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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL NUEVO EMBAJADOR DE VENEZUELA ANTE LA SANTA SEDE
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Sábado 15 de diciembre de 1990

 

Señor Embajador:

Es para mí motivo de particular complacencia recibir las Cartas Credenciales que lo acreditan como Embajador Extraordinario y Plenipotenciario de la República de Venezuela ante la Santa Sede. Al darle mi cordial bienvenida a este solemne acto, deseo reiterar el vivo afecto que siento por todos los hijos de la noble Nación venezolana.

Le agradezco sinceramente las amables palabras que me ha dirigido y, en particular, el deferente saludo que el Señor Presidente, Doctor Carlos Andrés Pérez, ha querido hacerme llegar por medio de Usted. Le ruego tenga a bien transmitirle el mío, junto con mis mejores deseos de paz y bienestar.

Ha tenido Usted a bien mencionar mi visita pastoral a Venezuela. Fueron aquellas unas intensas jornadas de fe y esperanza durante las cuales pude apreciar los grandes valores que adornan al pueblo venezolano, que ha hecho de la fe católica elemento primordial de su idiosincrasia y fuente inspiradora de sus virtudes y de sus instituciones. A mi llegada al aeropuerto de Maiquetía, saludaba a los presentes con estas palabras: “Vengo a la tierra de Simón Bolívar, cuyo anhelo fue construir en este continente una gran Nación, menos por su extensión y riqueza que por su libertad y gloria” (Ceremonia de bienvenida en el Aeropuerto Internacional Maiquetía de Caracas, 26 de enero de 1985).

A esta noble aspiración del Libertador ha querido aludir Usted, Señor Embajador, diciendo que “el destino solidario con la gran Patria latinoamericana no es vocacionalmente un mandato”. En efecto, es la solidaridad efectiva la que puede y debe inspirar metas altas y hallar vías de solución a los problemas que afectan a tantos pueblos. Es un hecho que cada País tiene o tendrá necesidad de los otros, pues la interdependencia mutua a nivel económico, político y cultural se hace cada vez más ineludible. Dios ha confiado la tierra a la humanidad en su conjunto; por ello, todos los hombres han de ser solidarios en los destinos del mundo.

Esta solidaridad adquiere un significado especial referida a los Países de América Latina, a los cuales la geografía, la historia, la fe y la cultura han unido con lazos tan fuertes que con razón puede decirse que constituyen una gran familia. Me complace, por ello, Señor Embajador, oír que Venezuela está dando los pasos necesarios para llevar a cabo la deseada integración.

Es necesario, pues, que dicho proceso sea afrontado con gran creatividad, dejando de lado visiones parciales y egoístas, y poniendo siempre los valores que dignifican a la persona por encima de concepciones reductivas que no dejan lugar al desarrollo integral de los individuos y de las sociedades.

En la Encíclica Sollicitudo Rei Socialis, refiriéndome a la solidaridad e interdependencia entre los pueblos, expresé el augurio de que “Naciones de una misma área geográfica establezcan formas de cooperación que las hagan menos dependientes de productores más poderosos; que abran sus fronteras a los productos de esa zona; que examinen la eventual complementariedad de sus productos; que se asocien para la dotación de servicios, que cada una por separado no sería capaz de proveer; que extiendan esa cooperación al sector monetario y financiero” (Sollicitudo Rei Socialis, 45).

En el caso de América Latina esta cooperación e intercambio se hacen aún más necesarios ya que existen problemas comunes a todo el continente que deben ser afrontados en su conjunto. Es un hecho que el aislamiento de las respectivas economías no favorece a ninguno de los Países interesados. Por tanto, es de desear que la superación de perspectivas que se limitan al ámbito económico dé paso a un proyecto capaz de dar a cada País la posibilidad de ser un verdadero interlocutor en vista de una auténtica cooperación económica que favorezca el desarrollo.

Desde el campo que le es propio, la Iglesia está vivamente interesada en todo aquello que redunde en mayor bien de la persona humana y de los grupos sociales, comenzando por la familia, célula básica de la sociedad. De aquí su decidida voluntad de cooperación en todo aquello que pueda favorecer un orden social más justo. No podemos ignorar que a pesar de los ingentes recursos que el Creador ha puesto a disposición del hombre, se está todavía muy lejos del ideal de justicia querido por Dios. En efecto, junto a grandes riquezas y niveles de vida muy elevados, se encuentran grandes mayorías desprovistas de los bienes más elementales.

Urge, pues, un profundo análisis para detectar las causas y mecanismos que obstaculizan el resurgir de aquellas condiciones que hagan posible el deseado desarrollo de todos y de cada uno de los ciudadanos. En esta perspectiva, quiero poner de relieve que los valores éticos han de iluminar toda la actividad pública para que los intereses de parte y contrapuestos —que no infrecuentemente hacen sentir su presencia negativa en la vida social— dejen paso a un sincero y efectivo afán de servicio al bien común por parte de cuantos tienen responsabilidades públicas.

Puedo asegurarle, Señor Embajador, que la Iglesia en Venezuela —en el ámbito de su misión religiosa y moral— seguirá firme en su propósito de colaboración con las Autoridades y las diversas instituciones del País en orden a promover y alentar todas aquellas iniciativas que sirvan a la causa del hombre, “camino primero y fundamental de la Iglesia” (Redepmtor hominis, 14), a su dignificación y progreso integral, favoreciendo siempre la dimensión espiritual y religiosa de la persona en su vida individual, familiar y social.

Antes de finalizar este encuentro deseo hacerle presente mi benevolencia y apoyo para que la alta misión que hoy comienza se cumpla felizmente. Por mediación de Nuestra Señora de Coromoto, Patrona de la Nación venezolana, elevo mi plegaria al Altísimo para que asista siempre con sus dones a Usted y a su distinguida familia, a los Gobernantes de su noble País, así como al amadísimo pueblo de Venezuela, tan cercano siempre al corazón del Papa.


*AAS 83 (1991), p.729-732.

Insegnamenti di Giovanni Paolo II, vol. XIII, 2 pp. 1664-1667.

L'Attività della Santa Sede 1990 pp. 972-973.

L’Osservatore Romano 16.12.1990 p.4.

L'Osservatore Romano. Edición semanal en lengua española n.51 p.8 (p.728).



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