Index   Back Top Print

[ EN  - ES  - FR  - IT  - PT ]

DISCURSO DEL PAPA JUAN PABLO II
A LA CONFERENCIA EPISCOPAL REGIONAL DEL NORTE DE ÁFRICA EN VISITA «AD LIMINA»


Viernes 31 de octubre de 1997

 

Queridos hermanos en el episcopado:

1. Es para mí una gran alegría acogeros en esta casa a vosotros, que sois los pastores de la Iglesia de Cristo en la región del norte de África. Venís en peregrinación a las tumbas de los Apóstoles para renovar vuestra esperanza y vuestro dinamismo apostólico, a fin de vivir cada vez más intensamente vuestro ministerio episcopal en medio de los pueblos de vuestra región. Agradezco a monseñor Teissier, arzobispo de Argel y presidente de vuestra Conferencia episcopal, sus palabras tan fuertes, que han puesto de relieve los sufrimientos y dramas de vuestros pueblos, pero también las alegrías y las luces que manifiestan allí la obra de Dios. Al recibiros, quiero recordar ante todo al cardenal Duval, que durante muchos a os fue presidente de vuestra Conferencia y cuyo ministerio episcopal dejó una huella profunda en la vida de la Iglesia en el norte de África. Como Sucesor de Pedro, quisiera alentaros hoy en vuestro servicio pastoral. Transmitid también mi saludo afectuoso a los fieles de cada una de vuestras diócesis y, a través de ellos, a todos los habitantes de los países del Magreb.

2. Vuestra presencia en Roma me brinda la ocasión de dirigir la mirada a cada una de vuestras comunidades. Durante los últimos meses, la Iglesia en Libia ha tenido la alegría de acoger a un nuevo pastor, en el vicariato apostólico de Benghazi.

Me alegra recibirlo y desearle un fecundo ministerio episcopal. Espero también que acaben cuanto antes las dificultades del pueblo libio, debidas al embargo aéreo impuesto a su país desde hace muchos a os. Me agrada recordar la visita que realicé el a o pasado a Túnez, y la acogida calurosa que me reservaron los fieles católicos y el pueblo tunecino. Durante esa memorable jornada, siguiendo los pasos de los santos y las santas que jalonaron la historia del país, pude reunirme con vosotros, los obispos del Magreb, por primera vez en vuestra región.

La comunidad católica de Marruecos sigue presente en mi memoria desde el feliz día de mi encuentro con ella y con la juventud marroquí en Casablanca, que ha dado un nuevo impulso a las relaciones y al diálogo entre cristianos y musulmanes. Le deseo que prosiga con ardor su testimonio de fraternidad evangélica en medio de los habitantes de ese país.

Quisiera saludar y animar con particular afecto a los católicos de Argelia. Conozco sus sufrimientos y los de todo el pueblo argelino. Les doy las gracias por compartir valientemente, en nombre de Cristo, las pruebas de esa nación herida tan trágicamente en su cuerpo y en su alma. Diecinueve religiosos y religiosas derramaron su sangre durante estos últimos a os, aceptando llegar hasta el fin en la entrega de sí mismos por sus hermanos. Entre ellos, quiero nombrar en particular a monseñor Pierre Claverie, obispo de Orán, y a los siete monjes trapenses de Nuestra Se ora del Atlas. Mientras sigue desencadenándose una violencia inaceptable para toda conciencia humana, pido a Dios que conceda finalmente la paz a la tierra de Argelia y guíe a cada uno por los caminos del respeto a toda vida humana, para que se llegue a una verdadera reconciliación y se cierren las numerosas heridas causadas en el corazón de tantas personas. Por mi parte, he apelado frecuentemente a todos los hombres de buena voluntad para que colaboren en el restablecimiento de la paz en Argelia. Sé qué doloroso calvario soporta esa tierra, y me siento cercano a todos los que lloran la pérdida de sus seres queridos. Una vez más, quisiera asegurar que la Santa Sede no ahorrará ningún esfuerzo para contribuir al retorno de la paz en Argelia.

3. La Iglesia en vuestra región expresa de modo particular el misterio de la encarnación de Dios entre los hombres, especialmente el misterio de Nazaret. En efecto, manifiesta la presencia discreta pero muy viva de Cristo, respetuosa de las personas y de las diferentes comunidades humanas y religiosas, para comunicar a todos la plenitud del amor del Padre celestial. La vocación de vuestras comunidades es también una vocación a la esperanza fundada en Cristo. Peque a grey, que en la vida social no tiene ni poder ni otra pretensión que la del amor, se os invita a poner totalmente vuestra confianza en Dios, con la seguridad de que él os guía por los caminos del encuentro con vuestros hermanos. Santa Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz, cuyo centenario de «la entrada en la vida» hemos celebrado este a o, y a quien he proclamado doctora de la Iglesia universal hace algunos días, escribía: «Desde que comprendí que no podía hacer nada sola (...) sentí que lo único necesario era unirme aún más a Jesús y que lo demás se me daría por añadidura. Efectivamente, mi esperanza nunca quedó defraudada» (Manuscrito C, 22 v). Que el Señor os ayude a perseverar en la fe y en el amor, incluso cuando los resultados de vuestras obras se hagan esperar.

Queridos hermanos en el episcopado, tenéis la grave tarea de sostener al pueblo que se os ha confiado en su camino hacia el Reino y en su testimonio en medio de los hombres. Siendo un solo corazón en el seno de vuestra Conferencia episcopal, haced que sea cada vez más fuerte la unidad de vuestras comunidades, en el reconocimiento de las diversidades legítimas. Sed guías atentos, sabiendo escuchar y alentar a cada uno en su vida cristiana, para que pueda crecer en la fe y la caridad.

4. En la misión de la Iglesia, los sacerdotes ocupan un lugar particular. Hombres de la comunión en la comunidad cristiana, están al servicio de la existencia y del crecimiento del pueblo de Dios, anunciándole la palabra de vida y administrándole los sacramentos de la Iglesia. Los invito a dar a la Eucaristía un lugar central en su existencia y a ponerla en el corazón de su ministerio, descubriendo en ella cada vez más profundamente el acontecimiento en el que Cristo, que vino al encuentro de la humanidad, se ofrece totalmente para la salvación del mundo.

El sacerdote también «está llamado a establecer con todos los hombres relaciones de fraternidad, de servicio, de búsqueda común de la verdad, de promoción de la justicia y la paz» (Pastores dabo vobis, 18). En vuestra región, con mucha generosidad y valentía, a través de una presencia solícita con cada uno, vuestros sacerdotes testimonian la universalidad y la gratuidad del amor de Dios en medio de sus hermanos y hermanas, frecuentemente entre los más pobres. Los aliento a fortalecer su testimonio, caminando con seguridad por el sendero de la santidad. Estén seguros de que la autenticidad de la vida que viene de Dios se expresa, ante todo, mediante la calidad de su vida espiritual, fundada en su disponibilidad a la obra del Espíritu Santo en ellos.

5. Quisiera saludar de modo especial a los religiosos y a las religiosas del Magreb, que aportan a la vida de la Iglesia la riqueza de sus carismas. La Iglesia les agradece el testimonio evangélico que dan en medio de sus hermanos y hermanas.

En vuestras situaciones particulares, en las que los miembros de los institutos de vida consagrada forman frecuentemente un núcleo importante de miembros permanentes de vuestras comunidades, es necesario que un diálogo confiado entre los obispos y los responsables de esos institutos permita examinar juntos las exigencias de la vida pastoral relacionadas con la presencia de sus miembros. Deseo vivamente que los superiores y las superioras de las congregaciones manifiesten generosamente su solidaridad con vuestras Iglesias particulares, sobre todo suscitando vocaciones para el testimonio eclesial en vuestra región.

La evolución de las situaciones humanas pide a las personas consagradas un gran espíritu de fe para adaptarse a las nuevas circunstancias y a las diversas necesidades que se manifiestan. Las exhorto a seguir siendo fieles a su carisma, teniendo la audacia de la creatividad. El mundo necesita, ante todo, auténticos testigos del amor de Dios. A todos los consagrados vuelvo a decirles con fuerza: «Vivid plenamente vuestra entrega a Dios, para que no falte a este mundo un rayo de la divina belleza, que ilumine el camino de la existencia humana » (Vita consecrata, 109).

6. El papel de los fieles laicos, algunos de los cuales están vinculados muy íntimamente al destino del pueblo de vuestros países, reviste un gran significado para expresar la realidad profunda de la Iglesia. En efecto, «ya en el plano del ser, antes todavía que en el del obrar, los cristianos son sarmientos de la única vid fecunda que es Cristo; son miembros vivos del único Cuerpo del Señor edificado en la fuerza del Espíritu » (Christifideles laici, 55). Con los sacerdotes, los religiosos y las religiosas, en comunión con sus obispos, los laicos forman esa Iglesia-familia que ha querido promover la Asamblea especial para África del Sínodo de los obispos. Los invito a participar cada vez más activamente en la vida y en el testimonio de sus comunidades, para constituir una Iglesia local resplandeciente y abierta a todos.

Durante la Jornada mundial de la juventud celebrada en París, pude apreciar la presencia de jóvenes procedentes de vuestra región, especialmente estudiantes. En vuestras comunidades ocupan un lugar importante y llevan un hermoso testimonio de vida evangélica a sus hermanos y hermanas en las universidades y las escuelas, frecuentemente en condiciones difíciles. Así pues, por medio de vosotros, vuelvo a decirles una vez más: «Continuad contemplando la gloria de Dios, el amor de Dios, y recibiréis la luz para construir la civilización del amor, para ayudar al hombre a ver el mundo transfigurado por la sabiduría y el amor eternos» (Homilía en Longchamp, 24 de agosto de 1997, n. 6: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 29 de agosto de 1997, p. 10).

Queridos hermanos en el episcopado, permitidme pediros que transmitáis un saludo afectuoso del Papa a los discípulos del Evangelio que se encuentran en situaciones difíciles o que viven en la prueba. Conozco su valentía y devoción a Cristo y a su Iglesia. ¡Que pongan toda su confianza en el Señor, que no les abandonará!

7. Cuando se celebraron las asambleas sinodales en muchas de vuestras diócesis, los fieles expresaron frecuentemente el deseo de una sólida formación espiritual y doctrinal. El Catecismo de la Iglesia católica constituye ahora una referencia común, que es conveniente dar a conocer. Es de desear que la profundización de la fe contribuya a la unidad de vida de cada uno, para «crecer ininterrumpidamente en la intimidad con Jesús, en la conformidad con la voluntad del Padre, en la entrega a los hermanos en la caridad y en la justicia» (Christifideles laici, 60). También hay que dar un lugar privilegiado al conocimiento de la cultura del pueblo en el que los cristianos están llamados a vivir, para que, con una actitud de escucha y diálogo, sean cada vez más capaces de testimoniar el Evangelio frente a las cuestiones y los problemas nuevos que interpelan al hombre y a la sociedad de hoy.

8. El servicio a los más pobres es un signo profético del compromiso de los cristianos en su seguimiento de Cristo. Conozco y aprecio el trabajo realizado en vuestras diócesis para manifestar así la gratuidad del amor de Dios a todos los hombres. Como tuve ocasión de subrayar durante la beatificación de Federico Ozanam, «El prójimo es todo ser humano, sin excepción. Es inútil preguntarle su nacionalidad, su pertenencia social o religiosa. Si necesita ayuda, hay que ayudarle. Esto es lo que exige la primera y más grande Ley divina, la ley del amor a Dios y al prójimo» (Homilía, 22 de agosto de 1997, n. 1: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 5 de septiembre de 1997, p. 6). A través de diversos organismos diocesanos de ayuda, como la Cáritas, a menudo en colaboración con otras asociaciones, y también mediante la aportación personal, no sólo contribuís a proporcionar a los necesitados los medios de subsistencia, sino sobre todo les ayudáis a reencontrar su dignidad de hombres y mujeres creados a imagen de Dios. Vuestras actividades al servicio de la sanidad, la educación y la promoción de la persona humana, que frecuentemente deben adaptarse a nuevas necesidades, siguen siendo instrumentos privilegiados para manifestar la caridad de Cristo, y lugares de encuentro y comunión donde los corazones pueden abrirse con confianza mutua.

9. Vuestras comunidades en medio de los creyentes del islam son un signo de la estima que la Iglesia católica les manifiesta, y de su deseo de proseguir con ellos la búsqueda de un diálogo auténtico, en el respeto recíproco. En un período turbado muy frecuentemente por sentimientos de desconfianza o, incluso, de animosidad, vuestras comunidades dan un testimonio desinteresado de amistad y convivencia pacífica que, a veces, ha mostrado su heroicidad en situaciones trágicas vividas por algunas de ellas. Es agradable constatar que la participación en las mismas pruebas favorece una nueva mirada de confianza y comprensión recíprocas. A pesar de las dificultades, manteneos firmes en la convicción de que el diálogo es «un camino para el Reino y seguramente dará sus frutos, aunque los tiempos y momentos los tiene fijados el Padre» (Redemptoris missio, 57).

10. Queridos hermanos en el episcopado, nos preparamos para el gran jubileo del a o 2000; el a o que viene estará dedicado al Espíritu Santo y al descubrimiento de su presencia y su acción en la Iglesia y en el mundo. Será para todos los católicos la ocasión de renovar su esperanza, esta virtud fundamental que, de un lado, «mueve al cristiano a no perder de vista la meta final que da sentido y valor a su entera existencia y, de otra, le ofrece motivaciones sólidas y profundas para el esfuerzo cotidiano en la transformación de la realidad para hacerla conforme al proyecto de Dios» (Tertio millennio adveniente, 46). Por tanto, en vuestras condiciones particulares, a veces tan dramáticas, os invito a buscar y valorar los signos de esperanza que nos revelan la obra del Espíritu de Dios en el corazón de los hombres. Pido a la Madre de Cristo, la Virgen santísima, que durante toda su vida se dejó guiar por el Espíritu, que sea vuestra protectora y os guíe por los caminos de la confianza y la paz hacia el encuentro con su Hijo divino. Os imparto de todo corazón la bendición apostólica a cada uno de vosotros, a vuestros sacerdotes, diáconos, religiosos y religiosas, así como a todos los fieles laicos de vuestras diócesis.



Copyright © Dicastero per la Comunicazione - Libreria Editrice Vaticana