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VISITA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL SEMINARIO ROMANO MAYOR


Sábado 4 de marzo de 2000

 

Amadísimos seminaristas: 

1. Vuelvo siempre con alegría al seminario romano, situado a la sombra de la catedral de Roma. Vengo con una emoción más profunda durante este Año jubilar, que nos introduce en el tercer milenio. Os saludo a todos:  al rector, a los formadores, a los seminaristas, jóvenes y amigos. Gracias por vuestra cordial acogida.

Dirijo un saludo particular al cardenal vicario y al consejo episcopal, a los párrocos y a los colaboradores diocesanos y parroquiales, comprometidos en el seminario con un generoso esfuerzo de dar nuevo impulso a la pastoral vocacional.

2. Hemos contemplado juntos los comienzos de la historia de la salvación en los misterios gozosos del rosario. María, como nos recuerda san Bernardo, "cree, confía y acepta" (Homilía IV, 8). Siguiendo su ejemplo, y por su intercesión, también nosotros aprendemos a creer, a confiar y a recibir los copiosos dones de gracia que el Señor quiere dispensarnos. Es María quien revela a nuestras comunidades y a la Iglesia entera la pedagogía de Dios en la historia de las personas y de los pueblos. Nos hace disponibles a la fe, a la confianza y a la acogida humilde.

Queridos seminaristas, amad a María, nuestra Madre celestial, durante los años de vuestra formación y de vuestro ministerio generoso y santo, para honrarla un día en el cielo. Hoy participan en la fiesta de la Virgen de la Confianza todos los amigos del seminario y, sobre todo, los jóvenes que caminan con vosotros y os miran, con el deseo de conocer también ellos el secreto de vuestra vida. Quiera Dios que vuestro ejemplo ayude a numerosos muchachos a superar los mil temores de la vida y a abrirse a la confianza y al compromiso. Hoy, en cierto modo, es fiesta para toda la comunidad diocesana y, en particular, para las parroquias y realidades pastorales donde trabajáis y en medio de las cuales se verifica y refuerza vuestro "sí" al Señor.

3. En el santo rosario hemos visto cómo María se ponía a la escucha de Dios y se abría al diálogo con él. En su actitud interior contemplamos nuestro modelo de oración. Nos enseña que para rezar es preciso entrar en nuestra propia habitación y, cerrando la puerta, hablar con el Padre en lo secreto. María sabe bien que sólo los ojos del Padre ven en lo secreto y que su mirada atraviesa la puerta del corazón de todo hombre (cf. Mt 6, 5-6). Sabe bien que sólo el encuentro íntimo con el Padre celestial da el fuego de caridad que impulsa a salir de la habitación y seguir la llamada de Cristo. María es modelo de sabiduría y fe. En la espera, no aparta su mirada del Esposo que viene; más aún, provee sabiamente de aceite la lámpara de la fe en la noche del temor, para cruzar la puerta de la alegría nupcial (cf. Mt 25, 1-13).

Amadísimos jóvenes seminaristas, aprended de la Virgen de la Confianza cómo llegar a ser confiados y vigilantes, servidores del Evangelio a la espera de la venida del Señor en la gloria. Que María os enseñe a madurar en la vocación y a plasmar en vosotros el corazón de su Hijo. Su ejemplo os impulse a transformar vuestra vida en generosidad hacia el pobre (cf. 1 Jn 3, 17) y en disponibilidad también para con el huésped de las horas inoportunas (cf. Lc 11, 5-8). Acompañados por ella, también vosotros experimentaréis la confianza gozosa de los Apóstoles, quienes, obedeciendo a Dios antes que a los hombres, descubrieron cómo la palabra de Dios supera las puertas cerradas de cualquier cárcel (cf. Hch 5, 17-25) y cualquier obstáculo.

4. Salve radix, salve porta, ex qua mundo lux est orta!

Queridos seminaristas, durante todo el Año santo sigamos encomendando a María los compromisos que nos esperan. Que la Virgen de la Confianza guíe el seminario y acompañe a la comunidad diocesana para que experimente a Cristo vivo, que  vence  el  temor  y da la paz (cf. Jn 20, 19). Que le ayude a imitar al  buen  samaritano, que derrama aceite y vino sobre las heridas de cuantos viven  en  Roma  o  que  llegan a ella de todas las partes del mundo (cf. Lc 10, 29-36). Que María enseñe el gozo del espíritu a todo joven que cruce el umbral del seminario.

Quiera Dios que el olivo del pórtico, que acabo de bendecir, represente para el seminario el signo del servicio a las vocaciones. Cristo Jesús es el centro de toda vocación. Él es el maestro a cuya sombra os detendréis en actitud de escucha; él es el Siervo sufriente, que os llevará consigo a Getsemaní, cuando los hombres os abandonen. Jesús es la raíz y el árbol en el que hemos sido injertados como brotes de olivo, fecundado por la cruz. Del Señor recibimos la vocación como aceite perfumado de vida nueva. El Padre, que ungió a su Hijo Jesús con óleo de alegría (cf. Hb 1, 5-14), haga resplandecer sobre la cabeza de cada uno de vosotros el mismo óleo de santidad.

¡Feliz Año santo! Que el Señor multiplique a los llamados, como brotes de olivo en torno a su mesa. Os bendigo a todos con gran afecto.

Quiero dar las gracias a todos por la hospitalidad. También esta vez, también en este Año jubilar, estando aquí en el seminario romano, he pensado en el seminario de Cracovia, que dejé hace muchos años.

He pensado lo siguiente:  en Cracovia tenía la posibilidad de hablar con cada uno de los seminaristas; en Roma sólo puedo darles la mano. Pero, gracias a Dios, está el cardenal vicario para la diócesis de Roma. Le dejo a él el placer de conversar con vosotros. El cardenal me dice que conversa frecuentemente con vosotros. Es algo muy hermoso.

El Año santo ha comenzado muy bien. Se han superado las previsiones. Lo hemos comprobado en los primeros días, en las primeras semanas, en los primeros dos meses.

También a vosotros, alumnos del Seminario romano mayor, os deseo que aprovechéis este año de gracia y crucéis con fe la Puerta santa de la basílica de San Pedro, que nos lleva simbólicamente a la salvación.

Así pues, ¡feliz Año jubilar! ¡Feliz Año santo! ¡Feliz año 2000! ¡Feliz año académico! ¡Feliz año seminarístico!

 



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