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DISCURSO DEL PAPA JUAN PABLO II
AL NUEVO EMBAJADOR DE COLOMBIA ANTE LA SANTA SEDE*


Lune
s 19 de diciembre de 1994

 

Señor Embajador:

Me es muy grato recibir hoy las Cartas Credenciales que me presenta después de ser nombrado Embajador extraordinario y plenipotenciario de la República de Colombia ante la Santa Sede. Al darle mi cordial bienvenida quiero también expresarle mi gratitud por las corteses palabras que me ha dirigido, las cuales me confirman los nobles sentimientos de cercanía y adhesión a la Cátedra de Pedro, presentes en el corazón de tantos ciudadanos del pueblo colombiano. Le agradezco asimismo de modo particular el deferente saludo que me ha transmitido de parte del Doctor Ernesto Samper Pizano, Presidente de la República, al que correspondo con mis mejores deseos y con la seguridad de mis oraciones por la prosperidad y el bien espiritual de todos los hijos de ese amado País.

Su presencia aquí en este solemne acto trae a mi memoria el recuerdo vivo de las entrañables celebraciones que tuve la dicha de presidir en mi Visita Pastoral de 1986. En aquella memorable ocasión pude comprobar cómo la historia y la cultura de Colombia están impregnadas de los principios y valores que dimanan del Evangelio, pues el alma colombiana, grande y noble, se ha mostrado siempre abierta a la misión de la Iglesia.

La paz, como ha dicho Vuestra Excelencia, es la gran aspiración de su pueblo en estos momentos en los que la convivencia social está perturbada a veces por una violencia casi endémica y por el narcotráfico, que siegan la vida de tantas personas. El Gobierno que Usted representa ha manifestado su propósito de promover un Modelo alternativo de Desarrollo. Para ello será necesario conciliar las diversas iniciativas políticas con los principios éticos, pues el desarrollo no es sólo el resultado de unas técnicas de planificación y de estrategias económicas, sino también fruto de una voluntad y de esfuerzos conjuntos de servir al bien común. Condiciones indispensables para alcanzar este objetivo son una educación que promueva el respeto a la vida y la dignidad de la persona humana, así como unas directrices políticas que aseguren la convivencia social, el derecho al trabajo y, sobre todo, promuevan la justicia y la paz, valores postulados en el preámbulo de la nueva Constitución Política. De esta manera, se podrá solicitar a los ciudadanos a hacer propios los valores indiscutibles como son la verdad, la libertad, la mutua comprensión y la solidaridad.

A este respecto, me complace recordar que esta aspiración alcanza su plena realización cuando Dios es considerado como el centro de la vida y de la historia humana, y cuando la cultura que de ahí se deriva tiene sus raíces en “el sentido moral, que a su vez se fundamenta y se realiza en el sentido religioso” (Veritatis splendor, 98). La visión integral del hombre lleva a reafirmar el insustituible papel que corresponde a la familia, cuya profunda identidad se debe defender y aceptar como “una realidad social sólidamente arraigada y, a su manera, como una sociedad soberana” (Gratissimam sane, 17). En efecto, el núcleo familiar debe estar al servicio de una vida plenamente humana y ser un punto de partida para la armonía social. En este año, que la Iglesia ha celebrado como Año de la Familia, he recordado que “ninguna sociedad humana puede correr el riesgo del permisivismo en cuestiones de fondo relacionadas con la esencia del matrimonio y de la familia. Semejante permisivismo moral llega a perjudicar las auténticas exigencias de paz y de comunión entre los hombres. Así se comprende por qué la Iglesia defiende con energía la identidad de la familia y exhorta a las instituciones competentes, especialmente a los responsables de la política, así como a las organizaciones internacionales, a no caer en la tentación de una aparente y falsa modernidad” (Gratissimam sane, 17).

En este sentido, la Iglesia desempeña su misión en los campos que le son propios, iluminando con principios espirituales y morales los ámbitos que contribuyen al bien común. Con la predicación de la Palabra de Dios y el magisterio en el campo social, está dispuesta a seguir colaborando con las diversas instancias públicas para que los ciudadanos de su Nación encuentren respuestas adecuadas a las necesidades de la hora presente.

Para llevar a término esta colaboración mutua existe un Concordato entre la Sede Apostólica y su País. He visto con preocupación, que no faltan voces críticas acerca del valor de la norma concordataria, pero ha sido siempre motivo de esperanza la repetida voluntad de su Gobierno, compartida por la Santa Sede, de encontrar una solución adecuada a los problemas que se han presentado en este campo, especialmente en los últimos años. Parece que está fuera de duda la conveniencia de disponer de un marco jurídico que defina el ejercicio de la libertad religiosa, que es un derecho de los individuos particulares y que también “debe reconocerse a estos mismos cuando actúan en común” (Dignitatis humanae, 4). Además, se ofrece así un instrumento al Estado y a la Iglesia para colaborar al bien de la sociedad.

La Iglesia no busca ni exige privilegios, sólo pide el reconocimiento de las condiciones necesarias que, por derecho nativo, le corresponden para cumplir su misión y que hacen que los individuos y los pueblos ejerzan el inalienable derecho a la libertad, especialmente la religiosa, y a la búsqueda de la verdad según los dictados de la propia conciencia. Los Estados, por su lado, necesitan una referencia ética indispensable para esclarecer y fijar las múltiples decisiones requeridas para un auténtico desarrollo de la comunidad nacional y para el bien mismo de las relaciones internacionales. Por esto la Santa Sede considera recíprocamente beneficioso fortalecer y reglamentar las relaciones con los Estados.

Señor Embajador, su presencia y sus palabras manifiestan el respeto y aprecio hacia la misión específica de la Iglesia en esa Nación, que, en medio de numerosos y complejos desafíos, enseña y trabaja, bajo la guía sabia y prudente de los Pastores, para que los valores morales y la concepción cristiana de la vida sean los elementos que inspiren a cuantos de una u otra forma se afanan por defender la dignidad y la causa del hombre, que es “el camino de la Iglesia” (Redemptor hominis, 14).

En el momento en que se dispone a iniciar la alta función para la que ha sido designado, deseo formularle mis más cordiales votos por el feliz y fructuoso desempeño del su misión ante esta Sede Apostólica, siempre deseosa de que se mantengan y consoliden cada vez más las buenas relaciones con Colombia. Al pedirle que se haga intérprete ante el Señor Presidente de la República, su Gobierno, Autoridades y querido pueblo colombiano, de mis sentimientos y esperanzas, le aseguro mi plegaria al Todopoderoso para que, por intercesión de Nuestra Señora de Chiquinquirá, asista siempre con sus dones a Usted y a su distinguida familia, a sus colaboradores, a los Gobernantes y ciudadanos de su noble País, al que recuerdo siempre con particular afecto.


*Insegnamenti di Giovanni Paolo II, vol. XVII, 2 p.1109-1112.

L'Attività della Santa Sede 1994 p.979-981.

L’Osservatore Romano 20.12.1994 p.6.

L'Osservatore Romano. Edición en lengua española, n. 51, p. 5.



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