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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL EMBAJADOR DE LA REPÚBLICA DE CHINA ANTE LA SANTA SEDE
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Viernes 7 de mayo de 1993

 

Señor embajador:

1. Me complace recibirlo hoy en el Vaticano como nuevo embajador extraordinario y plenipotenciario de la República de China. Al aceptar sus cartas credenciales, le agradezco los saludos y los buenos deseos que me ha transmitido en nombre de su excelencia, el presidente Lee Teng-hui. Le ruego que le transmita mis mejores deseos y mis oraciones por el bienestar y la felicidad de todos sus compatriotas. Le felicito a usted, porque tiene la satisfacción de seguir las huellas de su padre, quien en el pasado representó a su país durante el pontificado de mi predecesor el Papa Pío XII.

El recuerdo de su padre nos hace remontarnos a un período muy difícil de la historia de su pueblo y al momento en el que la representación diplomática de la Santa Sede fue obligada a abandonar la China continental. Después de un breve período en Hong Kong, la misión diplomática de la Santa Sede fue recibida en Taiwán y se establecieron relaciones, cuyo significado más profundo estaba en el deseo de la Santa Sede de seguir manteniendo relaciones estrechas y amistosas con la grande y noble familia china.

2. La Iglesia aprecia mucho el respeto a la libertad de religión que la República de China ha sostenido y favorecido desde el comienzo entre todos sus ciudadanos, y agradece el hecho de que, por esta misma razón, ha podido cumplir su misión espiritual y humanitaria sin interferencias o discriminaciones, al servicio de las personas y de toda la comunidad en su conjunto.

Ahora que la República de China se ha convertido en una sociedad compleja y altamente productiva, la comunidad católica también ha extendido sus esfuerzos a los campos de la educación, la asistencia sanitaria y otros servicios sociales afines. Persiguiendo su objetivo espiritual, la Iglesia está dispuesta siempre a colaborar, de todos los modos posibles, con miras a asegurar el bien común. Como enseña el concilio Vaticano II, la Iglesia y la comunidad política sirven a la vocación personal y social de los mismos seres humanos, y este «servicio lo realizarán con tanta mayor eficacia, para bien de todos, cuanto mejor cultiven ambas entre sí una sana cooperación» (Gaudium et spes, 76). Las áreas posibles de cooperación son tan numerosas como las necesidades de los miembros de la familia humana.

3. A principios de este ano, al saludar a las delegaciones diplomáticas de más de 140 países que mantienen relaciones con la Santa Sede, me referí a dos tipos de males que todavía afectan a la familia humana y condenan a millones de seres a una existencia que perjudica y pone en peligro su misma dignidad de hombres y mujeres: la guerra y la pobreza. A pesar de los grandes cambios que se han producido en el ámbito internacional durante los últimos cinco años, los conflictos armados, con su amenaza de muerte y destrucción, no han desaparecido del panorama mundial. En efecto, nuevas y terribles situaciones de conflictos sangrientos y amenazas de violentos combates están ante los ojos de todo el mundo. La Santa Sede sólo puede esperar que los lideres de las naciones hagan todo lo posible para afrontar estos desafíos y así, definitivamente, venzan la batalla de la paz, estableciendo estructuras eficaces y justas de convivencia y cooperación armoniosa.

¿Y que decir de la pobreza? Cientos de millones de seres humanos son prisioneros de situaciones de una pobreza material y moral, que representa un ataque serio a los valores de la vida y un golpe al corazón del desarrollo pacifico de la sociedad. Ser pobre significa tener que sufrir alguna forma de exclusión del banquete de la vida. Y esto se manifiesta de innumerable maneras: hambre, enfermedad, falta de casa, desempleo y analfabetismo, por mencionar sólo algunas de ellas. En mi mensaje para la Jornada mundial de la paz de este año puse el acento en la amenaza contra la paz y la estabilidad social representada por la pobreza. La situación es mucho más trágica, si se considera que el mundo dispone de la tecnología y la capacidad organizativa para modificar esta situación y mejorar las condiciones de vida.

Por consiguiente, la cuestión que se plantea a la comunidad internacional y a las autoridades publicas, especialmente en el mundo desarrollado, no atañe únicamente a los recursos. Se trata más bien de una cuestión de solidaridad humana y de perspectiva, que esta en la base de los principios políticos y los programas en todos los niveles. Es, en definitiva, una cuestión de responsabilidad moral.

4. A través de su presencia en la comunidad internacional, la Santa Sede procura presentar a la opinión pública la dimensión ética y moral de la vida pública: las exigencias de la justicia, la dignidad de la persona, la inviolabilidad de los derechos humanos, la naturaleza de la familia como célula fundamental de la sociedad, el destino universal de los bienes y las obligaciones de los Estados y de los demás organismos al servicio del bienestar integral del pueblo. A este propósito, deseo recordar lo que dije durante mi encuentro con el Cuerpo diplomático, al que ya me he referido: «La Iglesia católica, presente en toda nación de la tierra, y la Santa Sede, miembro de la comunidad internacional, no quieren en absoluto imponer juicios o preceptos, sino tan sólo dar testimonio de su concepción del hombre y de la historia, porque saben que proviene de una revelación divina. La sociedad no puede prescindir de esta aportación original sin empobrecerse y sin perjudicar el derecho de pensamiento y de expresión de una gran parte de sus ciudadanos» (Discurso al Cuerpo diplomático, 16 de enero de 1993; cf. L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 22 de enero de 1993, p. 7).

Señor embajador, aquí viene muy bien su referencia a los logros de la filosofía y la cultura tradicionales de China. El encuentro entre el humanismo chino y el catolicismo ha dado lugar a un intercambio muy profundo y provechoso, tanto en la vida y la obra de Mateo Ricci, a quien ha mencionado, como en la comunidad católica de su país y de todo el mundo. Albergo una ferviente esperanza de que este dialogo cultural y moral progrese en su nivel mas profundo, el nivel de las cuestiones vitales que deben afrontar todas las personas y las sociedades: el significado de la vida y el camino que lleva a su realización. La Iglesia quiere ser un interlocutor leal en este diálogo: no pretende ningún privilegio o favoritismo, sino que aspira sólo a la verdad y a manifestar su amor auténtico a la familia humana.

Señor embajador, su misión como representante de su país ante la Santa Sede reflejará el carácter peculiar de la función diplomática: no se trata de cuestiones de poder o de intereses comerciales, sino más bien de la promoción de la dignidad única del hombre y de su vocación, así como de la justicia y la paz en las relaciones internacionales. Le aseguro la cooperación de los diversos organismos de la Santa Sede en el ejercicio de sus elevados deberes. Oro para que sea feliz aquí, y tanto usted como su familia tengan muchos motivos de alegría y satisfacción. Invoco abundantes bendiciones divinas sobre usted y sus compatriotas.


*L'Osservatore Romano. Edición Semanal en lengua española,  n.24, p.13 (p.309).



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