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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LA ACADEMIA PONTIFICIA DE CIENCIAS SOCIALES


Viernes 27 de abril de 2001

 

Señoras y señores de la Academia pontificia de ciencias sociales:

1. Vuestro presidente acaba de expresar vuestra alegría de estar aquí, en el Vaticano, para estudiar un tema que interesa tanto a las ciencias sociales como al magisterio de la Iglesia. Le agradezco, profesor Malinvaud, sus amables palabras, y os doy las gracias a todos vosotros por la ayuda que generosamente dais a la Iglesia en vuestro campo de competencia. Para la VII asamblea plenaria de la Academia habéis decidido afrontar más a fondo el tema de la globalización, prestando atención especial a sus implicaciones éticas.

Después de la caída del sistema colectivista en Europa central y oriental, con sus importantes consecuencias para el tercer mundo, la humanidad ha entrado en una nueva fase, en la que parece que la economía de mercado ha conquistado virtualmente el mundo entero. Esto no sólo ha producido una creciente interdependencia de las economías y de los sistemas sociales, sino también una difusión de nuevas ideas filosóficas y éticas basadas en las nuevas condiciones de trabajo y de vida, que están introduciéndose en casi todas las partes del mundo. La Iglesia examina cuidadosamente estos nuevos hechos a la luz de los principios de su doctrina social. Para hacerlo, debe profundizar su conocimiento objetivo de estos fenómenos emergentes. Por eso, la Iglesia se apoya en vuestro trabajo para lograr una comprensión que posibilite un mejor discernimiento de las cuestiones éticas que plantea el proceso de globalización.

2. La globalización del comercio es un fenómeno complejo y en rápida evolución. Su característica principal es la creciente eliminación de las barreras que dificultan el movimiento de las personas, del capital y de los bienes. Representa una especie de triunfo del mercado y de su lógica que, a su vez, produce rápidos cambios en los sistemas sociales y en las culturas. Muchas personas, especialmente las más pobres, la viven como una imposición, más que como un proceso en el que pueden participar activamente.

En mi carta encíclica Centesimus annus observé que la economía de mercado es un medio para responder adecuadamente a las necesidades económicas de los pueblos en la medida en que respete su libre iniciativa, pero tiene que ser controlada por la comunidad, por el cuerpo social, con vistas al bien común (cf. nn. 34 y 58). Ahora que el comercio y las comunicaciones ya no están limitados por las fronteras, el bien común universal exige que la lógica inherente al mercado vaya acompañada de mecanismos de control. Esto es esencial para evitar reducir todas las relaciones sociales a factores económicos y para proteger a las víctimas de nuevas formas de exclusión o marginación.

La globalización no es, a priori, ni buena ni mala. Será lo que la gente haga de ella. Ningún sistema es un fin en sí mismo, y es necesario insistir en que la globalización, como cualquier otro sistema, debe estar al servicio de la persona humana, de la solidaridad y del bien común.

3. Una de las preocupaciones de la Iglesia con respecto a la globalización es que se ha convertido rápidamente en un fenómeno cultural. El mercado como mecanismo de intercambio se ha transformado en el instrumento de una nueva cultura. Muchos observadores han notado el carácter intruso, y hasta invasor, de la lógica de mercado, que reduce cada vez más el área disponible a la comunidad humana para la actividad voluntaria y pública en todos los niveles. El mercado impone su modo de pensar y actuar, e imprime su escala de valores en el comportamiento. Los que están sometidos a él, a menudo ven la globalización como un torrente destructor que amenaza las normas sociales que los han protegido y los puntos de referencia culturales que les han dado una orientación en la vida.

Lo que está sucediendo es que los cambios en la tecnología y en las relaciones laborales se están produciendo demasiado rápidamente para que las culturas puedan responder. Las garantías sociales, legales y culturales, que son el resultado de los esfuerzos por defender el bien común, son muy necesarias para que las personas y los grupos intermedios mantengan su centralidad. Sin embargo, la globalización a menudo corre el riesgo de destruir las estructuras construidas con esmero, exigiendo la adopción de nuevos estilos de trabajo, de vida y de organización de las comunidades. Además, en otro nivel, el uso que se hace de los descubrimientos en el campo biomédico tiende a coger desprevenidos a los legisladores. Con frecuencia la investigación misma es financiada por grupos privados, y sus resultados se comercializan incluso antes de que se pueda poner en marcha el proceso de control social. Nos encontramos aquí ante un aumento prometeico del poder sobre la naturaleza humana, hasta el punto de que el mismo código genético humano se mide en términos de costos y beneficios. Todas las sociedades reconocen la necesidad de controlar este desarrollo y asegurar que las nuevas prácticas respeten los valores humanos fundamentales y el bien común.

4. La afirmación de la prioridad de la ética corresponde a una exigencia esencial de la persona y de la comunidad humana. Pero no todas las formas de ética son dignas de este nombre. Están apareciendo modelos de pensamiento ético que derivan de la globalización misma y llevan la marca del utilitarismo. Con todo, los valores éticos no pueden ser dictados por las innovaciones tecnológicas, la técnica o la eficiencia; se fundan en la naturaleza misma de la persona humana. La ética no puede ser la justificación o legitimación de un sistema; más bien, debe ser la defensa de todo lo que hay de humano en cualquier sistema. La ética exige que los sistemas se adecuen a las necesidades del hombre, y no que el hombre se sacrifique en aras del sistema. Una consecuencia evidente de esto es que los comités éticos, presentes ahora en casi todos los campos, deberían ser completamente independientes de los intereses financieros, de las ideologías y de las visiones políticas partidistas.

La Iglesia, por su parte, sigue afirmando que el discernimiento ético en el marco de la globalización debe basarse en dos principios inseparables.

El primero es el valor inalienable de la persona humana, fuente de todos los derechos humanos y de todo orden social. El ser humano debe ser siempre un fin y nunca un medio, un sujeto y no un objeto, y tampoco un producto comercial.

El segundo es el valor de las culturas humanas, que ningún poder externo tiene el derecho de menoscabar y menos aún de destruir. La globalización no debe ser un nuevo tipo de colonialismo.

Debe respetar la diversidad de las culturas que, en el ámbito de la armonía universal de los pueblos, son las claves de interpretación de la vida. En particular, no tiene que despojar a los pobres de lo que es más valioso para ellos, incluidas sus creencias y prácticas religiosas, puesto que las convicciones religiosas auténticas son la manifestación más clara de la libertad humana.

La humanidad, al embarcarse en el proceso de globalización, no puede por menos de contar con un código ético común. Esto no significa un único sistema socioeconómico o una única cultura dominante, que impondría sus valores y sus criterios sobre cuestiones éticas. Las normas de la vida social deben buscarse en el hombre como tal, en la humanidad universal nacida de la mano del Creador. Esta búsqueda es indispensable para evitar que la globalización sea sólo un nuevo nombre de la relativización absoluta de los valores y de la homogeneización de los estilos de vida y de las culturas. En todas las diferentes formas culturales existen valores humanos universales, los cuales deben manifestarse y destacarse como la fuerza que guíe todo desarrollo y progreso.

5. La Iglesia seguirá colaborando con todas las personas de buena voluntad para asegurar que en este proceso triunfe la humanidad entera, y no sólo una élite rica que controla la ciencia, la tecnología, la comunicación y los recursos del planeta en detrimento de la gran mayoría de sus habitantes. La Iglesia espera ardientemente que todos los elementos creativos de la sociedad contribuyan a promover una globalización que esté al servicio de toda la persona y de todas las personas.

Con estas reflexiones, os animo a seguir tratando de comprender de forma cada vez más profunda la realidad de la globalización y, como prenda de mi cercanía espiritual, invoco de corazón sobre vosotros las bendiciones de Dios todopoderoso.

 



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