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DISCURSO DEL PAPA JUAN PABLO II
AL TERCER GRUPO DE OBISPOS ESPAÑOLES EN VISITA "AD LIMINA"

Jueves 19 de febrero de 1998

 

Queridos Hermanos en el Episcopado:

1. Con gozo os recibo, Pastores de la Iglesia de Dios en España, que formáis el tercer grupo que viene a Roma, la Ciudad que guarda la memoria de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo, para realizar la visita ad Limina. Dirijo mi cordial saludo al Señor Cardenal Arzobispo de Barcelona, con sus Obispos auxiliares; al Arzobispo de Oviedo, con su Obispo auxiliar y los Obispos de León, Astorga y Santander; al Arzobispo de Tarragona, con los Obispos de Urgell, Lleida, Vic, Solsona y Tortosa, recordando de modo especial al Obispo de Girona, ausente por su reciente intervención quirúrgica. A través vuestro mi saludo quiere llegar a los sacerdotes, diáconos, religiosos, religiosas y fieles de vuestras Iglesias particulares, renovándoles el afecto y estima que les debo como Pastor de la Iglesia universal (cf. Lumen gentium, 22).

Agradezco las amables palabras que el Señor Cardenal Ricardo María Carles Gordó me ha dirigido en nombre de todos, para hacerme presente vuestras esperanzas e inquietudes, así como la caridad pastoral que os anima en el ministerio de guiar al pueblo de Dios, al frente del cual habéis sido colocados como cabezas (cf. Christus Dominus, 4). Os quedo reconocido por ello y os aseguro mi constante plegaria al Señor para que, en medio de las pruebas a las que en ocasiones se ve sometida vuestra misión, no os falte nunca ni la fortaleza (cf. Act, 4, 33) ni las consolaciones del Espíritu Santo.

2. En Cataluña y Asturias, León y Cantabria, regiones de hondas raíces cristianas, se han producido, como en otras regiones españolas, y siguen produciéndose, cambios importantes en la población y en la actividad económica. En efecto, el paso acelerado de una sociedad rural a otra mayoritariamente industrial y de servicios ha dado origen en estas últimas décadas a una mayor movilidad de las personas, cuyos centros de interés y cultura evolucionan modificando los modos de vivir y transformando de manera muy notable la fisonomía de la sociedad misma.

En los informes quinquenales reflejáis esta situación ante la cual os sentís impulsados a renovar la acción pastoral, determinando las nuevas condiciones en las que se pueda anunciar la Buena Nueva y guiar y congregar al pueblo de Dios mediante la presencia sacramental de Cristo. A este respecto, deseo alentaros en ello, para que la Iglesia de Dios presente en esas nobles tierras siga siendo recinto de amor y acogida, donde todos los fieles se sientan hermanos entre sí y nadie esté excluido, sin distinción de orígenes ni culturas, de modo que pueda ser fermento de unidad, "sal de la tierra y luz del mundo" (Mt 5,13).

3. Acogiendo mi llamada a preparar adecuadamente el Gran Jubileo del Año 2000, los Obispos en España estáis llevando a cabo el Plan de acción pastoral para el cuatrienio 1997-2000 que lleva por título "Proclamar el año de gracia del Señor". En el mismo, como eco de mi Carta apostólica Tertio millennio adveniente, recordáis que el "objetivo prioritario del Jubileo es el fortalecimiento de la fe y del testimonio de los cristianos" (n. 42). En efecto, la fe, don de Dios y respuesta libre de la persona, y su testimonio se funden en un sólo objetivo general de la acción pastoral en este tiempo. A este respeto, me complace recordar que, como habéis señalado, "para que no se dé una separación entre fe y vida, o vayan en paralelo sin encontrarse, es necesario estimular e impulsar a nuestros fieles a la coherencia entre su fe y su existencia cristiana vivida en cada situación personal, en las circunstancias concretas de la sociedad actual, en la que emergen nuevas cuestiones en los diversos campos, muchos de ellos también nuevos" (Plan de acción pastoral, 107).

4. Uno de esos campos, tan cuestionado en nuestros tiempos pero tan importante para el presente y el futuro de la sociedad, es el de la familia. Conozco el empeño que ponéis en defender y promover esta institución, que tiene su origen en Dios y en su plan de salvación (cf. Familiaris consortio, 49). Hoy asistimos a una corriente, muy difundida en algunas partes, que tiende a debilitar su verdadera naturaleza. En efecto, no faltan intentos de equiparar la familia en la opinión pública e incluso en la legislación civil a meras uniones carentes de forma jurídica constitucional, o bien se pretende hacer reconocer como familia la unión entre personas del mismo sexo. La crisis del matrimonio y de la familia nos impulsa a proclamar, con firmeza pastoral, como un auténtico servicio a la familia y a la sociedad, la verdad sobre el matrimonio y la familia tal como Dios lo ha establecido. Dejar de hacerlo sería una grave omisión pastoral que induciría a los creyentes al error, así como también a quienes tienen la importante responsabilidad de tomar las decisiones sobre el bien común de la Nación. Esta verdad es válida, no sólo para los católicos, sino para todos los hombres y mujeres sin distinción, pues el matrimonio y la familia constituyen un bien insustituible de la sociedad, la cual no puede permanecer indiferente ante su degradación o pérdida.

No se debe olvidar, además, que la familia ha de dar testimonio de sus propios valores ante sí misma y ante la sociedad: "El cometido, que ella por vocación de Dios está llamada a desempeñar en la historia, brota de su mismo ser y representa su desarrollo dinámico y existencial. Toda familia descubre y encuentra en sí misma la llamada imborrable, que define a la vez su dignidad y su responsabilidad: Familia, ¡«sé» lo que «eres»!" (ibíd, 17). A este respecto, los Pastores y los esposos comprometidos en la Iglesia deben esmerarse en profundizar en la teología del matrimonio, ayudar a los jóvenes esposos y a las familias en dificultad a reconocer mejor el valor de su compromiso sacramental y acoger la gracia de la alianza. Los laicos casados han de ser asimismo los primeros en testimoniar la grandeza de la vida conyugal y familiar, fundada en el compromiso y en la fidelidad. Gracias al sacramento, su amor humano adquiere un valor infinito, porque los cónyuges manifiestan, de manera particular, el amor de Cristo a su Iglesia y asumen una responsabilidad importante en el mundo: engendrar hijos llamados a convertirse en hijos de Dios, y ayudarlos en su crecimiento humano y sobrenatural.

Queridos hermanos: acompañad a las familias cristianas, alentad la pastoral familiar en vuestras diócesis y promoved los movimientos y asociaciones de espiritualidad matrimonial; despertad su celo apostólico para que hagan propia la tarea de la nueva evangelización, abran las puertas a quienes no tienen hogar o viven en situaciones difíciles, y den testimonio de la gran dignidad de un amor desinteresado e incondicional.

5. Para la defensa y promoción de la institución familiar es importante la adecuada preparación de quienes se disponen a contraer el sacramento del matrimonio (cf. cc. 1063-1064 C.I.C.). De este modo se promueve la formación de auténticas familias que vivan según el plan de Dios. Para ello, no sólo se han de presentar a los futuros esposos los aspectos antropológicos del amor humano, sino también las bases para una auténtica espiritualidad conyugal, entendiendo el matrimonio como una vocación que permite al bautizado encarnar la fe, la esperanza y la caridad dentro de su nueva situación social y religiosa.

Completando esta preparación específica, se puede aprovechar también como una ocasión de reevangelización para los bautizados que se acercan a la Iglesia a pedir el sacramento del matrimonio. En efecto, como habéis señalado, "muchos adolescentes y jóvenes, después de haber participado en las catequesis o catecumenados de confirmación, abandonan la formación cristiana, que ha de ser permanente" (Plan de acción pastoral, 127). Aunque hoy, gracias a la generalización de la enseñanza, los jóvenes han adquirido una cultura superior a la de sus padres, en muchos casos este nivel no se da en la vida cristiana, pues se constata a veces no sólo una ignorancia religiosa, sino un cierto vacío moral y religioso en las jóvenes generaciones.

En este campo tienen un papel importante que desarrollar las comunidades eclesiales que, si han experimentado y pueden testimoniar el amor de Dios, podrán con eficacia manifestarlo en profundidad a quienes necesitan conocerlo.

6. Quiero referirme también a la urgencia de fomentar la catequesis a todos los niveles, ya que para fortalecer la fe y el testimonio de la misma hay que intensificar la evangelización, anunciando con ardor a Jesucristo como el único Salvador del mundo, en la realidad íntegra de su misterio, manifestada con su vida y su palabra, y confesada por la Iglesia. La catequesis presenta la persona de Jesús a los hombres y mujeres de nuestro tiempo para que le sigan, fortaleciendo así la vida en el Espíritu, lo cual favorece la plena realización humana.

Os animo, por tanto, a no escatimar esfuerzos a fin de que en vuestras diócesis la actividad catequética, aspecto esencial de la misión evangelizadora que el Señor nos ha confiado, se lleve siempre a cabo contando con agentes rectamente formados y con medios adecuados para ofrecer a los fieles un conocimiento más vivo del misterio de Cristo. Por eso, aprecio y admiro la labor que con generosidad desempeñan tantos catequistas en las parroquias y demás centros pastorales, dedicando su tiempo y energías a una actividad tan esencial para la Iglesia. La ignorancia religiosa o la deficiente asimilación vital de la fe dejarían a los bautizados inermes frente a los peligros reales del secularismo, del relativismo moral o de la indiferencia religiosa, con el consiguiente riesgo de perder la profunda religiosidad de vuestro pueblo, que tiene hermosas expresiones en las valiosas y sugestivas manifestaciones cristianas de la piedad popular. Os animo, pues, ante el Gran Jubileo, a promover una nueva etapa de la catequesis, que ayude al hombre contemporáneo a ser consciente del misterio de Dios y de su propio misterio, y que favorezca una plegaria de alabanza y acción de gracias por el don de la Encarnación de Jesucristo y de su obra redentora (cf. Tertio millennio adveniente, 32).

7. Para la Iglesia es una exigencia permanente estar presente en la educación de los niños y jóvenes, dando una respuesta pastoral a las exigencias educativas. Ella lo hace por su opción en favor del hombre y su deseo de colaborar con las familias y la sociedad en el ámbito escolar, propugnando una formación integral y defendiendo el derecho de los padres a proporcionar a sus hijos una educación religiosa y moral que responda a sus propias convicciones. En esta tarea la Iglesia está presente por medio de los educadores católicos que trabajan inspirados por su fe, así como a través de las propias instituciones de enseñanza, lo cual es un servicio a la sociedad que debe ser reconocido y fomentado.

En una formación que quiere ser integral no se puede descuidar el aspecto religioso, sino que se ha de educar a los jóvenes de modo que se contemplen todas las capacidades del ser humano. En este sentido, la Iglesia, respetando otros posibles modos de pensar, tiene el derecho a enseñar los valores que brotan del Evangelio y las normas morales propias del cristianismo.

Sin embargo, como habéis señalado, "la enseñanza de la religión y moral católicas o de la ética, dentro del ámbito de las primeras enseñanzas y de modo especial en las enseñanzas medias o secundarias, se ha visto marginada durante años por los poderes públicos" (Plan de acción pastoral, 51). Teniendo en cuenta la dimensión principal de servicio, que ha de procurar también una continua mejora de la calidad de la enseñanza y una cuidadosa selección y cualificación del profesorado que la imparte, os animo a proseguir en el esfuerzo por encontrar lo más pronto posible, junto con la competente Administración civil, la solución a los problemas pendientes respecto al estatuto jurídico del área de Religión y su profesorado.

8. Queridos hermanos: he querido presentaros estas reflexiones y haceros partícipes de algunos anhelos que sin duda os serán de ayuda en vuestra labor pastoral. Al concluir este encuentro quisiera expresaros nuevamente mi alegría por haber compartido las preocupaciones y las esperanzas de vuestro ministerio episcopal, así como por haber constatado el esfuerzo por reforzar la vitalidad de la Iglesia en vuestras diócesis. Espero que esta visita al Sucesor de Pedro, la oración ante las tumbas de los Apóstoles, así como los encuentros con los Dicasterios de la Curia romana, sean para vosotros una fuente de dinamismo y confianza en el futuro, en comunión con la Iglesia universal.

Os aliento a seguir preparando el Gran Jubileo del año 2000, invitando por medio de vosotros a los católicos de toda España a salir al encuentro de sus hermanos para anunciarles esta Buena Noticia.

Que la Virgen María, tan venerada en vuestras tierras, y en cuyos santuarios de Covadonga y Montserrat he tenido ocasión de postrarme pidiendo su maternal intercesión sobre esa porción importante del Pueblo de Dios que peregrina en aquellas tierras, os ayude en la misión episcopal. Con estos sentimientos, me complace impartiros de corazón la Bendición Apostólica a cada uno de vosotros y a todos los sacerdotes, religiosos y religiosas y fieles de vuestras diócesis.



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