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PALABRAS DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL INICIO DE LA MISA EN LA FIESTA
DE LA TRANSFIGURACIÓN DEL SEÑOR

Viernes 6 de agosto de 1999

 

La Eucaristía, que nos disponemos a celebrar, nos lleva hoy espiritualmente al Tabor, junto a los apóstoles Pedro, Santiago y Juan, para admirar extasiados el resplandor del Señor transfigurado. En el acontecimiento de la Transfiguración contemplamos el encuentro misterioso entre la historia, que se construye diariamente, y la herencia bienaventurada, que nos espera en el cielo, en la unión plena con Cristo, alfa y omega, principio y fin.

A nosotros, peregrinos en la tierra, se nos concede gozar de la compañía del Señor transfigurado, cuando nos sumergimos en las cosas del cielo, mediante la oración y la celebración de los misterios divinos. Pero, como los discípulos, también nosotros debemos descender del Tabor a la existencia diaria, donde los acontecimientos de los hombres interpelan nuestra fe. En el monte hemos visto; en los caminos de la vida se nos pide proclamar incansablemente el Evangelio, que ilumina los pasos de los creyentes.

Esta profunda convicción espiritual guió toda la misión eclesial de mi venerado predecesor, el siervo de Dios Pablo VI, que volvió a la casa del Padre precisamente en la fiesta de la Transfiguración, hace veintiún años. En el Ángelus que debía rezar aquel día, el 6 de agosto de 1978, afirmaba: «La solemnidad de hoy proyecta una luz deslumbrante sobre nuestra vida diaria y nos lleva a dirigir la mente al destino inmortal que este hecho esconde» (L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 13 de agosto de 1978, p. 3).

¡Sí! Nos recuerda Pablo VI: hemos sido creados para la eternidad, y la eternidad comienza ya desde ahora, puesto que el Señor está en medio de nosotros, vive con su Iglesia y en ella.

Mientras con íntima emoción hacemos memoria este inolvidable predecesor mío en la sede de Pedro, oremos a fin de que todos los cristianos obtengan de la contemplación de Cristo, «resplandor de la gloria del Padre e impronta de su sustancia» (Hb 1, 3), valentía y constancia para anunciarlo y testimoniarlo fielmente con palabras y obras. María, Madre solícita y diligente, nos ayude a ser destello de la luz salvífica de su Hijo Jesús.

 



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