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VIAJE APOSTÓLICO A POLONIA

PALABRAS DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
EN EL SANTUARIO DE JASNA GÓRA

Czestochowa, miércoles 4 de junio de 1997

 

1. Te saludamos, Jesús, Hijo de María.

El Congreso eucarístico internacional, que se ha celebrado en Wrocław, está teniendo gran eco en toda Polonia. Aquí, en Czêstochowa, en Jasna Góra, el Congreso ha sido acompañado precisamente por este canto eucarístico y, a la vez, mariano:

«Te saludamos, Hostia viva, en la que Jesucristo oculta su divinidad. Te saludamos, Jesús, Hijo de María, en la santa Hostia eres el Dios verdadero».

A menudo canto este himno y medito sus palabras, porque contienen gran riqueza teológica. Hay más estrofas, pero quiero reflexionar en esta primera, que guarda especial relación con la página del Evangelio que hemos leído en este encuentro. Conocemos bien este pasaje; se trata de uno de los textos que utiliza con más frecuencia la liturgia: el pasaje en el que el evangelista Lucas describe los rasgos principales de la Anunciación. El arcángel Gabriel, enviado por Dios a Nazaret, a la Virgen María, la saluda con las palabras que constituirán el inicio de la plegaria más frecuentemente rezada, el Ave María: «Dios te salve, llena de gracia; el Señor está contigo...» (Lc 1, 28). El ángel prosigue: «Has hallado gracia delante de Dios; vas a concebir en el seno y vas a dar a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús» (Lc 1, 30-31). Y, cuando María pregunta: «¿Cómo será esto, puesto que no conozco varón?» (Lc 1, 34), el ángel le responde: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso, el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios» (Lc 1, 35). La respuesta de María fue: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 38).

Así, el Verbo eterno se hizo carne. El Hijo unigénito de Dios se hizo hombre, asumiendo nuestra naturaleza en el seno de la inmaculada Virgen de Nazaret. María, al acoger con fe el don de Dios, el don del Verbo encarnado, se encuentra por eso mismo en el inicio, en las fuentes de la Eucaristía. La fe de la Madre de Dios introduce a toda la Iglesia en el misterio de la presencia eucarística de su Hijo. En la liturgia de la Iglesia, tanto de Occidente como de Oriente, la Madre de Dios lleva siempre a los fieles hacia la Eucaristía. Por consiguiente, fue muy oportuno que, un año antes del Congreso eucarístico de Wrocław, aquí en Jasna Góra se hayan llevado a cabo los trabajos del Congreso mariano, que tuvo por tema: «María y la Eucaristía». También en esta secuencia de acontecimientos se pone de manifiesto de modo simbólico la verdad sobre María que lleva hacia su Hijo, sobre la Madre de la Iglesia que orienta a sus hijos hacia la Eucaristía. En efecto, para nosotros, creyentes en Jesucristo, María es la maestra más perfecta del amor que permite unirse del modo más pleno al Redentor en el misterio de su sacrificio eucarístico y de su presencia eucarística.

2. Jasna Góra es el lugar donde nuestra nación, a lo largo de los siglos, se ha reunido para dar testimonio de su fe y de su adhesión a la comunidad de la Iglesia de Cristo. Muchas veces veníamos acá para pedir a María ayuda en la lucha por conservar la fidelidad a Dios, a la cruz, al Evangelio, a la santa Iglesia y a sus pastores. Aquí asumíamos nuestros deberes de vida cristiana. A los pies de la Señora de Jasna Góra encontrábamos la fuerza para permanecer fieles a la Iglesia, cuando era perseguida, cuando debía guardar silencio y sufrir.

Siempre decíamos: «sí» a la Iglesia y esta actitud cristiana ha sido un acto de gran amor a ella. En efecto, la Iglesia es nuestra madre espiritual. A ella le debemos el «llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!» (1 Jn 3, 1). Podemos cantar: «Abbá, Padre», como cantaron los jóvenes aquí durante la Jornada mundial de la juventud en 1991 y como hacéis vosotros hoy. La Iglesia ha arraigado para siempre en la historia de nuestra nación, velando con solicitud por el destino de sus hijos, especialmente en los momentos de humillación, de guerras, de persecuciones, o cuando ha perdido su independencia.

Aquí, a los pies de María, cada día «conocemos mejor a la Iglesia», encomendada por Cristo a los Apóstoles y a todos nosotros. El misterio de María se halla indisolublemente unido al misterio de la Iglesia, desde el instante de la Inmaculada Concepción, pasando por la Anunciación, la Visitación, Belén y Nazaret, hasta el Calvario. María, junto con los Apóstoles, permaneció en oración en el cenáculo, esperando, después de la Ascensión de su Hijo al cielo, el cumplimiento de la promesa. Esperaba, juntamente con ellos, la venida del Espíritu Santo, que manifestaría públicamente el nacimiento de la Iglesia y, después, velaría por el desarrollo de la comunidad cristiana primitiva.

San Pablo dice que «la Iglesia es el cuerpo de Cristo» (cf. 1 Co 12, 27). Eso significa que ha sido formada según el designio de Cristo como una comunidad de salvación. La Iglesia es obra suya, se construye incesantemente en Cristo, pues él sigue viviendo y actuando en ella. La Iglesia le pertenece a él y siempre será suya. Debemos ser hijos fieles de la Iglesia que nosotros mismos formamos. Si con nuestra fe y con nuestra vida decimos «sí» a Cristo, no podemos menos de decirlo también a la Iglesia. Cristo dijo a los Apóstoles y a sus sucesores: «Quien a vosotros os escucha, a mí me escucha; y quien a vosotros os rechaza, a mí me rechaza; y quien me rechaza a mí, rechaza al que me ha enviado» (Lc 10, 16).

Es verdad que la Iglesia es una realidad también humana, que lleva en sí todos los límites y las imperfecciones de los seres humanos que la componen, seres pecadores y débiles. ¿No fue Cristo mismo quien quiso que nuestra fe en la Iglesia afrontara esta dificultad? Tratemos siempre de aceptar con magnanimidad y con espíritu de confianza lo que la Iglesia nos anuncia y nos enseña. El camino que nos señala Cristo, que vive en su Iglesia, nos lleva al bien, a la verdad, a la vida eterna. En efecto, es Cristo quien habla, quien perdona y quien santifica. Decir «no» a la Iglesia equivale a decir «no» a Cristo.

Quisiera ahora citar las palabras de mi predecesor en la sede de Pedro, Pablo VI, el Papa que amaba a Polonia y quería participar en las ceremonias del milenio en Jasna Góra, el 3 de mayo de 1966, pero al que las autoridades de entonces no se lo permitieron. Estas fueron sus palabras: «Amad a la Iglesia. Ha llegado la hora de amar a la Iglesia con corazón fuerte y nuevo. (...) Los defectos y las flaquezas de los hombres de Iglesia tendrían que volver más fuerte y solícita la caridad de quien quiere ser miembro vivo, sano y paciente de la Iglesia. Así hacen los hijos buenos, así hacen los santos. (...) Amarla (a la Iglesia) significa estimarla y ser felices de pertenecer a ella, significa ser denodadamente fieles; significa obedecerle y servirla, ayudarla con sacrificio y con gozo en su ardua misión» (Audiencia general del 18 de septiembre de 1968).

«Te saludamos, Jesús, Hijo de María... », cantamos hoy en Jasna Góra y añadimos: «En la santa Hostia eres el Dios verdadero». Reconocemos que creemos que, al recibir en la Eucaristía a Cristo bajo las especies del pan y del vino, recibimos al Dios verdadero. Es él quien se hace alimento sobrenatural de nuestra alma, cuando nos unimos a él en la santa Comunión. Demos gracias a Cristo por la Iglesia que instituyó, que vive de su sacrificio redentor, renovado en los altares del mundo entero. Demos gracias a Cristo, porque comparte con nosotros su vida divina, que es la vida eterna.

3. Era conveniente que en el itinerario de mi visita a Polonia se incluyera, también esta vez, Jasna Góra. Quiero saludar cordialmente a toda la archidiócesis de Czêstochowa, así como a su pastor monseñor Stanis3aw y a su auxiliar. Saludo a los queridos monjes de San Pablo, primer eremita, al igual que a su prior general. He repetido en varias ocasiones que Jasna Góra es el santuario de la nación, su confesionario y su altar. Es el lugar de la transformación espiritual, de la conversión y de la renovación de la vida de los polacos. Ojalá que siga siéndolo siempre.

Quiero repetir las palabras que pronuncié aquí durante mi primera peregrinación a la patria: «Hemos venido aquí tantas veces, a este santo lugar, en vigilante escucha pastoral para oír latir el corazón de la Iglesia y de la patria en el corazón de la Madre (...). Este corazón, en efecto, late como sabemos con todas las citas de la historia, con todas las vicisitudes de la vida (...). Sin embargo, si queremos saber cómo interpreta esta historia el corazón de los polacos, es necesario venir acá, es necesario sintonizar con este santuario, es necesario percibir el eco de la vida de toda la nación en el corazón de su Madre y Reina. Y si este corazón late con tono de inquietud, si resuenan en él los afanes y el grito por la conversión y el reforzamiento de las conciencias, es necesario acoger esta invitación. Nace del amor materno, que a su modo forma los procesos históricos en la tierra polaca» (Homilía en Jasna Góra, 4 de junio de 1979, n. 3: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 10 de junio de 1979, p. 11).

Este lugar es, tal vez, el más adecuado para recordar el canto polaco más antiguo: «Oh Madre divina; oh Virgen glorificada por Dios; Madre elegida, envíanos a tu Hijo Salvador. Oh Hijo de Dios, por tu Bautista, escucha nuestras súplicas, acoge los pensamientos humanos ». ¡Qué gran contenido encierran estas breves palabras!

Así oraban nuestros antepasados y así lo hacen hoy los peregrinos que vienen a Jasna Góra: «Escucha nuestras súplicas, acoge los pensamientos humanos». También yo pido esto durante la peregrinación que realizo con ocasión del milenario de san Adalberto.

Al encontrarme hoy en este itinerario del milenio, no puedo por menos de recordar a otro hombre de Dios, que la Providencia dio a la Iglesia en Polonia al final del segundo milenio, un hombre que preparó a esta Iglesia para las celebraciones del milenio del Bautismo y al que solemos llamar el Primado del milenio. ¡Con cuánta frecuencia venía acá el siervo de Dios cardenal Stefan Wyszynski, gran devoto de la Madre de Dios! ¡Cuántas gracias obtenía arrodillado inmóvil ante la imagen de Jasna Góra!

Fue precisamente aquí, el 3 de mayo de 1966, donde el cardenal primado pronunció el Acto de Jasna Góra, una consagración total a la Madre de Dios, Madre de la Iglesia, por la libertad de la Iglesia de Cristo en el mundo y en Polonia. Da mucho que pensar el recuerdo de ese Acto. Volviendo con la memoria a aquel hecho histórico, deseo hoy encomendar de nuevo a la Reina de Jasna Góra todas las oraciones de mis compatriotas y a la vez todas las necesidades y las intenciones de la Iglesia universal y de todos los hombres del mundo, conocidos por mí o desconocidos, especialmente de los enfermos, los que sufren y los que han perdido la esperanza.

Aquí también, a los pies de María, quiero agradecer todas las gracias del Congreso eucarístico de este año, todo el bien que ha producido en las almas de los hombres y en la vida de la nación y de la Iglesia.

Madre de la Iglesia de Jasna Góra, ruega por todos nosotros. Amén.

Os invito a cantar: «Desde hace siglos, tú eres la Reina de Polonia». Este podría ser el canto «Oh Madre divina» de nuestro tiempo.



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