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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL SIMPOSIO CON MOTIVO DEL 30 ANIVERSARIO
DEL DECRETO «PRESBYTERORUM ORDINIS»

Viernes 27 de octubre de 1995

 

1. El amor más grande es el título de este interesante festival, durante el cual hemos podido escuchar diversos testimonios acerca del sacerdocio, a treinta años de la promulgación del decreto del concilio Vaticano II Presbyterorum ordinis sobre el ministerio y la vida sacerdotal.

Gracias a quienes lo han preparado con esmero y competencia. En particular, gracias al cardenal prefecto José Sánchez y al secretario monseñor Crescenzio Sepe de la Congregación para el clero que, al programar el simposio internacional de estos días, también han querido organizar esta significativa manifestación artística densa de espiritualidad sacerdotal. Gracias a los intérpretes, a los colaboradores técnicos de la transmisión televisiva en directo así como a quienes han participado aquí, en el aula Pablo VI, y en las conexiones desde Jerusalén, Fátima, Ars y Wadowice. Doy las gracias a la RAI que, en colaboración con el Centro televisivo vaticano y Telepace, han hecho posible su difusión a muchas naciones del mundo.

Además, dirijo un saludo cordial a los hermanos de las otras confesiones cristianas que han querido participar en este encuentro.

2. Quisiera dar las gracias a mi sucesor, el metropolita de la Iglesia de Cracovia, el cardenal Macharski, y a todos los que han participado en mi itinerario sacerdotal. En este momento, también yo quisiera ofrecer mi testimonio de sacerdote desde hace casi cincuenta años. Pero antes, deseo saludaros con afecto a todos vosotros, amadísimos hermanos en el sacerdocio. Abrazo a cada uno con cordialidad y gratitud: a los presbíteros diocesanos y a los presbíteros religiosos, especialmente a los ancianos, enfermos o cansados. Gracias por vuestro testimonio, con frecuencia silencioso y difícil; gracias por vuestra fidelidad al Evangelio y a la Iglesia. Conozco las alegrías y las preocupaciones de vuestros esfuerzos apostólicos de cada día. Estoy cerca de vosotros con mi oración y mi afecto. Queridos sacerdotes, un signo de esta cercanía espiritual mía es la Carta que os escribo y envió cada año el Jueves santo. Es hermoso meditar hoy juntos en el don del sacerdocio que nos une a todos en el vínculo del sacramento del orden.

¿Qué es el sacerdote? ¿Qué es el sacerdocio?

El sacerdocio es una vocación. Nadie se arroga esta dignidad, sino sólo el llamado por Dios. Lo pone muy bien de manifiesto el autor de la carta a los Hebreos cuando afirma que la vocación divina al sacerdocio no se refiere sólo a los sacerdotes del Antiguo Testamento sino, ante todo, a Cristo mismo, el Hijo consustancial con el Padre, instituido sacerdote según el rito de Melquisedec, único sacerdote para siempre de la nueva y eterna alianza. En esta vocación del Hijo al sacerdocio se expresa una dimensión del misterio trinitario.

Al mismo tiempo, el sacerdocio de Cristo constituye una consecuencia de la Encarnación. Al nacer de María, el Hijo eterno y unigénito de Dios entra en el orden de la creación. Se convierte en sacerdote, el único sacerdote y, por esta razón, quienes tienen el sacerdocio sacramental en la Iglesia de la nueva alianza, participan en su único sacerdocio.

El sacerdocio es un don. Dice la Biblia: "Nadie se arroga tal dignidad, sino el llamado por Dios" (Hb 5, 4).

El sacerdocio es punto clave de toda la vida y misión de la Iglesia.

El sacerdocio es un misterio, que supera al hombre. Ante esta realidad es necesario repetir con san Pablo: "Son insondables sus designios e inescrutables los caminos de Dios" (cf. Rm 11, 33).

3. El próximo 1 de noviembre comenzaré el quincuagésimo año de mi sacerdocio. Pensando en la historia de mi vocación, debo confesar que fue una vocación adulta, aunque, en cierto sentido, anunciada en el período de mi adolescencia. Después del examen final en el instituto de Wadowice, en 1938 comencé a estudiar filología polaca en la Universidad Jaguelónica de Cracovia, lo cual respondía a mis intereses y predilecciones de entonces. Pero esos estudios fueron interrumpidos por la segunda guerra mundial, en septiembre de 1939. Desde septiembre de 1940 comencé a trabajar, primero en una cantera de piedra y después en la fábrica Solvay. Precisamente en esa difícil situación maduró en mí la vocación sacerdotal. Maduró entre los sufrimientos de mi nación; maduró en el trabajo físico, entre los obreros; inauguró también gracias a la dirección espiritual de varios sacerdotes, especialmente de mi confesor. En octubre de 1942 me presenté en el seminario mayor de Cracovia y fui admitido. Desde ese momento, aunque seguí trabajando como obrero en la fábrica Solvay, me convertí en estudiante clandestino de la facultad de teología en la Universidad Jaguelónica, y en alumno del seminario mayor de Cracovia. Recibí la ordenación sacerdotal el 1 de noviembre de 1946 de manos del cardenal Adam Stefan Sapieha, en su capilla privada.

4. El sacerdote es el hombre de la Eucaristía. En el arco de casi cincuenta años de sacerdocio, la celebración de la Eucaristía sigue siendo para mí el momento más importante y más sagrado. Tengo plena conciencia de celebrar en el altar in persona Christi. Jamás en el curso de estos años, he dejado la celebración del santísimo sacrificio. Si esto sucedió alguna vez, fue sólo por motivos independientes de mi voluntad. La santa misa es de modo absoluto el centro de mi vida y de toda mi jornada. Ella se encuentra en el centro de la teología del sacerdocio, una teología que he aprendido no tanto de los libros de texto, cuanto de modelos vivos de santos sacerdotes. Ante todo, del santo párroco de Ars, Juan María Vianney. Todavía hoy me acuerdo de la biografía escrita por el padre Trochu, que literalmente me conmovió. Nombro al párroco de Ars, pero no es el único modelo de sacerdote que me ha impresionado. Ha habido muchos otros santos sacerdotes a los que he admirado, habiéndolos conocido tanto a través de sus hagiografías como personalmente, porque son contemporáneos. Los miraba y aprendía de ellos el significado del sacerdocio, como vocación y ministerio.

5. El sacerdote es hombre de oración. "Os alimento con lo que yo mismo vivo", decía san Anselmo. Las verdades anunciadas deben descubrirse y hacerse propias en la intimidad de la oración y de la meditación. Nuestro ministerio de la palabra consiste en manifestar lo que primero ha sido preparado en la oración.

Sin embargo, no es ésta la única dimensión de la oración sacerdotal. Dado que el sacerdote es mediador entre Dios y los hombres, muchos hombres se dirigen a él para pedirle oraciones. Por tanto, la oración, en cierto sentido, "crea" al sacerdote, especialmente come pastor. Y al mismo tiempo cada sacerdote se crea a sí mismo constantemente gracias a la oración. Pienso en la estupenda oración del breviario, Officium divinum, en la cual la Iglesia entera con los labios de sus ministros ora junto a Cristo; pienso en el gran número de peticiones y de intenciones de oración, que nos presentan constantemente numerosas personas. Yo tomo nota de las intenciones que me indican personas de todo el mundo y las conservo en mi capilla sobre el reclinatorio, para que en todo momento estén presentes en mi conciencia, incluso cuando no puedo repetirlas literalmente cada día. Permanecen allí, y se puede decir que el Señor Jesús las conoce, porque se encuentran entre los apuntes sobre el reclinatorio y también en mi corazón.

6. Ser sacerdotes hoy. El tema del la identidad sacerdotal es siempre actual, porque se trata de nuestro ser nosotros mismos. Durante el concilio Vaticano II e inmediatamente después se habló mucho de esto. Este problema tuvo origen probablemente en cierta crisis de la pastoral, frente a la laicización y el abandono de la práctica religiosa. Los sacerdotes comenzaron a plantearse la siguiente pregunta: ¿Se tiene todavía necesidad de nosotros? Y en algunos sacerdotes aparecieron los síntomas de cierta pérdida de su propia identidad.

Desde el principio el sacerdote, como escribe el autor de la carta a los Hebreos, "es elegido de entre los hombres y está puesto en favor de los hombres que lo que se refiere a Dios" (Hb 5, 1). Esta es la mejor definición de la identidad del sacerdote. Cada sacerdote, según los dones que el Creador le ha otorgado, puede servir de diferentes maneras a Dios y alcanzar con su ministerio sacerdotal diversos sectores de la vida humana, acercándolos a Dios. Sin embargo él permanece, y debe permanecer un hombre elegido de entre los demás y "puesto en favor de los hombres en lo que se refiere a Dios".

La identidad sacerdotal es importante para el presbítero; es importante para su testimonio delante de los hombres, que sólo buscan en él al sacerdote: un verdadero "horno Dei", que ame a la Iglesia como a su esposa; que sea para los fieles testigo de lo absoluto de Dios y de las realidades invisibles; que sea un hombre de oración y, gracias a ésta, un verdadero maestro, un guía y un amigo. Delante de un sacerdote así, a los creyentes les resulta más fácil arrodillarse y confesar sus propios pecados; cuando participan en la santa misa, les resulta más fácil tomar conciencia de la unción del Espíritu santo, concedida a las manos y al corazón del sacerdote radiante el sacramento del orden.

La identidad sacerdotal es una cuestión de fidelidad a Cristo y al pueblo de Dios, al que somos enviados. No es sólo algo íntimo, que se refiere a la autoconciencia sacerdotal. Es una realidad constantemente examinada y verificada por parte de los hombres, porque el sacerdote "elegido de entre los hombres está puesto en favor de los hombres en lo que se refiere a Dios".

7. Pero un sacerdote, ¿cómo puede realizar plenamente esta vocación? El secreto, queridos sacerdotes, lo conocéis bien: es confiar en el apoyo divino y tender constantemente a la santidad. Esta tarde quisiera desear a cada uno de vosotros "la gracia de renovar cada día el carisma de Dios recibido con la imposición de las manos (cf. 2 Tm 1, 6); de sentir el consuelo de la profunda amistad que os vincula con Cristo y os une entre vosotros; de experimentar el gozo del crecimiento de la grey de Dios en un amor cada vez más grande a él y a todos los hombres; de cultivar el sereno convencimiento de que el que ha comenzado en vosotros esta obra buena la llevará a cumplimiento hasta el día de Cristo Jesús (cf. Flp 1, 6)" (Pastores dabo vobis, 82).

Os sostenga, con su ejemplo y su intercesión, María santísima, María Madre de los sacerdotes.



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