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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL NUEVO EMBAJADOR DE CUBA ANTE LA SANTA SEDE
*

Lunes 2 de marzo de 1992

 

Señor Embajador:

Agradezco las amables palabras que me ha dirigido en este acto de presentación de las Cartas Credenciales que lo acreditan como Embajador Extraordinario y Plenipotenciario de Cuba ante la Santa Sede. Deseo darle ahora mi más cordial bienvenida a la vez que expreso mis mejores augurios para el buen desarrollo de la alta misión que su Gobierno le ha confiado.

Ha querido Usted aludir al supremo bien de la paz y la hermandad entre las Naciones. A este propósito, puedo asegurarle que la Santa Sede continuará incansable en su empeño por la edificación de un orden más justo que haga de nuestro mundo un lugar más humano, fraterno y acogedor. En efecto, la Iglesia se esfuerza en esta noble causa por un deber de fidelidad a su vocación de servicio a todos los pueblos, lo cual le permite llevar a cabo su ministerio por encima de motivaciones terrenas o intereses de parte. Como enseña el Concilio Vaticano II, al “no estar ligada a ninguna forma particular de civilización humana ni a ningún sistema político, económico o social, la Iglesia, por esta su universalidad, puede constituir un vínculo estrechísimo entre las diferentes naciones y comunidades humanas, con tal de que éstas tengan confianza en ella y reconozcan efectivamente su verdadera libertad para cumplir tal misión” (Gaudium et spes, 42).

Pero en el desempeño de esta misión –que es primordialmente de carácter religioso y moral– no se puede prescindir del hombre concreto y de su entorno, ya que es la persona, en su ser histórico, el destinatario directo del Evangelio. Por ello, la Iglesia, “columna y fundamento de la verdad” (1Tm 3, 15), en su caminar hacia la ciudad celeste no puede desinteresarse de la ciudad terrestre, sino que, fiel al supremo mandamiento del amor, predica incansable la fraternidad entre los hombres, cuyos legítimos derechos defiende en nombre de la verdad y de la justicia.

A ello le mueve la conciencia que tiene de la dignidad de la persona humana, creada a imagen y semejanza de Dios (cf. Gn 1, 27). Por eso, cualquier forma de ofensa al hombre en su integridad física o moral, en la negación de sus derechos fundamentales, en su reducción a condiciones de pobreza infrahumana o abandono, representa un menosprecio de la voluntad divina. En cambio, promover el bien del hombre y su dignidad es dar gloria a Dios y santificar su nombre. La Iglesia lo hace “utilizando todos y sólo aquellos medios que sean conformes al Evangelio y al bien de todos” (Gaudium et spes, 76). Por su parte, los gobernantes, respetando el designio divino sobre el ser humano, cumplen su verdadera misión en favor del bien común cuando –como afirma el Concilio– garantizan “la suma de aquellas condiciones de la vida social mediante las cuales los hombres pueden conseguir con mayor plenitud y facilidad su propia perfección, consistente sobre todo en el respeto de los derechos y deberes de la persona humana” (Dignitatis humanae, 6).

Quiero reiterarle, Señor Embajador, la decidida voluntad de la Santa Sede y de la Iglesia en Cuba de poner todo lo que esté de su parte por favorecer el clima de diálogo y mejor entendimiento con las Autoridades y las diversas instituciones de su país. A ello contribuirán, sin duda, los propósitos anunciados de eliminar en la normativa, así como en la actividad administrativa, todo aquello que suponga una discriminación o menor consideración de los ciudadanos que se profesan creyentes y que quieren contribuir lealmente a la prosperidad espiritual y material de la Nación. La aceptación de una presencia más activa de los católicos en la vida pública, además de favorecer el diálogo, redundará, sin duda, en bien de la comunidad civil. En efecto, en un Estado de derecho, el reconocimiento pleno y efectivo de la libertad religiosa es a la vez fruto y garantía de las demás libertades civiles; en ello se ve una de las manifestaciones más profundas de la libertad del hombre y una contribución de primer orden para el recto desenvolvimiento de la vida social y de la prosecución del bien común.

Signo de esta voluntad de entendimiento es la entrada en su país de un cierto número de religiosas y algunos sacerdotes. Ellos, llamados a una vocación de servicio desinteresado, dedican sus vidas a la misión evangelizadora de la Iglesia, a mitigar el dolor, a instruir y educar, dando testimonio de abnegada entrega en favor de los más necesitados. Hago votos para que nuevos sacerdotes puedan incorporarse al trabajo apostólico, y así poder atender mejor a las necesidades pastorales de las comunidades eclesiales cubanas.

En su discurso, Señor Embajador, ha aludido Usted al grave problema de la deuda externa y sus consecuencias en la economía y en la vida diaria de poblaciones enteras. En efecto, el coste social y humano que dicha crisis de endeudamiento conlleva hace que tal situación no pueda plantearse en términos exclusivamente económicos o monetarios. Se han de defender y potenciar, pues, los criterios de justicia, equidad y solidaridad que, en un clima de corresponsabilidad y confianza mutua, inspiren aperturas e iniciativas que eviten la frustración de las legítimas aspiraciones de tantos cubanos al desarrollo que les es debido.

Igualmente, ha querido Usted referirse a las difíciles circunstancias que atraviesa su país, fruto de los profundos cambios acaecidos en el ámbito de las relaciones internacionales. La Iglesia, fiel a su misión en favor de las grandes causas del hombre, se muestra siempre dispuesta a cooperar para satisfacer las necesidades morales y materiales de la persona humana. Por ello, formulo votos para que su país, gracias a un clima de mayor diálogo y colaboración internacional, pueda superar las dificultades presentes. En este sentido, la Santa Sede no ha dejado de interesarse y ofrecer su apoyo.

Señor Embajador, antes de finalizar este encuentro deseo renovarle mis augurios por el buen desarrollo de la alta misión que ahora comienza. Le ruego quiera hacerse intérprete ante el Señor Presidente, su Gobierno, las Autoridades y el pueblo cubano de mi más deferente y cordial saludo, mientras invoco los dones del Altísimo sobre Usted, su familia y colaboradores, y particularmente sobre todos los amadísimos hijos de la noble Nación cubana.


*AAS 85 (1993), p. 278-280.

Insegnamenti di Giovanni Paolo II, vol. XV, 1 pp. 529-532.

L'Attività della Santa Sede 1992 pp. 159-161.

L’Osservatore Romano 3.3.1992 p.8.

L'Osservatore Romano. Edición Semanal en lengua española, n.10, p.19 (p.139).



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