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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS PARTICIPANTES EN EL XXIX CAPÍTULO GENERAL
DE LA CONGREGACIÓN DE LOS HERMANOS CRISTIANOS


Viernes 22 de marzo de 2002

 

Querido hermano Garvey;
queridos hermanos en Cristo: 

1. "Paz a todos los que estáis en Cristo" (1 P 5, 14). Con estas palabras del apóstol san Pedro os saludo, con ocasión del XXIX capítulo general de la congregación de los Hermanos Cristianos. Me alegra especialmente daros la bienvenida este año, en que celebráis vuestro bicentenario, porque nos permite alabar a Dios por el carisma que suscitó a través del beato Edmundo Ignacio Rice y que perdura hasta hoy en vosotros, que soy sus hijos y hermanos. Aprovecho la oportunidad para daros las gracias en nombre de la Iglesia por todo lo que los Hermanos Cristianos han hecho durante dos siglos en favor de la educación de los jóvenes.

2. La historia de gracia que celebráis en este capítulo general empezó en un tiempo de gran agitación social en Europa y de fuerte estrechez en Irlanda, tierra donde nació Edmundo Rice. Cuando vuestro fundador era joven, el continente se vio sacudido por corrientes revolucionarias, que llevaron a la caída de un orden antiguo y al nacimiento de uno nuevo, el cual surgió con gran dificultad de guerras sangrientas que turbaron Europa en el alba del siglo XIX.

También para Irlanda fueron años de pobreza y persecución religiosa, y las grandes tradiciones de la vida católica irlandesa corrieron grave peligro. En cambio, esas tradiciones florecieron de un modo nuevo y notable cuando Dios impulsó a personas como Edmundo Rice a asumir la tarea de educar a los jóvenes, de otro modo condenados a una pobreza material, intelectual, moral y espiritual que no sólo los perjudicaría a ellos, sino también a la sociedad entera. Al responder a la llamada de Dios, vuestro fundador no sólo siguió las profundas inspiraciones del Espíritu Santo, que nos enseña todo (cf. Jn 14, 26); también sostuvo el camino de la Iglesia católica, que ha puesto siempre la educación en el centro mismo de su misión de anunciar el Evangelio. Más aún, Edmundo se mantuvo fiel a la antigua tradición de las grandes escuelas monásticas de Irlanda, que habían creado un profundo vínculo entre  santidad  y  enseñanza, entre humanidad y educación, para gloria de Europa y de todo el mundo cristiano.

Edmundo no sólo afrontó una crisis social o nacional, sino también una grave crisis personal, que suscitó en su vida la gracia que llevó al nacimiento de vuestra congregación. Cuando murió su joven esposa, en 1789, pensó primero en retirarse a la vida contemplativa. Pero esta no era su vocación. Edmundo descubrió que Dios lo llamaba a una vida activa enraizada en la contemplación. Tenía vocación para emprender "una nueva creatividad de la caridad" (Novo millennio ineunte, 50), que fue la verdadera revolución en una época revolucionaria, una revolución que no surgía de la violencia, sino de la escucha serena y paciente de Dios.

3. La contemplación de Cristo, el Maestro, por parte de Edmundo lo modeló cada vez más según la imagen del Señor, que en los evangelios se presenta "a la vez majestuosa y familiar, impresionante y tranquilizadora" (Catechesi tradendae, 8). Cristo, a quien él siguió, conocía "lo que hay en el hombre" (Jn 2, 25); fue compasivo, pero no tuvo miedo de decir la verdad; tenía autoridad, pero sin ser nunca autoritario; estaba arraigado en la tradición, pero afrontaba con creatividad las necesidades de su tiempo.

Queridos hermanos, Cristo y vuestro fundador os llaman a alcanzar esas mismas alturas al iniciar vuestro tercer siglo; como Edmundo, descubriréis "el rostro del dolor" (cf. Novo millennio ineunte, 26-27), el rostro del Señor crucificado. Ahora, más que nunca, debemos fijar nuestra mirada en él:  el Siervo sufriente, que soportó el castigo que nos trae la paz (cf. Is 53, 2-9). Al que fue traspasado por nuestras culpas debéis llevarle vuestras heridas y sufrimientos; al que fue herido por nuestras iniquidades debéis llevarle vuestros fracasos. ¿Quién sino el Señor de toda misericordia sanará nuestras heridas? ¿Quién sino él transformará nuestros sufrimientos en alegría? ¿Quién sino él convertirá nuestros pecados en una nueva vida? Queridos hermanos, os digo esto en vísperas de la Semana santa, cuando toda la Iglesia celebra el misterio de la cruz del Señor, que es la clave de todos los misterios de vida y de muerte.

El Calvario os enseña la verdad de vuestra historia:  vuestra congregación nació de la crisis; y de la crisis de estos tiempos está naciendo también esta vez vuestro futuro, el futuro de Dios para vosotros. Por eso, con el apóstol san Pablo, os digo:  "Estad siempre alegres en el Señor" (Flp 4, 4), porque a la luz de la Pascua comprendemos el significado de lo que dice san Pablo:  "Cuando soy débil, entonces es cuando soy fuerte" (2 Co 12, 10). Con la ayuda de Dios, no hay herida que no pueda convertirse en un manantial de vida nueva. Esta es la razón de nuestra esperanza; esta es la fuente de nuestra alegría.

4. Desde Waterford, donde nació en 1802, vuestra congregación se extendió por toda Irlanda, en la diáspora irlandesa y más allá. Ahora el número de vuestros miembros disminuye en algunos lugares, mientras que en otros aumenta. Y más allá de los confines de la Congregación, el movimiento Edmundo Rice está suscitando nuevas energías entre los laicos, hombres y mujeres, que comparten vuestro espíritu y vuestra obra. La llama de la fe encendida por vuestro fundador arde intensamente aún, y a vosotros corresponde garantizar que este "fuego sobre la tierra" (Lc 12, 49) sea tan creativo ahora como lo fue en el pasado. En un tiempo en el que muchas culturas sufren una crisis de comunicación de los valores religiosos y morales a los jóvenes, la misión educativa confiada a vosotros es más importante que nunca. Pero es también más estimulante, porque este es un tiempo en que, como observó el Papa Pablo VI, la gente "escucha más a gusto a los testigos que a los maestros, o si escucha a los maestros es porque son testigos" (Evangelii nuntiandi, 41). Habéis sido siempre excelentes maestros; ahora debéis ser más conocidos aún por vuestro testimonio valiente y gozoso de Cristo ante los jóvenes, en el momento en que la Iglesia emprende de nuevo "la gran aventura de la nueva evangelización" (cf. Novo millennio ineunte, 58).

Mientras escucháis a Dios durante estos días del capítulo general —dando gracias por el pasado, procurando comprender el presente y planificando el futuro—, pido al Señor que derrame su Espíritu sobre vosotros de modos nuevos y eficaces. Encomendando la congregación de los Hermanos Cristianos a la protección amorosa de nuestra Señora del Perpetuo Socorro y a la intercesión de vuestro beato fundador, os imparto de buen grado mi bendición apostólica como prenda de infinita misericordia en Jesucristo, que vive para siempre en nuestro corazón.

 



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