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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS OBISPOS COLOMBIANOS DE LAS PROVINCIAS ECLESIÁSTICAS
DE CARTAGENA, BARRANQUILLA, NUEVA PAMPLONA
Y BUCARAMANGA Y DEL ORDINARIATO CASTRENSE


Sábado 11 de mayo de 1996

 

Amados Hermanos en el Episcopado:

1. Es para mí motivo de profunda alegría claros la bienvenida en esta visita vuestra al Sucesor de Pedro. Habéis venido a Roma, Obispos de las Provincias Eclesiásticas de Cartagena, Barranquilla, Nueva Pamplona y Bucaramanga y del Ordinariato castrense, para venerar los sepulcros de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo, y reafirmar la profunda comunión con esta Sede Apostólica.

Esta misma comunión se manifiesta y fortalece en el hecho de compartir con el Obispo de Roma las alegrías y esperanzas, las experiencias y dificultades de vuestro ministerio episcopal en estas jornadas de encuentro y reflexión, que tienden a reforzar la unidad en la misma fe, esperanza y caridad, así como a dar a conocer y apreciar cada vez más el inmenso patrimonio de valores espirituales y morales que la Iglesia difunde en todo el mundo (Pastor Bonus, Adn. I, 3). A través de vosotros quiero saludar también a todo el clero, comunidades religiosas y laicos de vuestras Diócesis, deseándoles gracia y paz abundantes en el Señor resucitado (cf. 1P 1, 2).

Agradezco las amables palabras de Monseñor Carlos José Ruiseco Vieira, Arzobispo de Cartagena, con las cuales se ha hecho intérprete cíe los sentimientos de todos. Esa gratitud la expreso también por vuestra sincera adhesión y por la incansable dedicación al ministerio que os fue confiado y que ejercéis enseñando, santificando y rigiendo al Pueblo de Dios que camina en Colombia.

2. La presencia y el compromiso de los presbíteros y laicos en la comunidad diocesana es un aspecto fundamental puesto que, de una parte, pertenece a la naturaleza y estructura mismas de la Iglesia y, de otra, afecta al anuncio del Evangelio, que sería impensable sin el ministerio de pastores idóneos y sin el testimonio y la acción de seglares bien formados y comprometidos en los diversos campos del apostolado. La misión del presbítero y del laico dentro de la comunidad eclesial responde a una vocación especial recibida del Señor como don: «No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros, y os he destinado para que vayáis y deis fruto y que vuestro fruto permanezca» (Jn 15, 16). La iniciativa es siempre de Dios, que espera de aquellos que ha elegido la respuesta de una entrega generosa en cada momento de la existencia.

Las diversas vocaciones sobre las que se articula la vida eclesial participan de una dignidad común; todas son un llamado a la santidad y cooperan a la edificación del único Cuerpo de Cristo según los diversos dones que cada uno ha recibido del Espíritu (cf Rm 12, 3-8). La igual dignidad de todos los miembros de la Iglesia no anula la variedad de formas, ya que el Espíritu Santo constituye la Iglesia como una comunión en la diversidad de vocaciones y ministerios (Vita consecrata, 31).

Como enseña el Concilio Vaticano II, «el mismo Señor, para que los fieles formaran un solo cuerpo, en el que todos los miembros no tienen la misma función (Rm 12, 4), instituyó a algunos como ministros que, en el grupo de los fieles, tuvieran la sagrada potestad del orden» (Presbyterorum ordinis, 2). Además de la consagración bautismal, los presbíteros reciben en la Ordenación una nueva consagración para continuar en el tiempo, como colaboradores del Obispo, el ministerio apostólico. De este modo, en el armonioso conjunto de dones de la Iglesia, se confía a los laicos y a los presbíteros la misión de manifestar una u otra de las dimensiones del único misterio de Cristo: los laicos anunciando el Evangelio en medio de las realidades temporales y los presbíteros apacentando al Pueblo de Dios con la enseñanza de la Palabra, la administración de los Sacramentos y el ejercicio de la potestad sagrada al servicio de la comunión eclesial,

3. La formación y el cuidado de los presbíteros ha sido una preocupación permanente en la historia de la Iglesia. Preocupación lógica si se piensa en la misión imponderable que han recibido para la edificación de la Iglesia y en su importante responsabilidad como instrumentos vivos de Cristo, lo cual llevó a los Padres Conciliares a afirmar que «los sacerdotes están especialmente obligados a alcanzar la perfección» (Ibíd., 12).

Ante los retos a nivel eclesial, social y cultural que se plantean hoy en Colombia, y que deben ser objeto de la nueva Evangelización, os invito a dedicar vuestras mejores energías como Obispos a la urgente tarea de la formación de los sacerdotes, siguiendo el ejemplo del Señor, que ocupó gran parte de su ministerio público en preparar a los Apóstoles (Pastores dabo vobis, 1-10).

Conocéis bien los vacíos que en una parte de vuestro clero han dejado los períodos de transición, y las dificultades que cada día han de afrontar los presbíteros. Por ello es preciso asumir sin titubeos la atención pastoral a los sacerdotes como una de las primeras responsabilidades de cada Obispo en su Iglesia particular. Es un verdadero desafío para la Conferencia Episcopal y para cada Obispo buscar y aplicar en este campo, como justamente hicisteis en vuestra Asamblea Plenaria del año pasado, respuestas decididas, oportunas y eficaces.

Los sacerdotes son vuestros primeros e indispensables colaboradores por ser los más directos «administradores de los misterios de Dios» (1Co 4, 1). Debéis amarlos mucho y cada vez más. No hay ocupación en la que el Obispo pueda emplear más fructuosamente su tiempo, su corazón y su actividad, que en la formación, escucha y animación de su clero. Es necesario sostener a los sacerdotes en sus tribulaciones y necesidades; prevenir con prudencia y caridad pastoral las situaciones difíciles; encontrar soluciones a los problemas morales que afligen a algunos; tomar medidas precisas ante un estilo de vida secularizado y la participación en actividades o compromisos políticos.

4. Quiero referirme también a la selección y formación de los candidatos al sacerdocio. Me consuela saber que estáis haciendo en Colombia serios esfuerzos en la promoción de las vocaciones sacerdotales, con resultados apreciables, que llenan el alma de gozo y esperanza. Es un gran desafío para vosotros, pues sabéis bien que de la calidad de la formación dada a quienes serán los pastores del próximo siglo depende en buena parte el futuro de la Iglesia en vuestro país, En efecto, no hasta que siga creciendo el número de sacerdotes jóvenes en vuestros presbiterios, es necesario atender sobre todo a su formación, ya que ésta es siempre garantía de fecundidad apostólica, mientras que una formación incompleta comporta con frecuencia dificultades y sufrimientos para la vida de las comunidades diocesanas y de los mismos sacerdotes.

Cuando ciertas coyunturas puedan llevar a algunos jóvenes a elegir el sacerdocio como medio de autoafirmación personal o promoción social, tenéis que ser conscientes de la grave responsabilidad que pesa sobre vosotros en su selección. Ésta debe hacerse teniendo en cuenta varios criterios, como son: las circunstancias familiares de los candidatos; sus cualidades humanas; su manifiesta actitud de servicio; su vinculación eclesial a través de las parroquias o grupos de apostolado. No conviene, pues, admitir en el Seminario a jóvenes con motivaciones vocacionales inadecuadas o sin haber comenzado un proceso serio de discernimiento y maduración espiritual.

Llegando a este punto quiero alentar la iniciativa emprendida por varios Obispos de Colombia de organizar en sus respectivas circunscripciones un Seminario propio. Se trata de una opción no sólo legítima sino también laudable. Sin embargo, es preciso en estos casos recordar la enseñanza del Evangelio, que nos invita a medir con prudencia las fuerzas y los recursos (cf. Lc 14, 28-32). En efecto, una multiplicación de Seminarios Mayores, que no vaya acompañada en las diversas Diócesis de las adecuadas estructuras pastorales y formativas, que respalden y soporten el camino de preparación al sacerdocio, no podrá solucionar los problemas y dificultades que vosotros mismos habéis detectado hoy en los Seminarios y Presbiterios de Colombia.

5. Otro tema a considerar es la presencia y el papel propio de los laicos en la comunidad diocesana, A este respecto, la III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano presentaba su identidad como hombres de Iglesia en el corazón del mundo y como hombres del mundo en el corazón de la Iglesia (cf. Puebla, 786). Especialmente en los últimos tiempos, ellos han sido convocados a la comunión y participación en la vida de la Iglesia, como lo hizo el Concilio Vaticano II en un vehemente llamado que es siempre actual: «El sacrosanto Concilio ruega encarecidamente en el Señor a todos los laicos que respondan de buen grado, con generosidad y prontitud de corazón, a la voz de Cristo, que en esta hora los invita con particular insistencia... de modo que en las diversas formas y maneras del único apostolado de la Iglesia, en constante adaptación a las nuevas necesidades de los tiempos, se ofrezcan a Él como cooperadores, trabajando siempre con generosidad en la obra del Señor» (Apostolicam actuositatem, 33).

La formación y organización de los laicos reviste, pues, gran importancia. Es preciso que el laicado se revigorice congregando almas generosas, espíritus jóvenes y fuertes, hombres y mujeres de pensamiento y acción, deseosos y capaces de animar cristianamente a la sociedad colombiana. Hoy más que nunca el laicado católico de Colombia está llamado a contribuir decisivamente en la regeneración moral de la nación, en la búsqueda y promoción del bien común, en la implantación y defensa de los valores cristianos.

Ésta es una gran inquietud que llevo en el corazón y que hoy, en este encuentro, quiero confiar también encarecidamente a vuestra responsabilidad pastoral. Es necesario multiplicar los esfuerzos para brindar a los laicos una formación sólida, orgánica y permanente, que los capacite para ser evangelizadores. Éste es uno de los requisitos para poder contar con comunidades eclesiales vivas y comprometidas en su misión, en las que los laicos eviten el peligro de «dos vidas paralelas: por una parte la denominada vida "espiritual", con sus valores y exigencias; y, por otra, la denominada vida "secular", es decir, la vida de familia, de trabajo, de las relaciones sociales, del compromiso político y de la cultura» (Christifideles laici, 59).

6. No quisiera concluir sin señalar que esta importante tarea de animación y formación de los presbíteros y de los laicos, temas en los que he centrado mi reflexión, exige siempre un contexto eclesial. Sólo en el ámbito de la Iglesia, que es madre y maestra del hombre, es posible delinear el modelo de pastor y de laico que queremos configurar en el umbral del Tercer Milenio.

La Iglesia particular es el espacio privilegiado donde el sacerdote debe encontrar los medios específicos para su santificación y los recursos adecuados para superar sus límites y dificultades. Se deben, pues, valorar las iniciativas encaminadas a fortalecer la identidad propia del presbiterio diocesano, favoreciendo la comunión y el ejercicio de la caridad fraterna entre sus miembros. Igualmente es necesario dar a los Consejos presbiterales la consistencia y la funcionalidad establecida por la ley canónica (cf. Código de Derecho Canónico, cann. 495-502) y orientar la formación permanente del clero desde el interior de la vida y misión de la propia Iglesia particular, para poder ofrecer las respuestas adecuadas a las necesidades concretas de cada momento y lugar.

Es también en la Iglesia particular donde las asociaciones laicales y los movimientos pueden encontrar el ambiente propio de formación y los medios más idóneos para su orientación. Fomentando desde la Diócesis el apostolado seglar y un clima de comunión entre los diversos carismas peculiares de la vida laical, se favorece la comunión eclesial y se evita así el peligro del alejamiento de fieles hacia distintas sectas o grupos pseudorreligiosos. Es necesario, pues, promover iniciativas adecuadas para coordinar la actividad de las parroquias y comunidades eclesiales, injertándolas en la pastoral diocesana de conjunto, de modo que los laicos puedan vivir la grandeza de su vocación y brindar todo su aporte desde la misión que les es propia.

En este sentido, conviene seguir trabajando para hacer más operantes los caminos de la comunión y la participación a nivel local, potenciando todas las riquezas y posibilidades de la Iglesia particular. Así, emprendiendo con entusiasmo un camino de renovación orgánica, acompañado siempre por la oración, la ascesis y la conversión de los corazones, se darán sin duda abundantes frutos de dinamismo y fecundidad apostólicas. Es mucho lo que se está haciendo, pero debemos pensar que se puede hacer aún mucho más.

7. Queridos Hermanos, con estas reflexiones he querido testimoniar el aprecio que me une a vosotros, Pastores de la Iglesia en Colombia, y a vuestros fieles. Os tengo siempre presentes y, desde la oración y la responsabilidad pastoral del ministerio de Sucesor de Pedro, os acompaño en vuestros trabajos y fatigas al servicio del Evangelio. A todos os recuerdo que, corno enseña el Apóstol, «nos gloriamos hasta en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación engendra la paciencia; la paciencia, virtud probada; la virtud probada, esperanza, y la esperanza no falla, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu que nos ha sido dado» (Rm 5, 3-5).

Con estos sentimientos invoco de Dios, mediante la intercesión de Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá, a quien suplico infunda un renovado dinamismo en las Diócesis de Colombia, copiosos dones de su gracia para vosotros, para los sacerdotes, las comunidades religiosas y para todos los fieles a vosotros confiados.

Que os conforte la Bendición Apostólica que de corazón os imparto.

 



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