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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LA EMBAJADORA DE FILIPINAS ANTE LA SANTA SEDE
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Martes 9 de julio de 1996

 

Excelencia:

Me complace darle la bienvenida al Vaticano y aceptar las Cartas que la acreditan como Embajadora Extraordinaria y Plenipotenciaria de la República de Filipinas ante la Santa Sede. Le agradezco los saludos de Su Excelencia, el Presidente Fidel Ramos, y del Gobierno y del pueblo de su País. Le ruego que les transmita mis mejores deseos y les asegure mi estima y mi afecto por su nación.

Su presencia me trae intensos y gratos recuerdos de mi reciente visita pastoral a Manila y de la celebración de la X Jornada mundial de la Juventud, en la que usted participó personalmente. En esa ocasión fui testigo, una vez más, de la fe, la flexibilidad y la vitalidad del pueblo filipino, que se mantiene intrépido a pesar de los frecuentes contratiempos causados por las calamidades naturales o por los factores económicos y sociales.

Actualmente los filipinos están conmemorando los acontecimientos históricos y la acción de los patriotas que, tras el horror y la destrucción de la Segunda Guerra Mundial, iniciaron un movimiento que llevó a la independencia de su nación. Les felicito por el 50º aniversario de ese momento fundamental de su historia, y exhorto al Gobierno y al pueblo a seguir teniendo una alta estima de los ideales de justicia, orgullo cívico y solidaridad social, que permiten que una sociedad sea estable y capaz de responder a las necesidades de sus miembros.

El sudeste asiático está viviendo un período de notable crecimiento y desarrollo, y su Gobierno se está esforzando por asegurar ese progreso también en Filipinas. Confío en que se realicen todos los esfuerzos posibles para garantizar que los beneficios que deriven de dicho progreso se repartan equitativamente entre todos y, en particular, se usen para ayudar a los más necesitados, a fin de que todos los filipinos puedan participar en la construcción «de una nación que camine de modo resuelto por el sendero del desarrollo auténtico e integral, y que se comprometa totalmente en favor del bienestar de todos sus ciudadanos, especialmente de los más débiles» (Discurso de llegada a Manila, 12 de enero de 1995, n. 2: L'Osservatore Romano, edición en Lengua Española, 20 de enero de 1995, pág. 3). Es esencial que ese progreso vaya acompañado por un profundo aprecio de los valores espirituales, sin los cuales no es posible un genuino desarrollo humano.

En su País, una cultura y un estilo de vida asiáticos se han encontrado con el mensaje y la tradición cristianos y los han asimilado profundamente. Los valores provenientes del Evangelio impulsan a los cristianos y, en realidad, a muchos otros hombres y mujeres de buena voluntad, a promover una mayor conciencia de los derechos fundamentales que brotan de la dignidad inalienable de todo ser humano. Los filipinos se han distinguido por su asistencia a los débiles y a los más desvalidos, así como por su generosa hospitalidad hacía quienes, a lo largo de los siglos, han buscado refugio en su País. La colaboración más reciente entre el Estado y la Iglesia ha beneficiado en gran medida al pueblo, y exhorto a todas las personas involucradas a proseguir sus esfuerzos, a fin de hallar soluciones justas para los problemas que aún perduran.

En todo el mundo y, en especial en la zona asiática del Pacífico, existe una convicción cada vez más profunda de que hay que hacer mucho más para proteger a los niños contra todo tipo de abusos y explotación. Es necesario que los gobiernos intervengan con decisión, con toda la fuerza de la ley, contra los que perjudican y escandalizan a los más indefensos. Hay que tomar todas las medidas que contribuyan a este fin, y alentar la cooperación a nivel internacional que las garantice y alivie la pobreza de la infancia que, con frecuencia, es el factor clave de la propagación de esos males.

Muchos filipinos deben trabajar aún en el extranjero para ayudar a sus familias en su país. Esos trabajadores contratados en el extranjero necesitan apoyo y protección. En Roma, como en otras partes, la Iglesia se está esforzando por acompañarlos pastoralmente y brindarles el aliento necesario para que perseveren en su vida cristiana y en sus mejores tradiciones, a pesar de las numerosas presiones a las que están sometidos y a los problemas diarios que deben afrontar.

Desde la primera evangelización de Filipinas, la Iglesia ha dado una contribución esencial al progreso de la nación. Como dije a mi llegada a Manila el pasado mes de enero, «la Iglesia y la comunidad política actúan en diversos niveles y son independientes una de otra, pero ambas están al servicio de las mismas personas. Dentro de ese servicio existe un amplio espacio para el diálogo, la cooperación y ayuda mutua»(ib., n. 5). De la misma manera que el nacimiento de su nación tuvo una dimensión religiosa, también ahora, cincuenta años después de su independencia, la Iglesia quiere cooperar con el Estado en la salvaguardia de todo lo que es positivo y digno de elogio en la sociedad. La vida familiar y matrimonial ocupa un lugar especial dentro de la cultura y la tradición filipinas. En efecto, los filipinos tienen una altísima estima de la familia como la célula primera y vital de la sociedad, y la fuente de su cohesión. Como escribí en la encíclica Familiaris consortio: «La familia posee vínculos vitales y orgánicos con la sociedad, porque constituye su fundamento y alimento continuo mediante su función de servicio a la vida. En efecto, de la familia nacen los ciudadanos, y éstos encuentran en ella la primera escuela de esas virtudes sociales, que son el alma de la vida y del desarrollo de la sociedad misma» (n. 42).­

Es preciso realizar todos los esfuerzos posibles para fortalecer y proteger a la familia, asegurándole las condiciones en que pueda cumplir en la sociedad la misión que Dios le ha confiado. Por otra parte, hoy que el carácter sagrado de toda vida humana, desde su concepción hasta su muerte natural, se está oscureciendo en las mentes de muchas personas, es muy importante que los problemas demográficos y sociales, que requieren la atención responsable y eficaz de los organismos nacionales e internacionales, no permanezcan abiertos a soluciones falsas y engañosas, opuestas a la verdad y al bien de las personas y las naciones (cf. carta encíclica Evangelium vitae, 4).

En otro orden, me complace saber que la larga búsqueda de la paz en su País ha registrado un progreso considerable durante estos años. La tarea no es fácil, debido en parte a la complejidad del entramado social de la nación; es una empresa que requiere prudencia y buena voluntad.

Excelencia, tengo absoluta confianza en que durante su misión prosperen la amistad y la comprensión, que han distinguido siempre las relaciones entre Filipinas y la Santa Sede, y deseo asegurarle la voluntad de cooperación de los diversos organismos de la Curia Romana, que usted ya conoce ciertamente, como miembro del Consejo Pontificio para los Laicos. Sobre usted y sobre la Nación Filipina invoco abundantes bendiciones de Dios Todopoderoso.


*L'Osservatore Romano. Edición Semanal en lengua española, n.29, p.7 (p.399).



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