución directa al verdadero desarrollo de una nación.

5. Sin embargo, es sabido que un plan de desarrollo que contemplase solamente la dimensión económica acabaría por reducir y esclavizar aún más al hombre, en vez de elevarlo y liberarlo. En este punto, la Iglesia, «experta en humanidad», tiene gran experiencia derivada de su misión de evangelizar a todos los pueblos; experiencia que la llevó a elaborar un cuerpo de Doctrina Social, que presenta como contribución en orden a tener una visión justa y global del mismo desarrollo. Éste comprende también las dimensiones culturales, trascendentes y religiosas de la persona humana y de la sociedad. Sin ello, nadie se realiza plenamente, ni la sociedad se organiza de modo que garantice establemente la libertad de las personas y las condiciones exigidas por la justicia y la paz.

6. Señor Embajador: La Iglesia, con su propia misión religiosa, fiel a Cristo y al servicio integral del hombre, al proclamar el Evangelio sólo desea contribuir a la progresiva humanización de las condiciones de vida y de las relaciones interpersonales en la sociedad. En los lugares donde se establece, procura llevar a cabo la educación de sus miembros – y ayudar a todos los hombres de buena voluntad – para que sean más justos, fraternos y sensibles a las necesidades del prójimo; en este sentido, no deja de tomar y dirigir iniciativas de orden caritativo, asistencial, educativo, cultural y artístico. Se esfuerza siempre por inculcar los valores morales, que inspiran y dirigen los comportamientos que ennoblecen a las personas y elevan las sociedades; y no cesa de señalar los caminos del diálogo como forma de eliminar tensiones y dirimir conflictos. Al mismo tiempo, promueve constantemente las causas de la justicia y de la paz, tanto a nivel nacional como internacional; eleva su voz, de manera especial, en favor de las personas y de los pueblos más necesitados, apelando a la solidaridad, como ya hizo y hoy, una vez más, quiere hacer, en favor de su Nación.

7. El pueblo de Cabo Verde, en su gran mayoría católico, desea que también ahí la Iglesia pueda proseguir en el desempeño de su misión y en la solicitud para con sus hijos; que pueda cooperar en el desarrollo integral del hombre caboverdiano; y, reconociendo los servicios prestados en el pasado por la misma Iglesia en el campo de la educación, desea, también que pueda continuar ocupándose de la educación religiosa y moral de los niños y de los jóvenes, que la Iglesia hace procurando imbuirlos del mensaje del Evangelio e incentivándolos a traducir en acciones e iniciativas útiles a la sociedad los altos ideales que les propone. Esto no dejará de favorecer la gran causa del desarrollo de todo el hombre y de todos los hombres, en orden a lo cual es preciso unir todas las fuerzas y medios, reforzar el espíritu de colaboración, para hacer más eficaz el empeño común.

En el momento en que Vuestra Excelencia inicia oficialmente el ejercicio de su misión, expreso los mejores votos de que un feliz desempeño de la misma fe proporcione serenas alegrías. Le aseguro que podrá encontrar siempre en nosotros la comprensión y el apoyo que esté en nuestras manos y que tiene el derecho de esperar. Y al confiarle que transmita al Señor Presidente de la República mis mejores congratulaciones, imploro para vuestra persona y para el querido pueblo de Cabo Verde y sus autoridades los favores y las bendiciones de Dios Omnipotente.


*L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, n.18, p.6.



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