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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL PRESIDENTE DE LA REPÚBLICA DE COREA*

Sábado 4 de marzo de 2000

 

Excelencia:

1. Me da gran alegría darle la bienvenida al Vaticano, con ocasión de su primera visita oficial, que me brinda la oportunidad de reafirmar la estima de la Santa Sede por su persona y su antigua amistad con la República de Corea. Saludo afectuosamente a la señora Kim Dae Jung y a los distinguidos miembros de su comitiva.

Su visita me trae a la memoria felices recuerdos de mis dos visitas pastorales al "país de la calma matutina", en 1984 y 1989. En ambas ocasiones tuve la alegría de encontrarme con muchos de sus compatriotas, de diferentes sectores sociales y tradiciones religiosas. Su cariñosa acogida, su cordialidad y su espíritu de hospitalidad dejaron en mí una huella imborrable. También pude observar las dificultades y los desafíos que afronta el pueblo coreano en su aspiración a la unidad y en su deseo de crear una sociedad próspera y pacífica, construida sobre sólidas bases de justicia, libertad y respeto a los derechos humanos inalienables.

2. Recientemente ustedes han emprendido nuevas iniciativas para fomentar el diálogo intercoreano. Ciertamente, el camino de la reconciliación será largo y difícil. Pero, a pesar de los obstáculos, no se han desanimado en sus esfuerzos por establecer un clima de buenas y armoniosas relaciones. Han demostrado su compromiso de un modo concreto, asistiendo a muchos norcoreanos damnificados gravemente por calamidades naturales y malas cosechas, y cuya trágica situación todos conocemos. Animo los esfuerzos que están realizando para responder a sus necesidades en este momento tan difícil, y aprovecho esta oportunidad para exhortar a la comunidad internacional a seguir dando muestras de generosidad, contribuyendo a aliviar los sufrimientos de las víctimas.

3. En los últimos tiempos su país también ha tenido que responder a los desafíos sociales y económicos que ha planteado la crisis financiera asiática. Consciente de que el bien más valioso de la nación es su pueblo, su Gobierno ha realizado grandes esfuerzos para asegurar que sus efectos negativos sobre sus compatriotas se redujeran al mínimo. La productividad y el lucro no pueden ser la única medida del progreso; en efecto, el desarrollo sólo es auténtico si redunda en beneficio de las personas y promueve el bien de la familia, de la nación y de la comunidad mundial. El verdadero desarrollo exige que se considere a todos los hombres y mujeres como sujetos de derechos y libertades inalienables, y se defiendan y favorezcan siempre y en todo lugar las dimensiones social, cultural y religiosa de la vida.

El compromiso de la Iglesia católica en favor de la educación, la asistencia sanitaria y el bienestar social nace de su firme convicción de la dignidad innata de la persona humana y de la primacía del hombre sobre las cosas. Esta convicción la impulsa a buscar formas prácticas de cooperación con los Gobiernos y los organismos internacionales que se preocupan por el desarrollo de los pueblos. En esta área, a la Iglesia no compete señalar particulares modelos sociales, políticos y económicos. Su contribución principal consiste en ofrecer su doctrina social como una orientación ética e ideal que, a la vez que reconoce el valor positivo del mercado y de la empresa, insiste en que deben tender siempre al bien común de las personas (cf. Centesimus annus, 43). El respeto a la dimensión moral esencial y a los imperativos éticos del desarrollo es la clave del auténtico progreso humano, pues constituye el único fundamento posible de una sociedad verdaderamente digna de la familia humana.

4. El siglo que acaba de terminar ha sido testigo de muchas violencias, persecuciones y guerras, de las que su propio país no ha estado exento. Todo esto ha llevado a una mayor conciencia de la necesidad de acuerdos y cooperación entre las naciones, para prevenir conflictos y preservar la paz, para defender los derechos y la libertad de las personas y de los pueblos, y para asegurar la observancia de la justicia. Los países de Asia se han ido acercando gradualmente, y se han realizado serios esfuerzos para que algunos pueblos divididos por dolorosos recuerdos de la historia pasada se reconciliaran entre sí. En muchas naciones existe un creciente compromiso por renovar el orden social y eliminar la corrupción que muy a menudo afecta a la vida pública. Los pueblos son cada vez más conscientes de que el ámbito de la política no es moralmente neutro, sino que se debe regir por ideales y principios fundamentales. Hay que aplaudir y alentar este desarrollo positivo y estas iniciativas; pero, en un nivel más profundo, sólo pueden tener éxito si se respeta y salvaguarda el valor único e inalienable de la persona humana.

Como ha demostrado claramente la experiencia de los últimos cien años, la falta de reconocimiento de la existencia de la verdad trascendente, obedeciendo a la cual el hombre realiza plenamente su identidad, mina los principios que garantizan las justas relaciones entre los pueblos y puede llevar a diversas formas de totalitarismo (cf. ib., 44). En efecto, si no existe una verdad última que guíe y dirija la actividad política, las ideas y convicciones pueden manipularse fácilmente con fines de poder (cf. ib., 46). Actualmente, cada nación y la entera comunidad internacional afrontan el desafío de formular los principios fundamentales necesarios para garantizar el bien de las personas, el bien común y el desarrollo auténtico de la sociedad. Expreso mi esperanza y mi confianza en que el pueblo de Corea del sur se inspire en su rico patrimonio cultural y espiritual a fin de encontrar la sabiduría y la disciplina de mente y de corazón necesarias para construir una sociedad digna de las antiguas tradiciones de su país.

5. Excelencia, en esta feliz ocasión de su visita, formulo una vez más mis mejores votos por sus esfuerzos encaminados a promover la renovación social y la reconciliación entre todos los miembros de la familia coreana. Pido al Señor para que el pueblo coreano conserve los valores espirituales y las cualidades de carácter que sostienen la libertad, la dignidad y la verdad, y proporcionan una orientación segura para el futuro. Que la República de Corea prospere en el camino del progreso auténtico y de la verdadera paz. Éste es mi deseo cordial para usted, señor presidente, y para su pueblo.


*L'Osservatore Romano. Edición semanal en lengua española, n.10, p.8 (p.116).

 



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