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DISCURSO DEL PAPA JUAN PABLO II
A LOS MIEMBROS DE LA CONFERENCIA EPISCOPAL DE TOGO EN VISITA «AD LIMINA
»

Viernes 2 de julio de 1999

 

Queridos hermanos en el episcopado:

1. Me alegra mucho acogeros, obispos de la Iglesia católica en Togo, mientras realizáis vuestra visita ad limina. Vuestra peregrinación a las tumbas de los Apóstoles es una ocasión privilegiada que se os ofrece, a fin de confirmar en vosotros los dones que os ha dado el Señor para cumplir la misión que habéis recibido de enseñar, santificar y gobernar al pueblo de Dios (cf. Christus Dominus, 2). Ojalá que vuestros encuentros con el Obispo de Roma y con sus colaboradores sean para vosotros momentos fuertes de comunión eclesial, que os ayuden en vuestra misión al servicio del pueblo togolés.

Agradezco profundamente al presidente de vuestra Conferencia episcopal, monseñor Philippe Kpodzro, arzobispo de Lomé, las amables palabras que me ha dirigido en vuestro nombre. Testimonian el afecto que sienten vuestras comunidades hacia el Sucesor de Pedro. Cuando volváis a vuestras diócesis, llevad mi saludo afectuoso a los sacerdotes, los religiosos, las religiosas, los catequistas y los laicos encomendados a vuestra solicitud pastoral. Que Dios dé a cada uno la fuerza de manifestar ardientemente la fe recibida en el bautismo. A través de vuestros fieles, me dirijo a todo el pueblo togolés, deseándole de todo corazón que avance con valentía y esperanza por los caminos del verdadero progreso humano y espiritual.

2. Tres diócesis han sido erigidas en vuestro país durante los últimos años. Saludo cordialmente a los nuevos obispos, y me alegro de la vitalidad de la Iglesia en Togo, que se manifiesta con estas creaciones. Doy gracias a Dios con vosotros por el don de la fe, que no deja de difundirse en vuestro pueblo. Para vosotros y para todos los católicos, se trata de una exigencia de santidad de vida y de un testimonio de Cristo aún más activo, para proseguir con mayor celo una evangelización profunda de la sociedad. Apoyándoos en la exhortación apostólica Ecclesia in Africa, debéis encontrar caminos nuevos que, con la ayuda del Espíritu Santo, os permitan contribuir a la edificación y al crecimiento de la Iglesia-familia de Dios, comunidad de los discípulos de Cristo, solidaria, cordial y abierta a todos.

Para cumplir esta ardua misión, los pastores están llamados a seguir decididamente a Cristo, que quiso realizar el designio de amor de su Padre para los hombres poniéndose al servicio de sus hermanos más humildes. Con su profunda comunión, los miembros de la Conferencia episcopal dan un testimonio eminente de la unidad de la misión de la Iglesia, y encuentran en ella una ayuda eficaz para realizar su ministerio pastoral. También espero que se manifieste una verdadera solidaridad entre las diócesis mediante una distribución adecuada del personal apostólico, que permita ayudar generosamente a las más pobres. Dando prioridad a vuestra misión espiritual al servicio de los fieles y de los hombres de buena voluntad, sed para ellos guías por los caminos de la santidad, a fin de que todos puedan cumplir plenamente la vocación que han recibido de su Creador.

Por otra parte, como escribí en la encíclica Sollicitudo rei socialis, el ejercicio del ministerio de la evangelización en el campo social forma parte de la función profética de la Iglesia (cf. n.41). En efecto, para anunciar el mensaje evangélico a los hombres y mujeres de nuestro tiempo es necesario prestar atención a las realidades de su vida diaria. La Iglesia debe contribuir al bien común, con todos los hombres de buena voluntad, para que se respeten cada vez más la dignidad y los legítimos derechos de todas las personas. Por ello, exhorto vivamente a vuestras comunidades a testimoniar siempre y en todo lugar los valores evangélicos que el Señor nos dejó. Tengan siempre presente que Cristo nos envió «el Espíritu de la verdad, que procede del Padre» (Jn 15, 26), recordándonos la importancia esencial de la verdad para construir la vida personal y edificar la sociedad. Sin ella nada puede subsistir de forma duradera, y el hombre no puede encontrar la verdadera libertad. En efecto, «en un mundo sin verdad la libertad pierde su consistencia y el hombre queda expuesto a la violencia de las pasiones y a condicionamientos patentes o encubiertos» (Centesimus annus, 46).

3. La buena nueva de Cristo se anuncia en vuestra tierra desde hace más de un siglo. Doy gracias a Dios con vosotros por la entrega a veces heroica de todos los misioneros, hombres y mujeres, que han permitido la implantación y el crecimiento de la Iglesia en Togo. A todos ellos y a los que prosiguen la obra de esos pioneros del Evangelio, les confirmo la estima y el apoyo del Sucesor de Pedro.

A vuestros sacerdotes, que, con vosotros, realizan hoy una gran parte del trabajo de evangelización, les envío mi cordial saludo. Que también ellos tengan como modelo de vida apostólica a Cristo, quien vino para servir y no para ser servido. Su ministerio, cuyas alegrías y esperanzas, fatigas y dificultades conozco, debe ser un servicio generoso y desinteresado a la misión de la Iglesia con respecto a todos los hombres. Les dirijo una apremiante invitación a unificar y vivificar su ser y su actividad sacerdotal, estando unidos a Cristo como amigos durante toda su existencia. Así, serán capaces de proponer a los demás una experiencia de vida cristiana y espiritual. Por tanto, los invito a profundizar particularmente su encuentro con Cristo mediante «la meditación fiel de la palabra de Dios, la participación activa en los sagrados misterios de la Iglesia, el servicio de la caridad a los más pequeños» (Pastores dabo vobis, 46). Gracias a una vida espiritual sólida, fundada en este encuentro personal y diario con el Señor, en los momentos de tentación y desaliento encontrarán fuerza para vivir generosamente los compromisos que asumieron el día de su ordenación. Deseo, asimismo, que reaviven el don que han recibido de Dios, atribuyendo a la formación permanente el lugar que le corresponde. En efecto, es indispensable para discernir y seguir fielmente la voluntad del Señor. Es también un acto de amor y justicia con el pueblo de Dios, a cuyo servicio están (cf. ib., 70).

Queridos hermanos en el episcopado, a vosotros corresponde de manera especial velar por las vocaciones sacerdotales, para que el Evangelio se anuncie por doquier. Se trata de una dimensión esencial de la pastoral de vuestras diócesis. La formación y el acompañamiento espiritual de los candidatos al sacerdocio requieren frecuentemente la aceptación de importantes sacrificios. Estad seguros de que, con la gracia de Dios, darán fruto. La situación actual exige un serio discernimiento, para que los seminaristas tomen mayor conciencia de que el camino que han emprendido les exige una renuncia total a sí mismos y a buscar cualquier promoción personal, a fin de ser «ministros convencidos y fervorosos de la nueva evangelización, servidores fieles y generosos de Jesucristo y de los hombres» (ib., 10).

Saludo también a los religiosos y las religiosas que en vuestro país colaboran en la misión de la Iglesia. Llevando una vida consagrada sólo al Padre, entregada a Cristo y animada por el Espíritu, contribuyen de manera particularmente profunda a la renovación del mundo (cf. Vita consecrata, 25). Para enraizar sólidamente su carisma y desarrollarlo en la vida eclesial, es necesario que manifiesten con claridad el carácter específico del don que han recibido de Dios para el bien de toda la Iglesia. Los religiosos y religiosas, más con su modo de ser que con sus actividades, han de mantener viva en los bautizados la conciencia de que deben responder con la santidad de su vida al amor que Dios les prodiga sin cesar. Viviendo plenamente sus compromisos, colman también las aspiraciones de sus contemporáneos, pues les indican los caminos de una auténtica búsqueda de Dios.

4. En vuestros informes quinquenales, habéis subrayado el papel fundamental que desempeñan los catequistas para implantar las comunidades cristianas y hacer que vivan en relación estrecha con sus obispos y sacerdotes. Transmitidles a todos la gratitud del Papa por su trabajo generoso al servicio del Evangelio y su apoyo para que mediante una vida personal y familiar ejemplar sean testigos auténticos del mensaje que anuncian. Sed para ellos padres atentos a sus necesidades y brindadles el apoyo moral y material que precisan. Su formación espiritual y doctrinal es una exigencia fundamental para que puedan prestar, con competencia y responsabilidad, el servicio que se les pide en la comunidad.

5. La vitalidad de la Iglesia depende de la respuesta de cada cristiano a la llamada que Dios le dirige para que crezca y dé fruto. Por ello, es imprescindible que los laicos adquieran una sólida formación que tenga «como objetivo fundamental el descubrimiento cada vez más claro de la propia vocación y la disponibilidad cada vez mayor para vivirla en el cumplimiento de su misión» (Christifideles laici, 58). Esta formación debe permitir a cada uno realizar la unidad de su propia existencia, así como vivir y proclamar su fe de manera auténtica. En efecto, con mucha frecuencia los grupos esotéricos o las sectas aprovechan la ignorancia en el campo religioso para atraer a los creyentes poco enraizados en su fe.

La formación integral que se brinda a los laicos también debe ayudarles a ser ciudadanos que asumen sus responsabilidades en la vida de la sociedad. En efecto, «debe tratar de dar a los cristianos no solamente una preparación técnica para transmitir mejor los contenidos de la fe, sino también una convicción personal profunda para testimoniarlos eficazmente en la vida» (Ecclesia in Africa, 77). En la sociedad, los laicos no pueden renunciar a una acción multiforme encaminada a promover el bien común. Esa acción exige también el arduo compromiso de defensa y promoción de la justicia, y la afirmación de una auténtica democracia, que permita a todos sentirse efectivamente protagonistas de su destino en la nación.

6. Las graves cuestiones que conciernen al matrimonio cristiano y a la vida familiar son desafíos que la Iglesia en vuestra región debe afrontar. Por tanto, tenéis la importante tarea de educar a los fieles en los valores fundamentales del matrimonio y de la familia. La unidad del matrimonio es una exigencia de vida que respeta el designio de Dios, tal como fue revelado en el principio. Es también una manifestación de la igual dignidad personal de la mujer y del hombre, que «en el matrimonio se entregan con un amor total y por lo mismo único y exclusivo» (Familiaris consortio, 19). A las personas que ya han aceptado entrar en la comunidad de los discípulos de Cristo, pero que viven en situaciones matrimoniales que no les permiten recibir el sacramento del bautismo, la Iglesia debe brindarles una asistencia espiritual constante. Os animo vivamente a acoger a esas personas con una gran solicitud pastoral y a estar atentos a sus necesidades, para permitirles avanzar por el difícil camino de la aceptación integral del mensaje evangélico, con justicia y caridad hacia todas las personas implicadas. Ojalá que los fieles adquieran profunda conciencia de la dignidad del matrimonio cristiano, y reconozcan su indisolubilidad como «fruto, signo y exigencia del amor absolutamente fiel que Dios tiene al hombre y que el Señor Jesús vive hacia su Iglesia» (ib., 20). Quiera Dios que las familias cristianas sean, a los ojos de todos, modelos de unidad y de amor compartido. No se deben desanimar frente a las dificultades; por el contrario, en su comunión con Cristo y en la ayuda mutua en el seno de la Iglesia han de encontrar la fuerza para permanecer fieles.

7. Para que el Evangelio se encarne plenamente en vuestra tierra, se necesita una verdadera inculturación. En efecto, es indispensable dar a todos la posibilidad de acoger a Cristo en la integridad de su ser y de su cultura, para llegar a la unión plena con Dios. Por tanto, apoyo los esfuerzos que habéis realizado para contribuir a transformar los auténticos valores de vuestro pueblo, integrándolos en el cristianismo, y a enraizar así la fe cristiana en vuestra cultura.

La misión de la Iglesia en medio de las naciones requiere también establecer relaciones fraternas con todos los hombres. En vuestro país, las relaciones con los musulmanes y los seguidores de la religión tradicional, por lo general son buenas. Así pues, os invito a proseguir el diálogo de la vida, tan necesario para conservar un clima de concordia y solidaridad entre las diferentes comunidades y para trabajar juntos con el fin de mejorar las condiciones de vida de los miembros de la nación. Por otra parte, las numerosas formas de pobreza que afectan a las poblaciones de vuestra región os han impulsado a realizar obras sociales al servicio de las personas más necesitadas, sin distinción de origen o religión. Animo vivamente a las personas que, con abnegación, trabajan por aliviar los sufrimientos de sus hermanos y hermanas, así como a las que contribuyen a la educación de los jóvenes. Mediante su compromiso, la Iglesia quiere ser en medio de todos signo eficaz del amor ilimitado de Dios a los hombres.

8. Queridos hermanos en el episcopado, al concluir este encuentro fraterno, quisiera exhortaros a mirar al futuro con confianza, con una renovada adhesión a Cristo, que manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la grandeza de su vocación (cf. Gaudium et spes, 22). Invito particularmente a los jóvenes togoleses a seguir el camino que el Señor Jesús les muestra. En él encontrarán luz y fuerza para avanzar por los caminos de la vida y construir con generosidad la civilización del amor, en la que todos se reconozcan como hermanos llamados a compartir un mismo destino. Pocos meses nos separan del inicio del gran jubileo del año 2000. Que este tiempo de gracia sea para la Iglesia que está en Togo ocasión de una profunda renovación espiritual y de una intensa toma de conciencia de su responsabilidad de anunciar la buena nueva de la salvación, especialmente con un ardiente testimonio de vida evangélica.

Encomiendo todas vuestras comunidades a la protección materna de la Virgen María, pidiéndole que guíe sus pasos hacia el encuentro con su Hijo. Os imparto de todo corazón la bendición apostólica a vosotros, y la extiendo a los sacerdotes, a los religiosos, a las religiosas, a los catequistas y a todos los fieles de vuestras diócesis.

 



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