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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS DIRIGENTES Y MIEMBROS DE LA FUNDACIÓN
"CENTESIMUS ANNUS, PRO PONTIFICE"

Sábado 11 de septiembre de 1999

Venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
 ilustres señoras y señores: 

1. Me alegra encontrarme nuevamente con vosotros, distinguidos miembros de la fundación "Centesimus annus, pro Pontifice", que habéis venido aquí con vuestros familiares. Saludo a monseñor Agostino Cacciavillan, presidente de la Administración del patrimonio de la Sede apostólica, a quien agradezco las amables palabras que me ha dirigido. Saludo, asimismo, a monseñor Claudio Maria Celli, secretario de esa misma Administración, a monseñor Daniele Rota y a don Massimo Magagnin, asistentes nacionales, y a los demás eclesiásticos presentes. Os doy una cordial bienvenida a todos vosotros, que no habéis querido faltar a esta cita.

Os reunisteis por última vez el pasado mes de febrero, pero habéis sentido la exigencia de hacerlo una vez más en vísperas del Año santo 2000. En efecto, el jubileo constituye una gran cita eclesial, en la que vuestra fundación está llamada a colaborar, en el marco del Jubileo del mundo del trabajo, para preparar el sector de los agentes financieros. Al tiempo que os agradezco vuestra disponibilidad, os felicito porque, precisamente con vistas a ese acontecimiento, habéis decidido oportunamente profundizar para el próximo año el tema:  "Ética y finanzas". Conozco vuestro propósito de organizar un congreso internacional sobre ese tema en vísperas de la jornada jubilar. Veo con agrado esa importante iniciativa, y espero que dé abundantes frutos.

Además, hoy habéis querido escuchar a monseñor Miroslav Marusyn, secretario de la Congregación para las Iglesias orientales, que os ha hablado ampliamente de mi reciente viaje apostólico a Rumanía y de las numerosas necesidades espirituales y materiales que afectan a la vida de las comunidades católicas orientales.

2. Ilustres señoras y señores, por vuestra experiencia diaria habéis podido comprobar que, dentro del amplio fenómeno de la globalización, que caracteriza el actual momento histórico, la llamada "financierización" de la economía es un aspecto esencial y cargado de consecuencias. En las relaciones económicas, las transacciones financieras ya han superado en gran medida a las reales, hasta el punto de que el ámbito de las finanzas ha adquirido ya una autonomía propia.

Este fenómeno plantea nuevas y arduas cuestiones también desde el punto de vista ético. Una de éstas atañe al problema de la relación entre riqueza producida y trabajo, por el hecho de que hoy es posible crear rápidamente grandes riquezas sin ninguna conexión con una cantidad definida de trabajo realizado. Es fácil comprender que se trata de una situación bastante delicada, que exige una atenta consideración por parte de todos.

En la encíclica Centesimus annus, tratando la cuestión de la «creciente internacionalización de la economía"», recordé la necesidad de promover «órganos internacionales de control y de guía válidos, que orienten la economía misma hacia el bien común» (n. 58), teniendo en cuenta también que la libertad económica es sólo uno de los elementos de la libertad humana. La actividad financiera, según características propias, debe estar ordenada a servir al bien común de la familia humana.

Sin embargo, hay que preguntarse cuáles son los criterios de valor que deben orientar las opciones de los agentes, incluso más allá de las exigencias de funcionamiento de los mercados, en una situación como la actual, en la que aún falta un marco normativo y jurídico internacional adecuado. También es preciso preguntarse cuáles son las autoridades idóneas para elaborar y proporcionar esas indicaciones, así como para velar por su aplicación.

Un primer paso corresponde a los mismos agentes, que podrían dedicarse a elaborar códigos éticos o de comportamiento, vinculantes para este sector. Los responsables de la comunidad internacional están llamados, asimismo, a adoptar instrumentos jurídicos idóneos para afrontar las situaciones cruciales que, si no se controlan, podrían tener consecuencias desastrosas no sólo en el ámbito económico, sino también en el social y político. Y, ciertamente, los más débiles serían los primeros en pagar las consecuencias, y los que más pagarían.

3. La Iglesia, que es maestra de unidad y por su vocación camina con los hombres, se siente llamada a tutelar sus derechos, con constante solicitud especialmente por los más pobres. Con su doctrina social presta su ayuda para la solución de esos problemas que, en varios sectores, influyen en la vida de los hombres, consciente de que «aun cuando la economía y la disciplina moral, cada cual en su ámbito, tienen principios propios, a pesar de ello es erróneo que el orden económico y el moral estén tan distanciados y ajenos entre sí, que bajo ningún aspecto dependa aquél de éste» (Pío XI, Quadragesimo anno, 42). El desafío se presenta arduo, por la complejidad de los fenómenos y la rapidez con que surgen y se desarrollan.

Los cristianos que trabajan en el sector económico y, particularmente en el financiero, están llamados a descubrir caminos adecuados para cumplir este deber de justicia, que para ellos es evidente por su enfoque cultural, pero que pueden compartir todos los que quieran poner a la persona humana y el bien común en el centro de cualquier proyecto social. Sí, todas vuestras operaciones en el campo financiero y administrativo deben tener siempre como objetivo no violar jamás la dignidad del hombre, construyendo con este fin estructuras y sistemas que favorezcan la justicia y la solidaridad para el bien de todos.

4. Por otra parte, hay que añadir que los procesos de globalización de los mercados y de las comunicaciones no poseen por sí mismos una connotación éticamente negativa, y, por tanto, no se puede tomar frente a ellos una actitud de condena sumaria y a priori. Sin embargo, los que aparecen en principio como factores de progreso pueden producir, y de hecho ya lo hacen, consecuencias ambivalentes o decididamente negativas, especialmente en perjuicio de los más pobres.

Por consiguiente, se trata de constatar el cambio y hacer que contribuya al bien común. La globalización tendrá efectos muy positivos si se apoya en un fuerte sentido del valor absoluto de la dignidad de todas las personas humanas y del principio según el cual los bienes de la tierra están destinados a todos. Hay espacio, en esta dirección, para trabajar de modo leal y constructivo, también dentro de un sector muy expuesto a la especulación. A este propósito, no basta respetar leyes locales o reglamentos nacionales; es necesario un sentido de justicia global, que corresponda a las responsabilidades que están en juego, constatando la interdependencia estructural de las relaciones entre los hombres más allá de las fronteras nacionales.

Mientras tanto, es muy oportuno apoyar y fomentar los proyectos de "finanzas éticas", de microcrédito y de "comercio equitativo y solidario", que están al alcance de todos y poseen también un valor pedagógico positivo, orientado a la corresponsabilidad global.

5. Nos hallamos en el ocaso de un siglo que ha experimentado, también en este campo, cambios rápidos y fundamentales. La inminente celebración del gran jubileo del año 2000 representa una ocasión privilegiada para una reflexión de amplio alcance sobre esta problemática. Por eso, doy las gracias a vuestra fundación "Centesimus annus", que ha querido orientar sus trabajos a la luz del gran acontecimiento jubilar, teniendo en cuenta la perspectiva que indiqué en la carta apostólica Tertio millennio adveniente. En efecto, escribí que "el compromiso por la justicia y por la paz en un mundo como el nuestro, marcado por tantos conflictos y por intolerables desigualdades sociales y económicas, es un aspecto sobresaliente de la preparación y de la celebración del jubileo" (n. 51).

Queridos hermanos, habéis comprendido que el año jubilar os invita a dar vuestra contribución específica y cualificada para que la palabra de Cristo, que vino a evangelizar a los pobres (cf. Lc 4, 18), encuentre acogida. Os apoyo cordialmente en esta iniciativa, con el deseo de que, gracias al jubileo, madure «una nueva cultura de solidaridad y cooperación internacionales, en la que todos, especialmente los países ricos y el sector privado, asuman su responsabilidad en un modelo de economía al servicio de cada persona» (Incarnationis mysterium, 12).

Con estos sentimientos, mientras os deseo de todo corazón que la fundación crezca, para que brinde una colaboración cada vez más eficaz a la Santa Sede y a la Iglesia en la obra de la nueva evangelización y en la instauración de la civilización del amor, encomiendo todos vuestros proyectos e iniciativas a María, Madre de la esperanza.

Os acompañe y sostenga también mi bendición, que, complacido, os imparto a vosotros y a todos vuestros seres queridos.

 



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