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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL PRESIDENTE DE LA REPÚBLICA DE PORTUGAL
*

Viernes 27 de abril de 1990

 

Señor Presidente:

1. Al darle la bienvenida, me es grato saludar cordialmente a todo el querido pueblo portugués, en la persona de Su Excelencia, de su señora y del distinguido séquito que le acompaña, en esta visita oficial al Sucesor de Pedro.

Es bien conocido que la casa del Obispo de Roma está siempre abierta a todos los representantes de los pueblos. Pero cobran siempre mayor importancia gestos como éste. Esta visita tiene particular importancia por tratarse del más alto representante de una nación de mayoría católica; y por tratarse de un país de Europa, en un momento de profundos cambios, a nivel nacional y en el contexto del Continente.

A lo largo de los siglos, la Iglesia en Portugal, desempeñando su misión propia, supo conservar íntegra la fe cristiana, al compartir las vicisitudes de este noble pueblo, como próvida guardiana, promotora y garante de aquellos valores religiosos, morales y culturales que, en cierto modo, plasmaron la identidad de la Nación.

2. Las cordiales relaciones que hoy existen entre la Santa Sede y Portugal se remontan a varios siglos, como he subrayado en otras ocasiones. No me permite el corazón, en el que conservo una gratitud profunda, pasar por alto aquel momento particular en el que tan bien se expresaron: me refiero a mi visita pastoral a la noble nación lusa en 1982.

Estas buenas relaciones, además, se asientan en vigentes compromisos concordatarios, de cuya firma se cumple este año el cincuentenario. En Portugal, como en todas partes, con las relaciones oficiales, la Iglesia busca siempre servir, facilitando la misión propia que, en el fondo, es también servicio a todo el hombre y a todos los hombres.

El derecho y el deber de los ciudadanos a participar en el bien común presuponen y han de manifestar una conciencia recta y esclarecida con respecto a la diversidad y complementariedad de formas, niveles y funciones, con que uno debe manifestarse verdaderamente responsable de todos. Con su Doctrina Social, la Iglesia quiere, precisamente, ayudar a formar las conciencias, fortaleciendo las bases morales y espirituales de la sociedad; quiere señalar caminos para que toda la actividad humana refleje la dignidad y nobleza del hombre y se proceda en sintonía con las exigencias y directrices de una ética humana y cristiana.

3. Me complace, señor Presidente, encuadrar esta histórica visita en el contexto de las conmemoraciones centenarias de los descubrimientos portugueses, del que se ha llamado entre ustedes «encuentro de los mundos», ahora conmemorado, para «recordar el pasado, celebrar el presente y proyectar el futuro». Todo esto puede tener impacto en un momento de cambio, comenzado hace cerca de tres lustros, a partir de conocidos acontecimientos. No menos importante entre ellos fue el que globalmente se llamó la «descolonización» de vastos territorios, hasta entonces vinculados a la Nación Portuguesa.

La Sede Apostólica ha acompañado con vivo interés el proceso de renovación y de nueva ubicación de Portugal en la Europa que se extiende desde el Océano Atlántico hasta los Montes Urales. La mueve siempre el deseo sincero de favorecer las iniciativas que puedan proteger y armonizar los derechos y los deberes de las personas y de los pueblos y consolidar la paz.

Además, tomo nota con agrado de la disponibilidad, especialmente en los tiempos más recientes, por parte del Estado Portugués, con respecto a la misión de la Iglesia, como anuncio, sacramento y punto de referencia de la salvación de Dios ofrecida a los hombres.

4. Ojalá perdure este buen entendimiento, para que continúe realizándose la concreta afirmación de la Iglesia en la vida de la comunidad nacional; para que haya espacios de libertad efectiva que permitan a los fieles católicos contribuir, como pueden y deben, al desarrollo y transmisión de la cultura, conforme la entiende el Concilio Vaticano II (Gaudium et spes, n. 53). Esto, especialmente en nuestros días, constituye una de las mayores tareas de la convivencia humana y de la evolución social.

Bien común de cada pueblo, al mismo tiempo que expresión de su dignidad, libertad y creatividad, la cultura es el testimonio, siempre en desarrollo y en continuo enriquecimiento con nuevas experiencias, de la trayectoria seguida por este pueblo en su propio camino histórico.

Ante el fenómeno de la «cultura científica y tecnológica», incapaz por sí misma de dar respuesta a la apremiante búsqueda de la verdad y del bien, que inquieta el corazón del hombre; ante tentativas de prevalencia de una cultura que parece divorciada de la trascendencia, relegando la religión al dominio de las superestructuras, la Iglesia tiene clara y plena conciencia del deber de insertar su propuesta en este vasto ámbito, a fin de hacer presente ahí la fuerza del Evangelio (cf. Evangelii nuntiandi, núms. 18.20).

Consciente de ser «compañera» espiritual, presente y actuante en las diversas áreas de la sociedad, la Iglesia no reclama privilegios, como no ignora que su mensaje es «llevado» a los lugares de desarrollo y transmisión de la cultura en «vasos de barro». Con todo, también en Portugal, la Iglesia desearía servir más al hombre, mediante un acceso menos escarpado y menos obstaculizado a esos «lugares», sobre todo al mundo de la instrucción y la enseñanza, a todos los niveles, de los medios de comunicación social y de la familia, célula fundamental de la sociedad. Desearía contribuir a dar solidez a la jerarquía de los valores, en la mente y el corazón de las personas, así como en la opinión publica.

5. En efecto, a fuerza de oír pregonar el valor de una determinada dimensión de la libertad, puede perderse el sentido del hombre en su globalidad: del hombre, ser social; de la persona humana, con su natural y estructural apertura a la trascendencia, y con su sublime vocación a vivir en comunión con Dios y con los demás.

Por lo que se refiere a la indeclinable relación con Dios, Creador y Padre común, relación que a todos interpela, se corre el riesgo de caer en una especie de neutralidad, bajo el pretexto de vivir la «máxima expresión de la libertad», el derecho de ser «laico».

Por todo esto, con acierto se buscan en Portugal vías para lanzar y suscitar una renovada voluntad de educar en el ejercicio responsable de la libertad y de favorecerla mediante la participación en el desarrollo, que a todos proporcione un nivel de vida verdaderamente humano, en el plano material, social, cultural y espiritual; vías que promuevan la civilización del trabajo, pues, el trabajo es siempre la clave de toda la cuestión social (cf. Laborem exercens, n. 3); vías, en fin, para incrementar aquella exigencia directa de la fraternidad humana, que es la solidaridad, a todos los niveles: entre las personas físicas y entre las organizaciones e instituciones, incluido el Estado.

6. Hay, sin embargo, una dimensión más amplia de la solidaridad como expliqué en la Encíclica Sollicitudo rei socialis que se asienta en la igualdad fundamental de todos los pueblos y en el respeto necesario a sus legítimas diferencias. Ésta debe llevar «a ver al otro – persona, pueblo a nación – no ya como un instrumento cualquiera..., sino como un “semejante” nuestro, una “ayuda” (Gn 2, 18. 20), que ha de participar, como nosotros, en el banquete de la vida, al que todos los hombres son igualmente invitados por Dios» (n. 39)

En el caso de Portugal, sucede que la descolonización lo colocó delante de nuevas perspectivas: como «sujeto» de solidaridad, en el ámbito de la Comunidad Europea; y como factor de solidaridad, sobre todo para con los pueblos independientes, que continúan hablando la lengua portuguesa y se encuentran en un momento exigente y delicado, en el esfuerzo por afirmarse como verdaderas naciones.

La genuina solidaridad, como se sabe, exige de Portugal que las buenas relaciones con estos países se vayan concretando en colaboración; que vayan más allá de la vaga compasión por los males sufridos por tantas personas; y que se traduzcan en una determinación firme y perseverante de contribuir a su mayor bien, siempre con el sentido de que todos nosotros somos verdaderamente responsables de todos (cf. ib., n. 38).

Si, todos somos verdaderamente responsables de esos pueblos, que aspiran a la paz, a la libertad civil y religiosa; pueblos que necesitan una mayor ayuda, en su desarrollo humano, social y cultural.

Señor Presidente, sé que su noble País ya procura realizar esto, como nación solidaria y miembro de la Comunidad Europea. Ojalá se incremente y fructifique tal colaboración. Conforme ya decía, hace casi diez años, en análoga circunstancia, subsiste por parte de Portugal un compromiso de continuidad histórica con su situación en el mundo, que ha de manifestarse como corresponsabilidad en el bien común de los pueblos de esos territorios de reciente independencia y de la entera familia humana.

En este momento, al reafirmar la estima de la Sede Apostólica por su noble Nación, y su interés por el mayor bien de todos los portugueses, en un progreso seguro y en creciente prosperidad, hago mis mejores votos también por la persona de Su Excelencia.

E imploro la asistencia de Dios, para que continúe la construcción de Portugal como espacio humano, fraterno y cristiano, en el que los ciudadanos se sientan felices, se dejen iluminar por los auténticos valores de su patrimonio cultural y vivan en plenitud la historia personal, solidarios entre sí y con todos los hombres, bajo las bendiciones de Dios Todopoderoso.


*L'Osservatore Romano. Edición semanal en lengua española n.22 p.22.



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