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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL EMBAJADOR DE LA REPÚBLICA DOMINICANA ANTE LA SANTA SEDE*


Lunes 11 de diciembre de 2000
 

 

Señor Embajador:

1. Me es grato recibir las Cartas Credenciales que lo acreditan como Embajador Extraordinario y Plenipotenciario de la República Dominicana ante la Santa Sede, expresándole al mismo tiempo mi más cordial bienvenida y los mejores deseos para la misión que su Gobierno le ha encomendado. Agradezco sus amables palabras y, en particular, el deferente saludo del Señor Presidente de la República, Ingeniero Hipólito Mejía, del que se hace portador. Le ruego que le haga llegar mi aprecio por ello, junto con los mejores deseos para el querido pueblo dominicano.

No puedo olvidar que, siguiendo la ruta de los primeros evangelizadores, ésa fue la primera tierra americana que me recibió al comienzo de mi Pontificado. Era como la puerta de entrada a una parte del mundo, llena de riqueza humana y hospitalidad, en la cual arraigó con fuerza la Cruz de Cristo y ha florecido la Iglesia, a la que he querido llevar “nueva esperanza en su esperanza” (Discurso de llegada a Santo Domingo, 25-I-1979).

A este primer encuentro siguió otro, particularmente significativo para la Iglesia y para América, cuando, de nuevo en la República Dominicana como umbral del Continente, celebré el V Centenario de la primera evangelización. En aquella ocasión invité a los Obispos, reunidos para la IV Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, a recibir la herencia del inconmensurable esfuerzo de los primeros misioneros con otro no menos comprometido e importante para el nuevo milenio, como es el de la nueva evangelización.

2. En esta perspectiva de la evangelización, que es la misión propia de la Iglesia, adquieren un particular significado las relaciones diplomáticas con la Santa Sede, que su Gobierno le ha encomendado. A este respecto, el mensaje de Cristo propone la salvación para la persona humana en su integridad y, por tanto, predicar el Evangelio significa ofrecer luz, infundir esperanza y dar nuevo impulso al ser humano en sus posibilidades como individuo y como sujeto esencialmente social. En efecto, “la fe ilumina todo con una luz nueva y manifiesta el plan divino sobre la vocación integral del hombre, y por ello dirige la mente hacia soluciones plenamente humanas” (Gaudium et spes, 11).

La Iglesia, pues, en el estricto respeto de las competencias propias de las autoridades civiles, busca el bien de las personas, de las familias, de las instituciones sociales y de la comunidad nacional. Por eso, una estrecha colaboración con quienes tienen la responsabilidad de administrar el bien común de un pueblo redundará sin duda alguna en beneficio del progreso humano, social y espiritual de todos.

3. Los puntos de encuentro y de colaboración entre la Iglesia y los Estados son bien conocidos y, más que a intereses concretos y particulares, atañen a aquellos campos en los que se decide la plena dignidad humana y se cultivan los valores sobre los que se ha de ir construyendo un mundo cada vez más justo, solidario y pacífico. En un momento histórico como el actual, en el que muchos factores impulsan a pensar únicamente en resultados inmediatos, produciendo desconcierto en las personas e inestabilidad en la sociedad, es sumamente importante velar para que no se pierda lo más genuino y arraigado en la naturaleza humana.

Por eso la Iglesia pide un esfuerzo a todos para que la sociedad, que ha de proteger y llevar a plenitud la existencia de todo ser humano, no se convierta, a través de fórmulas engañosas, precisamente en una amenaza para su vida. La inviolabilidad de la vida humana, en las diversas fases de su desarrollo o en cualquier situación en que se encuentre, es una premisa de los demás derechos humanos, límite para toda potestad humana y fundamento para una consciente e incansable búsqueda de la paz.

4. La Iglesia en la República Dominicana no ha dejado de preocuparse por el bien de sus gentes y el progreso humano del País. Lo hace con sus instituciones educativas, culturales y asistenciales, pero sobre todo, infundiendo un espíritu de esperanza cristiana y de compromiso social, para que todos se sientan responsables en construir un futuro mejor. No pretende con ello sino cumplir con su misión de evangelizar, firmemente convencida de que ésta es la forma más noble y eficaz de orientar la profunda vocación de cada dominicano a la excelsa dignidad que Dios le ha dado.

5. Señor Embajador, le expreso mis mejores deseos para el desempeño de su importante Misión diplomática, así como para que Usted y su distinguida familia tengan una estancia en Roma llena de dicha y de provecho. Llega Usted en un momento particular, cuando el Jubileo del año 2000 de la Encarnación de Cristo está llegando a su conclusión. La Iglesia de Roma ha estado abierta al mundo, a cada sector de la sociedad, a los fieles de toda edad y condición social. Han venido en busca de una paz interior que sólo la reconciliación con Dios y con los hermanos puede dar. Pero, al mismo tiempo, han llenado con sus experiencias profundas y enriquecido con su diversidad todos los rincones de esta antiquísima Sede de Pedro.

Al pedirle que tenga a bien transmitir mis saludos al Señor Presidente de la República, le aseguro mi plegaria al Todopoderoso, por la materna intercesión de Nuestra Señora de Altagracia, para que asista siempre con sus dones a Usted a sus colaboradores, a los gobernantes y ciudadanos de su noble País, a los que recuerdo siempre con particular afecto.


*Insegnamenti di Giovanni Paolo II, vol. XXIII, 2 p.1094-1097.

L'Osservatore Romano 11-12.12.2000 p.7.

L'Osservatore Romano. Edición semanal en lengua española, n.50, p.8 (p.624).

 



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