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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS PARTICIPANTES EN LA ASAMBLEA DE LA ROACO


Jueves 27 de junio de 2002

 

Señor cardenal;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos miembros y amigos de la ROACO: 

1. Me agrada particularmente daros a cada uno mi cordial bienvenida, expresándoos mi gratitud por esta amable visita, con ocasión de la asamblea anual de la Reunión de las obras para la ayuda a las Iglesias orientales.

Saludo cordialmente al señor cardenal Ignace Moussa I Daoud, prefecto de la Congregación para las Iglesias orientales y presidente de la ROACO. Saludo al arzobispo secretario, monseñor Antonio Maria Vegliò, y a todos los colaboradores del dicasterio, así como a los responsables de los diversos organismos. Gracias a todos por la activa participación en la solicitud del Papa por las Iglesias orientales.

Al comprobar que, a pesar de las dificultades actuales, no disminuye el compromiso generoso de las Obras que representáis aquí, quisiera reafirmar lo que dije en la carta apostólica Orientale lumen:  "Las comunidades de Occidente han de sentir ante todo el deber de compartir, donde sea posible, proyectos de servicio con los hermanos de las Iglesias de Oriente o contribuir a la realización de cuanto ellas emprenden al servicio de sus pueblos" (n. 23).

2. En este momento vuelvo con la mente a mi reciente visita a Bulgaria, y en particular a Plovdiv, donde proclamé beatos a los mártires padre Pablo Djidjov, Pedro Vitchev y Josafat Chichkov. Como tantos otros, a menudo desconocidos, estos auténticos testigos de Cristo tienen el mérito de haber mantenido encendida la antorcha de la fe durante el rígido invierno ateo del siglo pasado y de haberla transmitido más viva que nunca a las generaciones sucesivas.

Su beatificación no fue sólo el culmen de toda mi peregrinación, sino también la confirmación más clara y luminosa de la estima y del afecto que me une al noble pueblo búlgaro, por el que os invito a orar para que Dios le conceda largos días de progreso, prosperidad y paz.

Me permito mencionaros esas queridas comunidades cristianas, para que os preocupéis aún más por ellas y sigáis sosteniéndolas en sus necesidades. Os exhorto, sobre todo, a no descuidar las expectativas de los jóvenes, a ayudar a las familias cristianas y a favorecer de todos los modos posibles la formación de los candidatos al sacerdocio y a la vida religiosa.

3. La atención especial con la que la Sede apostólica sigue la evolución de la situación en Tierra Santa y, más en general, la prolongación del estado de tensión en Oriente Próximo, me impulsa asimismo a recomendar encarecidamente a vuestra solicitud a los hermanos en la fe que viven allí. Estoy seguro de que vuestro esfuerzo, también gracias a la tradicional colecta para Tierra Santa, permitirá enviar a esas martirizadas regiones, desde los lugares más diversos del mundo, signos concretos de solidaridad cristiana. También estoy convencido de que en vuestra benéfica acción encontraréis una grata correspondencia en los pastores y en los fieles de las Iglesias católicas orientales y de la comunidad latina de Tierra Santa. Esa tierra bendita, en la que el Salvador nació, vivió, murió y resucitó, es un patrimonio mundial de espiritualidad y un tesoro de valor inigualable.

Lo saben bien los peregrinos que todos los años visitan los santos lugares. Después de rezar y confrontarse con el Evangelio en el sugestivo marco de esos escenarios, vuelven a sus comunidades enriquecidos por una experiencia extraordinaria. Sobre todo se dan cuenta de que junto a los santuarios existe y actúa una activa comunidad de creyentes, compuesta por fieles pertenecientes a diversos ritos, con tradiciones arraigadas en la pluralidad típica de la Iglesia de los primeros siglos.

4. Amadísimos hermanos y hermanas, vuestro compromiso consiste en responder de modo cada vez más atento e inmediato a las urgencias de las Iglesias orientales católicas, procurando implicar oportunamente a las comunidades locales. Mediante sesiones especiales de reflexión y encuentros de estudio, ayudáis a programar intervenciones y a establecer planes pastorales según reconocidas prioridades de evangelización, de caridad y de compromiso educativo. Me congratulo con vosotros, y deseo animaros a proseguir con generosidad y clarividencia por el camino emprendido, que da frutos de bien para toda la Iglesia.

En este proceso tan importante os acompaña la Congregación para las Iglesias orientales, la cual sostiene las diversas iniciativas que promovéis en el campo de los estudios, de la profundización de la liturgia, en el compromiso formativo y en la planificación pastoral práctica.

Además, el dicasterio tiene el deber de salir al encuentro de las necesidades de los seminaristas y los sacerdotes, de los religiosos y las religiosas, así como de los laicos enviados a Roma por sus obispos y superiores para completar la formación espiritual y pastoral, conocer realidades eclesiales diversas y realizar los estudios superiores en las diferentes disciplinas eclesiásticas.

Quiera Dios que las comunidades eclesiales de Oriente, ayudadas por la Congregación para las Iglesias orientales y por la ROACO, vivan una vida evangélica cada vez más intensa y un renovado impulso apostólico.

5. Amadísimos hermanos y hermanas, que la Madre de Dios, María santísima, os confirme en vuestros buenos propósitos. Os sostenga en vuestro esfuerzo de unir la caridad de la palabra con la caridad de las obras, expresada en tantos signos de solidaridad y fraternidad.

También yo os acompaño con mi afecto y mi oración, e imparto de corazón a cada uno de vosotros una especial bendición apostólica, que extiendo de buen grado a vuestros seres queridos, a las Iglesias a las que pertenecéis, a los organismos que representáis y a cuantos se benefician de las iniciativas por las que trabajáis.



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