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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS PARTICIPANTES EN UNAS JORNADAS DE ESTUDIO PARA NUEVOS OBISPOS
ORGANIZADAS POR LA CONGREGACIÓN PARA LOS OBISPOS

Jueves 5 de julio de 2001

 

Señores cardenales;
amadísimos hermanos en el episcopado:
 

1. Me alegra daros mi más cordial bienvenida a todos vosotros, nuevos obispos, que participáis en las Jornadas de estudio organizadas por la Congregación para los obispos. Saludo al señor cardenal Giovanni Battista Re, prefecto del dicasterio, y le agradezco las palabras que me ha dirigido, haciéndose intérprete de vuestros sentimientos y confirmando vuestra adhesión y devoción al Papa. Expreso también mi aprecio y gratitud al querido padre Marcial Maciel por la solícita hospitalidad que los Legionarios de Cristo han brindado a los participantes en el Congreso durante estos días de oración, escucha y reflexión.

Esta iniciativa, en la que se han reunido en Roma los obispos nombrados más recientemente, procedentes de diversas partes del mundo, merece ser destacada con favor. Queridos hermanos en el episcopado, habéis venido a Roma para unos días de comunión fraterna y para profundizar serenamente en algunos temas y problemas prácticos, que interpelan en mayor medida la vida de un obispo. Espero que el haber podido escuchar el testimonio de algunos pastores que son obispos desde hace muchos años, así como el de algunos jefes de dicasterios de la Curia romana, sea útil para vosotros que, desde hace poco, habéis recibido este ministerio.

2. Sé que vuestro encuentro ha querido ser, también y sobre todo, una peregrinación a la tumba del apóstol san Pedro, para consolidar la comunión colegial entre vosotros y con el Sucesor de Pedro, que Cristo estableció como principio y fundamento visible de la unidad de la Iglesia.

Por mi parte, quisiera renovaros la seguridad de mi cercanía espiritual y confirmaros en la fe y en la confianza en Jesucristo, que os ha llamado y constituido pastores de su pueblo en nuestro tiempo.

Ciertamente, la reunión de estos días habrá sido también un fuerte acontecimiento de gracia que ha favorecido en vosotros una renovada adhesión a vuestra identidad. Una ocasión para pensar en cómo "reavivar el don de Dios" que está en vosotros por la imposición de las manos, según la exhortación del apóstol san Pablo a Timoteo, bajo la guía del "Espíritu de fortaleza, de caridad y de templanza" (cf. 2 Tm 1, 6-7).

Queridos hermanos, vosotros sois los obispos del inicio del nuevo milenio. Desde luego, vivimos en un mundo difícil y complejo. Lo confirma la serie de cuestiones que habéis afrontado durante estos días, en las relaciones y en los debates. El ministerio del obispo no se ejerce bajo el signo del triunfalismo; más bien, está marcado por la cruz de Cristo. En efecto, con el  sacramento del orden habéis sido configurados más íntimamente a Cristo. Ninguna dificultad debe turbaros, porque Cristo es nuestra esperanza (cf. 1 Tm 1, 1). Camina a nuestro lado ayer, hoy y siempre (cf. Hb 13, 8), y está con nosotros, como Pastor supremo (cf. 1 P 5, 4). Es él quien guía a su Iglesia hacia la plenitud de la verdad y de la vida.

3. En el desempeño de vuestro ministerio, debe animaros un gran espíritu de servicio. Hoy, más que nunca, la misión del obispo ha de entenderse con sentido de servicio. El decreto conciliar Christus Dominus nos recuerda: «En el ejercicio de su función de padre y pastor, los obispos han de ser servidores en medio de los suyos» (n. 16). El obispo es servidor de todos. Está al servicio de Dios y, por amor a él, también de los hombres.

"El obispo, servidor del Evangelio, para la esperanza del mundo" será el tema de la X Asamblea general ordinaria del Sínodo del próximo otoño, sobre la vida y el ministerio de los obispos.

El obispo debe ejercer su oficio y su autoridad como un servicio a la unidad y a la comunión.

Como obispos, estamos llamados a guiar al pueblo de Dios por los caminos de la santidad; por esto, debemos mirar a Cristo como nuestro modelo. El éxito de nuestro ministerio pastoral no puede medirse según la organización burocrática o de acuerdo con datos estadísticos:  la santidad tiene otros criterios de medida.

Tarea de un obispo es ser "signo vivo de Jesucristo" (cf. Lumen gentium, 21), signo del amor de Cristo a toda persona humana. Nuestra eficacia al mostrar a Cristo al mundo depende en gran parte de la autenticidad de nuestro seguimiento de Cristo.

La santidad personal es la condición para la fecundidad de nuestro ministerio como obispos de la Iglesia. Nuestra unión con Jesucristo es la que determina la credibilidad de nuestro testimonio del Evangelio y la eficacia sobrenatural de nuestra actividad y de nuestras iniciativas. Solamente podemos proclamar con convicción "la inescrutable riqueza de Cristo" (Ef 3, 8) si nos mantenemos fieles al amor y a la amistad con Cristo.

4. Vosotros, que habéis recibido recientemente la ordenación sacramental, debéis volver a menudo con la mente a aquel momento tan emotivo, recordando el triple munus que se os ha confiado:  ser maestros de la fe mediante la enseñanza de la verdad que habéis recibido y que tenéis la misión de transmitir con fidelidad; ser administradores de los misterios de Dios para la santificación de las almas; y ser pastores y guías del pueblo de Dios, que Cristo adquirió con su sangre. Espero de corazón que la experiencia vivida durante estos días reavive en vosotros el espíritu de servicio que tiene su modelo en Cristo, buen Pastor.

5. Queridos hermanos en el episcopado, sabemos bien que el servicio apostólico lleva consigo alegrías y esperanzas, pero también dificultades, inquietudes y enormes desafíos pastorales. Pero no estáis solos en vuestro ministerio, porque, como sucesores de los Apóstoles, estáis unidos al Papa, Sucesor del apóstol san Pedro, y a todos los miembros del Colegio episcopal, a todos los obispos del mundo. Los inmensos desafíos que debemos afrontar son también grandes oportunidades del momento actual.

Al recordar la rica experiencia del Año jubilar, que demostró que el mundo tiene gran necesidad de Cristo, quisiera volver a entregar simbólicamente también a vosotros la carta apostólica Novo millennio ineunte, que traza las líneas del camino de la Iglesia en esta nueva etapa de la historia, proyectando su compromiso hacia nuevas metas apostólicas.

También a vosotros repito:  "Duc in altum" (Lc 5, 4), remad con valentía mar adentro, con las velas desplegadas por el viento del Espíritu Santo.

Por mi parte, os abrazo y os aseguro mi constante recuerdo ante el altar de Dios, para que refuerce el vínculo espiritual que nos une. Juntos sigamos trabajando con renovado impulso en la edificación del reino de Dios, para la esperanza del mundo. La verdadera medida de vuestro éxito consistirá en una mayor santidad, en un servicio más amoroso a las personas necesitadas, ayudando a todos "in caritate et veritate".

Encomendemos a María, Madre de la Iglesia, los propósitos madurados durante estos días, para que os acompañe con su protección materna y haga fecundos todos vuestros esfuerzos pastorales.

Con estos sentimientos, os imparto de corazón a cada uno una especial bendición apostólica, que extiendo de buen grado a las comunidades confiadas a vuestra solicitud pastoral.

 



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