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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS MIEMBROS DE LA PRESIDENCIA Y SOCIOS DEL CÍRCULO DE SAN PEDRO


Lunes 29 de marzo de 1999

 

Amadísimos socios del Círculo de San Pedro:

1. Es para mí motivo de renovada alegría reunirme con vosotros en el ya tradicional encuentro, que también este año me brinda la grata ocasión de expresaros mi aprecio y mi gratitud por vuestra entrega a los pobres y por el atento servicio que prestáis a la Iglesia y al Papa.

A la vez que os doy mi cordial bienvenida a cada uno de vosotros, saludo con particular afecto a vuestro asistente espiritual, el arzobispo monseñor Ettore Cunial, infatigable y celoso animador de la asociación, y a vuestro presidente, el marqués Marcello Sacchetti, a quien agradezco las amables palabras de saludo que acaba de pronunciar en nombre de todos. Con ellas ha querido describir las interesantes y laudables iniciativas de vuestro benemérito Círculo, que este año celebra el 130° aniversario de su fundación.

2. Entre las múltiples actividades que caracterizan a vuestra institución, una es la colecta del «Óbolo de san Pedro» en las iglesias de Roma, que hoy habéis venido a entregarme: ¡que el Señor os recompense este gesto de solicitud concreta hacia la Sede apostólica!

En este tercer año de preparación para el gran jubileo del año 2000, dedicado a Dios Padre, he invitado muchas veces a los cristianos a hacerse portavoces de los pobres del mundo, subrayando más decididamente la opción preferencial de la Iglesia por los marginados (cf. Tertio millennio adveniente, 51). Deseo que todo bautizado se sienta movido por un generoso impulso de caridad, a imagen del extraordinario amor con el que el Padre entregó a su Hijo unigénito para la salvación del mundo. Se trata de acoger este admirable ejemplo divino como don de gracia, recordando las palabras de Jesús: «Mayor felicidad hay en dar que en recibir» (Hch 20, 35).

A través de vuestro compromiso de solidaridad, enriquecido recientemente con la inauguración del Centro de acogida para la asistencia gratuita de enfermos terminales particularmente indigentes, y vuestro servicio a la Sede apostólica, estáis llamados a ser instrumentos de la solícita ternura que Dios siente por todo hombre.

Queridos hermanos, que vuestra acción esté vivificada siempre por la referencia constante al ejemplo de Jesús, el cual, a la vez que curaba las enfermedades del cuerpo, a las que podría compararse a veces la pobreza, mostraba con su trato delicado y amoroso el rostro misericordioso del Padre.

3. Dice el evangelista san Juan: «A Dios nadie lo ha visto nunca. Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros y su amor ha llegado en nosotros a su plenitud» (1 Jn 4, 12). La palabra de Dios nos recuerda que nuestra misión consiste en compartir con los demás el amor divino a través de nuestro amor fraterno y servicial. Cuando un gesto, una palabra, un sonrisa, una mano extendida, una presencia atenta nacen de un amor auténtico, pueden convertirse fácilmente en ocasiones propicias y fecundas para cuantos se benefician de ellos, a fin de encender o avivar la llama de la fe. ¡Cuánto bien se puede hacer incluso con gestos sencillos y humildes!

Que el Señor os ayude en vuestro trabajo diario. Que el Padre celestial os colme de una abundante efusión de gracias, para que, al realizar vuestra actividad, podáis irradiar en vuestro entorno serenidad y confianza, contribuyendo notablemente a la obra de la nueva evangelización, a la que todos los creyentes están llamados, de modo especial en el umbral del tercer milenio cristiano.

Con estos sentimientos, al mismo tiempo que os renuevo mi gratitud por esta visita y por vuestro servicio eclesial, invoco sobre vosotros la protección celestial de María, «Salus populi romani», y de los apóstoles san Pedro y san Pablo, y os imparto de corazón a cada uno de vosotros y a vuestras respectivas familias una especial bendición.

 



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