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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
DURANTE LA VISITA OFICIAL DEL PRESIDENTE DE LA REPÚBLICA DEL PARAGUAY
*


Viernes 17 de febrero de 1995

 

Señor Presidente:

1. Es para mí motivo de viva satisfacción recibir en esta mañana al Supremo Mandatario de la República del Paraguay, acompañado de su ilustre séquito. Al expresarles mi profunda gratitud por esta visita, que pone de relieve su cercanía y respeto a la Sede Apostólica, me complazco en dirigirles un deferente saludo, junto con mi más cordial bienvenida.

Esta visita quiere expresar no sólo sus nobles sentimientos personales, sino que, ante todo, es un reflejo de la buena relación entre el Paraguay y la Santa Sede, a la vez que evidencia la colaboración, respetuosa y leal, existente entre la Iglesia local y el Estado.

2. Su presencia hoy aquí me hace recordar el viaje pastoral en mayo de 1988, que me permitió conocer los valores morales y religiosos del pueblo paraguayo, lleno de ilusión por la construcción, en espíritu de unidad, de un País reconciliado y fraterno, como decía la oración que se compuso para aquella circunstancia. Pasados estos años, quiero repetir mis últimas palabras en el suelo patrio: “El Papa se marcha pero os lleva en su corazón” (Ceremonia de despedida en el aeropuerto internacional de Asunción, n. 5, 18 de mayo de 1988).

3. Teniendo presentes estas mismas palabras y movido por mi solicitud por todas las Iglesias, he seguido con vivo interés los acontecimientos de la vida religiosa y social en su País. Con referencia a esta última, hay que reconocer y destacar una serie de cambios significativos que han tenido lugar en estos años, entre los cuales destaca la aprobación y entrada en vigor de una nueva Constitución, útil instrumento para democratizar la vida social y para dar una mayor participación a todos los ciudadanos.

El camino emprendido es un desafío para el futuro de la Nación. Son muchos los retos que deben afrontarse para afirmar y consolidar un clima de pacífica y armónica convivencia entre todos y que alienten la confianza de los ciudadanos en las diversas instituciones e instancias públicas. Éstas han de considerar y favorecer en todo momento el bien común como razón de su ser y objetivo prioritario de su actividad porque aun en el sistema político como el que vige en el Paraguay, cuyo Gobierno es promovido por un partido concreto, la acción gubernamental tiene que estar por encima de todo interés particular y libre de cualquier influencia partidista, teniendo en cuenta que el bien de la Nación debe prevalecer sobre los programas de cada partido político.

El deseo de promover el conveniente desarrollo económico y social lleva a adoptar iniciativas que deben incrementar la calidad de vida de los ciudadanos. Éstas deben inspirarse siempre en los principios éticos que tengan en cuenta la equidad y la necesaria aportación de esfuerzos y sacrificios por parte de todos. El objetivo común es servir al hombre paraguayo en sus apremiantes necesidades concretas de hoy y prevenir las del mañana; luchar con tesón contra la pobreza y el desempleo; transformar los recursos potenciales de la naturaleza con laboriosidad y responsabilidad, constancia y honesta gestión; distribuir más justamente las riquezas, reduciendo las desigualdades que generan marginación y ofenden a la condición de hermanos, hijos de un mismo Padre y copartícipes de los dones que el Creador puso en manos de todos los hombres.

De modo particular, corresponde a los poderes públicos la misión de velar para que los sectores más desprotegidos de la sociedad, como son las personas con menos recursos económicos, los campesinos, los indígenas o los jóvenes, no carguen con la parte más gravosa de los reajustes económicos. Por ello, me permito recordar, una vez más, las enseñanzas de la Iglesia en el campo social, doctrina de la que derivan los principios que deben inspirar a cuantos trabajan por el bien de los individuos, de las familias, de la sociedad.

En este contexto se hace necesario potenciar los valores fundamentales para la convivencia social, tales como el respeto a la verdad, el decidido empeño por la justicia y la solidaridad, la honestidad, la capacidad de diálogo y participación a todos los niveles. Tal como lo viene proclamando reiteradamente el Magisterio de la Iglesia, se trata de ir promoviendo y logrando aquellas condiciones de vida que permitan a los individuos y a las familias, así como a los grupos intermedios y asociativos, su plena realización y la consecución de sus legítimas aspiraciones.

4. Para la consecución de un progreso que sea verdaderamente integral, es menester también dedicar atención a la cultura y a la educación en los auténticos valores morales y del espíritu. Las relaciones del Paraguay no sólo con las estados vecinos, sino con otros muchos países del mundo, hace que reciba determinados influjos culturales, a lo cual contribuye no poco también la acción de los medios de comunicación social. Esta consideración requiere la permanente promoción de una auténtica política cultural que consolide y difunda dichos valores fundamentales en una sociedad que, como la suya, está enraizada en la fe y en los principios cristianos.

La educación es un factor fundamental para un País llamado a tomar parte cada vez más activa en el concierto de las naciones. Por eso, se requiere una mayor y más adecuada capacitación de sus gentes. A este respecto, es de esperar que la reforma educativa, ya en vigor en el Paraguay, alcance sus objetivos, haciendo posible que la formación integral sea patrimonio de todos y facilite las condiciones necesarias para que las nuevas generaciones asuman plenamente sus responsabilidades como ciudadanos y colaboren activamente al bien de la Nación.

5. Señor Presidente, son muchos y muy profundos los vínculos que, desde sus mismos orígenes como Nación, unen a la República del Paraguay con la Santa Sede. En efecto, su pueblo puede gloriarse en verdad de sus raíces cristianas ya que la religión católica forma parte esencial de su historia. A este respecto, me complace recordar que ya desde los comienzos de la evangelización del continente americano la fe se encarnó en su País, teniendo una expresión particular en las llamadas “Reducciones”, estructura religiosa y social en la cual se distinguió vuestro primer Santo, Roque González.

En esta circunstancia deseo asegurarle, Señor Presidente, la decidida voluntad de la Iglesia en el Paraguay, como repetidamente han manifestado los Obispos, sus legítimos representantes, de seguir colaborando con las Autoridades y las diversas instancias públicas en servir a las grandes causas del hombre, como ciudadano y como hijo de Dios (Gaudium et spes, 76). Es de desear que el diálogo constructivo y frecuente entre las Autoridades civiles y los Pastores de la Iglesia acreciente las relaciones entre las dos Instituciones. Por su parte, el Episcopado, los sacerdotes y comunidades religiosas seguirán incansables en el cumplimiento de su labor evangelizadora, asistencial y educativa para bien de la sociedad. A ello les mueve su vocación de servicio a todos, especialmente a los más necesitados, contribuyendo así a la elevación integral del hombre paraguayo y a la tutela y promoción de los valores supremos.

Antes de concluir este encuentro, deseo reiterarle, Señor Presidente, mi vivo agradecimiento por esta amable visita. Espero vivamente que la historia confirme con los hechos su compromiso personal, así como el de su Gobierno, de llevar a plena perfección el moderno desarrollo de la sociedad paraguaya sobre la base de los valores encarnados en la ética cristiana, tan enraizada en la tradición religiosa y cultural de toda la población. Espiritualmente postrado ante la imagen de la Pura y Limpia Concepción de Caacupé, tan venerada por los católicos del Paraguay, pido fervientemente al Todopoderoso que derrame abundantes dones y bendiciones sobre Usted, Señor Presidente, sobre su familia y sus colaboradores en las tareas del Gobierno, y sobre todos los amadísimos hijos de tan noble País.


*Insegnamenti di Giovanni Paolo II, vol. XVIII, 1 pp. 396-400.

L’Osservatore Romano 18.2.1995 p.4.

L'Osservatore Romano. Edición Semanal en lengua española, n. 8, pp. 5, 8 (pp.105, 108).

 



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