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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL CLERO DE LA DIÓCESIS DE ROMA


Jueves 26 de febrero de 1998

 

1. Amadísimos sacerdotes romanos, párrocos y vicepárrocos, diáconos, diáconos permanentes, comprometidos en cualquier otra forma de ministerio, os saludo con gran afecto, complacido de vuestra participación en este encuentro tradicional y familiar.

El cardenal vicario, en su saludo inicial, ha presentado los rasgos principales del actual compromiso misionero de la Iglesia de Roma, y vuestros testimonios han enriquecido el cuadro, narrando experiencias vivas de lo que estáis realizando en los diversos ámbitos de la pastoral.

En realidad, la misión ciudadana entra precisamente ahora en su momento culminante. Numerosas parroquias ya han comenzado la misión a las familias, que yo mismo inauguré el domingo 1 de febrero, visitando una familia de la parroquia del Sagrado Corazón de Jesús, en Prati. Las demás están a punto de empezar, ahora que ha comenzado el tiempo de Cuaresma, consagrado este año de modo especial a la misión.

2. Este segundo año de preparación inmediata al gran jubileo está dedicado al Espíritu Santo y a su presencia santificadora. Recuerdo con alegría el domingo 30 de noviembre del año pasado, primero de Adviento, cuando celebré con vosotros y con todos los misioneros de la diócesis de Roma la apertura del año del Espíritu, entregando la cruz de la misión a las parroquias y a muchos misioneros. En la Tertio millennio adveniente escribí que «el Espíritu es, también para nuestra época, el agente principal de la nueva evangelización» (n. 45). Pero la misión ciudadana es, para nuestra ciudad de Roma, la realización concreta de la gran tarea de la nueva evangelización. Por tanto, vale plenamente para ella lo que añadí en el mismo pasaje de la carta apostólica: «Será, por tanto, importante descubrir al Espíritu como aquel que construye el reino de Dios en el curso de la historia y prepara su plena manifestación en Jesucristo, animando a los hombres en su corazón y haciendo germinar dentro de la vivencia humana las semillas de la salvación definitiva que se dará al final de los tiempos».

3. Amadísimos sacerdotes, hoy quisiera reflexionar con vosotros en el íntimo vínculo que une nuestro sacerdocio al Espíritu Santo y a la misión. Volvamos al momento de nuestra ordenación sacerdotal, cuando el obispo ordenante invocó sobre nosotros la efusión del Espíritu de santidad. Entonces se renovó en nosotros lo que Jesús resucitado había obrado en sus discípulos en aquel atardecer de Pascua: «Jesús les repitió: "La paz con vosotros. Como el Padre me envió, también yo os envío". Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: "Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos"» (Jn 20, 21-23). En virtud del don del Espíritu Santo, los discípulos tuvieron la valentía de ir por todo el mundo en nombre del Señor, para anunciarlo a él, su salvación y su reino; realizaron prodigios en su nombre; y, sobre todo, fundaron las primeras comunidades cristianas.

Este don del Espíritu Santo está vivo y obra en nosotros con la misma intensidad, no ha perdido su fuerza renovadora y santificadora. El Espíritu obra en todos los creyentes que se hacen misioneros, obedeciendo a la llamada del Señor, y es motivo de alegría ver cuántos laicos y cuántas religiosas han acogido esta llamada, comprometiéndose con gran generosidad en la misión ciudadana. Pero el Papa os repite a vosotros hoy lo que ya os dijo hace dos años en esta misma circunstancia, esto es, que a vosotros, por ser los primeros colaboradores del orden episcopal, se os ha confiado en primer lugar el ministerio de anunciar a todos el Evangelio. La misión ciudadana necesita presbíteros que sean auténticos evangelizadores y testigos creíbles de la fe: esto es lo que espera de vosotros, mis queridos hermanos, el Obispo de Roma. La efusión particular del Espíritu que recibimos en el momento de la ordenación, después de la que habíamos recibido en el bautismo y la confirmación, es la fuente y la raíz de la tarea especial que se nos ha confiado en la misión y en la evangelización.

4. Estamos, por tanto, llamados a ser los primeros en entrar en esa dinámica, en ese movimiento espiritual propio de la misión. Debemos entrar, como ya dije hace dos años, con nuestro ser y nuestra alma de sacerdotes, con nuestra oración y, por consiguiente, con todo nuestro empeño pastoral diario.

Sólo el Espíritu Santo puede realizar esto en nosotros. En efecto, la misión es una empresa de amor, y su eficacia depende, en resumidas cuentas, de la intensidad del amor: somos misioneros en la medida en que logramos testimoniar que Dios ama y salva a toda persona, a esta ciudad y a la humanidad entera. Pero el Espíritu Santo es, en la santísima Trinidad, el Amor subsistente. Y, como nos recuerda el apóstol Pablo, «el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rm 5, 5).

Concretamente, el Espíritu Santo nos hace capaces de contemplar con los ojos de Dios tanto a nuestro prójimo como nuestra misma vida; de amar a nuestros hermanos con el mismo corazón con que los amó el Señor Jesús y, por tanto, de comprenderlos, perdonarlos, ayudarlos y consolarlos; de estar verdaderamente cerca de ellos en toda circunstancia, desde la más alegre hasta la más triste, y hacerlo no de cualquier manera, sino como testigos de Cristo y padres en la fe. Al ir así, junto con los misioneros laicos, de casa en casa, de familia en familia, llevaremos una señal de confianza y esperanza, daremos nuevo vigor a los corazones cansados o desalentados, podremos reforzar los vínculos familiares debilitados o a punto de romperse, y podremos dar un signo tangible de que Dios no olvida a nadie.

5. Pero el Espíritu Santo, queridos sacerdotes, no sólo nos acompaña, nos guía y nos sostiene en el camino de la misión; también, y sobre todo, nos precede. En efecto, el Espíritu está misteriosamente presente y actúa en el corazón, en la conciencia y en la vida de cada mujer y de cada hombre. El Espíritu no conoce fronteras. El Espíritu, al obrar misteriosa y silenciosamente en la intimidad de cada uno, prepara desde dentro a cada persona para que acoja a Cristo y su Evangelio.

Por eso, queridos hermanos, cuando llamamos a la puerta de una casa, o a la puerta de un corazón, el Espíritu ya nos ha precedido, y quizá el anuncio de Cristo pueda sonar como algo nuevo a los oídos de quien nos escucha, pero no puede sonar jamás como algo del todo extraño a su corazón. Por consiguiente, queridos hermanos, ser pesimistas sobre la posibilidad o la eficacia de la misión constituiría, en cierto sentido, un pecado contra el Espíritu Santo, una falta de confianza en su presencia y en su acción.

6. A medida que se acerca el gran jubileo, se delinean con mayor precisión las ocasiones de gracia que el Espíritu va preparando para la Iglesia y para la humanidad, y en particular para esta Iglesia y para esta ciudad de Roma. Pienso en el Congreso eucarístico internacional, en la Jornada mundial de la juventud, en el jubileo de las familias, en el jubileo de los sacerdotes y en las otras importantes citas previstas y esperadas. La misión ciudadana nos prepara a nosotros mismos y a nuestros fieles para vivir estos acontecimientos en su verdadero significado de gracia, fe y conversión. Por eso, debemos orar insistentemente al Espíritu Santo, puesto que sabemos bien que sólo él es capaz de convertir los corazones y dar la fe y la gracia.

Al mirar los compromisos de este año en la perspectiva global del gran jubileo, la visita a las familias que realizaréis en esta Cuaresma aparece como la mejor preparación a la gran cita del jubileo de las familias, cuya finalidad es poner a Cristo en el centro de la vida familiar y devolver así a la familia su auténtica e inalienable dignidad humana y cristiana.

De modo análogo, la misión destinada a los jóvenes, que representa un objetivo específico de la misión ciudadana, prepara el terreno para la Jornada mundial de la juventud del año 2000. El domingo de Ramos de este año, los jóvenes de Italia y de Roma recibirán de los jóvenes franceses, en la plaza de San Pedro, la cruz del Año santo, que ha peregrinado como misionera a través de los continentes y las naciones, de Roma a Buenos Aires, de Santiago de Compostela a Czêstochowa, de Denver a Manila, a París y de nuevo a Roma. También el encuentro especial de los jóvenes de Roma con el Papa, el jueves anterior al domingo de Ramos, tendrá lugar este año por primera vez al aire libre, en la plaza situada frente a la basílica de San Juan, catedral de Roma, pues queremos acoger a todos los jóvenes, que cada año participan en mayor número, y subrayar la dimensión misionera de este acontecimiento, dirigido a todos los jóvenes de Roma.

7. Amadísimos sacerdotes, además de su perfil cristológico, el gran jubileo «tiene una dimensión pneumatológica, ya que el misterio de la Encarnación se realizó "por obra del Espíritu Santo"» (Dominum et vivificantem, 50). Se realizó, como bien sabemos, en el seno de la Virgen María y por su consentimiento libre, inmediato y total. María es, pues, «la mujer dócil a la voz del Espíritu, mujer del silencio y de la escucha, mujer de esperanza, que supo acoger como Abraham la voluntad de Dios "esperando contra toda esperanza" (Rm 4, 18)» (Tertio millennio adveniente, 48).

Así pues, la invocación al Espíritu Santo no puede separarse de la confianza en María, a quien mi venerado predecesor Pablo VI llamó «Estrella de la evangelización». Por tanto, a ella le encomendamos nuestro sacerdocio y la misión ciudadana.

Con estos sentimientos, de corazón os imparto a todos mi bendición.

Al final del discurso, Su Santidad dijo:

Quisiera añadir que este encuentro está muy bien situado. ¿Qué hemos vivido en Roma el domingo pasado, fiesta de la Cátedra de San Pedro? Fueron creados los nuevos cardenales. Pero, ¿qué son los cardenales? En su gran mayoría, son «párrocos» romanos. Varios, siete, son obispos suburbicarios. Seis son diáconos, de diversas diaconías; su número cambia. Sobre todo el oficio diaconal, en el Colegio cardenalicio, pertenece a los dicasterios romanos. Los prefectos son diáconos, aunque no todos. Algunos son obispos, como los cardenales Ratzinger y Sodano, pero la mayor parte son diáconos. El resto, la mayoría, son «párrocos» romanos. ¿Qué quiere decir esto? Quiere decir que cada parroquia romana es un lugar cardenalicio. Me parece que cada vez son más las parroquias romanas que tienen un título cardenalicio, porque ha aumentado el número de los cardenales.

 



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