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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LA XI ASAMBLEA PLENARIA
DEL CONSEJO PONTIFICIO PARA LA FAMILIA 

Jueves 24 de marzo de 1994

 

Venerables Hermanos en el Episcopado,
queridos hermanos y hermanas,

1. Es para mí un motivo de gozo tener este encuentro con vosotros, Comité de Presidencia, así como Consultores y Miembros del Pontificio Consejo para la Familia, que celebráis la XI Asamblea Plenaria de vuestro Dicasterio precisamente en el Año de la Familia, con el que la Iglesia invita a todos los fieles a una reflexión espiritual y moral sobre esta realidad humana, fundamental en la vida de los hombres y de la sociedad.

Agradezco vivamente las amables palabras que el Señor Cardenal Alfonso López Trujillo, Presidente del Dicasterio, ha tenido a bien dirigirme en nombre también de los demás Cardenales, Arzobispos, Obispos, Consultores y Miembros de este Pontificio Consejo. De modo especial, doy mi afectuosa bienvenida a los padres y madres de familia que participáis en esta Asamblea, junto con mi vivo agradecimiento por los esfuerzos que lleváis a cabo generosamente en vuestras respectivas Naciones, en favor de la institución familiar.

2. El tema central que habéis elegido para esta Asamblea Plenaria es: “La mujer, esposa y madre, en la familia y en la sociedad en los umbrales del tercer milenio”. Con ello queréis poner particularmente de relieve la figura de la mujer, en este Año dedicado especialmente a la Familia, y con vistas a la preparación de la IV “Conferencia mundial sobre la mujer”, que tendrá lugar el año próximo.

Sin olvidar el importante papel de la mujer en el seno de la sociedad y en el campo profesional, en vuestros trabajos os habéis propuesto como objeto de reflexión dos aspectos fundamentales y complementarios de su vocación: el de esposa y madre. Me es grato comprobar que, a tal propósito, os ha servido como punto de referencia la Carta Apostólica Mulieris Dignitatem, con la que quise rendir homenaje a la mujer, alentando, a la vez, cuanto contribuya a consolidar su dignidad y misión en la vida de la Iglesia y de la sociedad.

3. Fijarnos en el papel primordial de la mujer como esposa y madre es situarla en el corazón de la familia; una función insustituible que ha de ser apreciada y reconocida como tal, y que va unida a la especificidad misma de ser mujer. Ser esposa y madre son dos realidades complementarias en esa original comunión de vida y de amor que es el matrimonio, fundamento de la familia. Sobre la profunda significación de estas realidades he querido reflexionar, junto con las familias del mundo, en mi reciente Carta dirigida a ellas.

No faltan quienes ponen en tela de juicio la misión de la mujer en la célula básica de la sociedad, que es la familia. La Iglesia defiende, pues, con especial vigor a la mujer y su dignidad eminente. Cabe recordar de nuevo aquellas elocuentes palabras del Papa Pablo VI: “En el cristianismo, más que en cualquier otra religión, la mujer tiene desde los orígenes un estatuto especial de dignidad, del cual en el Nuevo Testamento se da testimonio en no pocos de sus importantes aspectos”. Yo mismo he querido poner de relieve que “creando al hombre 'varón y mujer', Dios da la dignidad personal de igual modo al hombre y a la mujer”. Pues “el hombre es una persona, y esto se aplica en la misma medida al hombre y a la mujer, porque los dos fueron creados a imagen y semejanza de un Dios personal” (Discurso al Congreso nacional del Centro Italiano Femenino, 6 de diciembre de 1976).

4. Se encuentran, además, en distintas partes, actitudes e intereses que inciden en una menor estima de la maternidad, si es que no le son adversas abiertamente, por considerarla perjudicial a las exigencias de la producción o del rendimiento competitivo en el seno de la sociedad industrial. Por otra parte, son innegables las dificultades que el trabajo de la mujer fuera del hogar comporta para la vida familiar, especialmente, por lo que se refiere al cuidado y educación de los hijos, sobre todo, los de tierna edad. Como he indicado con ocasión de la reciente festividad de san José: “Hemos de dedicar particular atención al importantísimo trabajo desarrollado por las mujeres, por las madres en el seno de las familias... El legítimo deseo de contribuir con la propia capacidad al bien común en el contexto socioeconómico, llevan a la mujer, con frecuencia, a emprender una actividad profesional. Sin embargo, hay que evitar que la familia y la humanidad corran el riesgo de sufrir una pérdida que las empobrecería, pues la mujer no puede ser sustituida en la generación y educación de los hijos. Por tanto, las autoridades deberán proveer con leyes oportunas a la promoción profesional de la mujer y, al mismo tiempo, a la tutela de su vocación como madre y educadora”.

Por otra parte, el trabajo de la mujer en el hogar ha de ser justamente estimado, también en su innegable valor social: “Esta actividad... debe ser reconocida y valorizada al máximo”. Es éste un campo en el cual los responsables de las instancias políticas, los legisladores, los empresarios deben presentar iniciativas aptas para responder adecuadamente a estas exigencias, como exhorta la Iglesia en su doctrina social. En la Encíclica Laborem Exercens, al hablar de las prestaciones sociales, quise referirme al salario familiar, presentándolo como “un salario único dado al cabeza de la familia por su trabajo y que sea suficiente para las necesidades de la familia, sin necesidad de hacer asumir a la esposa un trabajo retribuido fuera de casa... La verdadera promoción de la mujer exige que el trabajo se estructure de manera que no deba pagar su promoción con el abandono del carácter específico propio y en perjuicio de la familia en la que como madre tiene un papel insustituible”.

5. Por otra parte, la mujer tiene derecho al honor y al gozo de la maternidad, como un regalo de Dios, y, a su vez, los hijos tienen también el derecho a los cuidados y solicitud de quienes son sus progenitores, en particular de sus madres. Por ello, las políticas familiares han de tener en cuenta la situación económica de muchas familias que se ven condicionadas y limitadas gravemente para cumplir su misión. Como señalaba en la Exhortación Apostólica Familiaris Consortio, “las autoridades públicas, convencidas de que el bien de la familia constituye un valor indispensable e irrenunciable de la comunidad civil, deben hacer cuanto puedan para asegurar a las familias todas aquellas ayudas – económicas, sociales, educativas, políticas, culturales – que necesitan para afrontar de modo humano todas sus responsabilidades”.

El tema elegido para vuestra Asamblea Plenaria tiene ciertamente importantes incidencias pastorales: por ello, hago fervientes votos para que vuestros trabajos contribuyan a la promoción y defensa de la mujer, esposa y madre, y a la renovación y desarrollo de los valores de la familia, que es “ centro y corazón de la civilización del amor ”, como habéis proclamado en el Congreso de las Familias previo a nuestro encuentro.

6. Me complace saber que este Dicasterio está procediendo a compilar los aportes de las Conferencias Episcopales del mundo con el fin de elaborar un Directorio o guía para la preparación al matrimonio. En este marco de vuestras intensas actividades a lo largo del presente año, deseo, antes de concluir, manifestaros mi gozo y mi augurio por el Encuentro Mundial con las Familias que, Dios mediante, tendré el domingo 9 de octubre durante el Sínodo General de Obispos sobre la vida consagrada.

Ya en la proximidad de la Pascua, encomiendo al Todopoderoso vuestras personas y tareas en bien de la institución familiar. Que la Virgen de Nazaret, que llevó en su seno al Señor de la vida, os alcance la plenitud del Espíritu para que sean muy fecundos vuestros servicios a la Iglesia y a la sociedad actual. Con estos fervientes deseos, os acompaña mi oración y mi Bendición Apostólica.



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