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DISCURSO DEL PAPA JUAN PABLO II
AL NUEVO EMBAJADOR DE ISRAEL*


Lunes 2 de junio de 2003

 

Señor embajador:

Me complace darle la bienvenida en el Vaticano y aceptar las cartas credenciales que lo acreditan como embajador extraordinario y plenipotenciario del Estado de Israel ante la Santa Sede. Su presencia hoy aquí es un testimonio de nuestro deseo común de colaborar para garantizar la paz y la seguridad, no sólo en Israel y en Oriente Próximo, sino también en todas las partes del mundo, para todos los pueblos. Esta tarea no la afrontamos solos, sino con toda la comunidad internacional. En efecto, tal vez hoy más que nunca toda la familia humana siente la urgente necesidad de superar la violencia y el terror, desarraigar la intolerancia y el fanatismo, y comenzar una era de justicia, reconciliación y armonía entre las personas, los grupos y las naciones.

En ningún otro sitio se siente esta necesidad con tanta fuerza como en Tierra Santa. No cabe la menor duda de que los pueblos y las naciones tienen derecho a vivir en un clima de seguridad. Sin embargo, este derecho implica un deber correspondiente: respetar el derecho de los demás. Por tanto, así como la violencia y el terror no pueden ser nunca un medio aceptable para hacer declaraciones políticas, así tampoco las represalias pueden llevar jamás a una paz justa y duradera.

Los actos de terrorismo se han de condenar siempre como auténticos crímenes contra la humanidad (cf. Mensaje para la Jornada mundial de la paz de 2002, n. 4). Todos los Estados tienen el derecho innegable de defenderse contra el terrorismo, pero este derecho debe ejercerse siempre respetando los límites morales y legales de sus fines y sus medios (cf. ib., 5).

Como otros miembros de la comunidad internacional, y apoyando plenamente el papel y los esfuerzos de la familia más numerosa de las naciones para contribuir a resolver la crisis en Oriente Próximo, la Santa Sede está convencida de que el conflicto actual sólo se resolverá cuando existan dos Estados independientes y soberanos. Como dije al inicio de este año al Cuerpo diplomático: "Dos pueblos, el israelí y el palestino, están llamados a vivir el uno junto al otro, igualmente libres y soberanos y recíprocamente respetuosos" (Discurso al Cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede, 13 de enero de 2003, n. 4: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 17 de enero de 2003, p. 3). Es esencial que ambas partes den claras muestras de su decidido compromiso de llegar a esta coexistencia pacífica. Así, darán una inestimable contribución a la construcción de una relación de confianza mutua y cooperación. En este contexto, me complace destacar el reciente voto del Gobierno israelí en apoyo del proceso de paz: para todas las personas implicadas en este proceso, la posición del Gobierno es un signo positivo de esperanza y aliento.

Por supuesto, los numerosos problemas y dificultades planteados por esta crisis deben afrontarse de una manera justa y eficaz. Las cuestiones relativas a los prófugos palestinos y a los asentamientos israelíes, por ejemplo, o el problema del establecimiento de los confines territoriales y de la definición del estado de los lugares más sagrados de la ciudad de Jerusalén, han de ser objeto de un diálogo abierto y de una negociación sincera. De ningún modo debería ser una decisión tomada de forma unilateral. Antes bien, el respeto, la comprensión recíproca y la solidaridad exigen que no se abandone jamás el camino del diálogo. Ni siquiera los fracasos reales o aparentes deberían desanimar a los que participan en el diálogo y la negociación. Al contrario, precisamente en tales circunstancias "hace falta que se avengan a reanudar sin cesar un verdadero diálogo, quitando los obstáculos y desmontando los vicios del diálogo". De esta manera, avanzarán juntos por el camino "que lleva a la paz, con todas sus exigencias y condiciones" (Mensaje para la Jornada mundial de la paz de 1983, n. 5: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 26 de diciembre de 1982, p. 2).

Señor embajador, como ha recordado usted, han pasado diez años desde que se firmó el Acuerdo fundamental entre la Santa Sede y el Estado de Israel. Ese Acuerdo preparó el camino para el posterior establecimiento de relaciones diplomáticas plenas entre nosotros, y sigue guiándonos en nuestro diálogo e intercambio recíproco de puntos de vista acerca de numerosas cuestiones importantes para ambos. El hecho de que hayamos alcanzado un acuerdo sobre el pleno reconocimiento de la personalidad jurídica de las instituciones de la Iglesia es motivo de satisfacción, y me complace que esté a punto de firmarse también un acuerdo sobre materias fiscales y económicas. En esta misma línea, confío en que lograremos trazar directrices útiles también para los futuros intercambios culturales

Deseo expresar una vez más mi ferviente esperanza de que este clima de cooperación y amistad nos permita tratar eficazmente sobre otras dificultades que los fieles católicos en Tierra Santa afrontan a diario. Muchos de estos problemas, como el acceso a los templos y a los santos lugares cristianos, el aislamiento y el sufrimiento de las comunidades cristianas, y la disminución de la población cristiana a causa de la emigración, están relacionados de algún modo con el conflicto actual, pero esto no debería desanimarnos de buscar ahora las soluciones posibles y de trabajar ahora para afrontar esos desafíos. Confío en que la Iglesia católica pueda seguir promoviendo la buena voluntad entre los pueblos y fomentar la dignidad de la persona humana en sus escuelas y en sus programas educativos, y a través de sus instituciones caritativas y sociales. Superar las dificultades que acabo de mencionar no sólo servirá para aumentar la contribución que la Iglesia católica da a la sociedad israelí, sino también para consolidar las garantías de la libertad religiosa en su país. Esto, a su vez, fortalecerá los sentimientos de igualdad entre los ciudadanos, y así cada persona, impulsada por sus propias convicciones espirituales, será más capaz de construir la sociedad como una casa común compartida por todos.

Hace tres años, durante mi peregrinación a Tierra Santa en el año del jubileo, destaqué que "la paz verdadera en Oriente Próximo sólo llegará como fruto del entendimiento recíproco y del respeto entre todos los pueblos de la región: judíos, cristianos y musulmanes. Desde esta perspectiva, mi peregrinación es un viaje de esperanza: la esperanza de que el siglo XXI lleve a una nueva solidaridad entre los pueblos del mundo, con la convicción de que el desarrollo, la justicia y la paz no se obtendrán si no se logran para todos" (Discurso durante la visita al presidente de Israel Ezer Weizman, 23 de marzo de 2000: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 31 de marzo de 2000, p. 4). Precisamente esta esperanza y este concepto de solidaridad deben impulsar siempre a todos los hombres y mujeres -en Tierra Santa y por doquier- a trabajar por un nuevo orden mundial basado en relaciones armoniosas y en una cooperación eficaz entre los pueblos. Esta es la tarea de la humanidad para el nuevo milenio; este es el único modo de asegurar un futuro prometedor y luminoso para todos.

Excelencia, le pido que tenga la amabilidad de transmitir al presidente, al primer ministro, al Gobierno y al pueblo del Estado de Israel, la seguridad de mis oraciones por la nación, especialmente en este momento crítico de su historia. Estoy seguro de que en su período de servicio como representante ante la Santa Sede contribuirá en gran medida a fortalecer los vínculos de comprensión y amistad entre nosotros. Deseándole éxito en su misión, y asegurándole la plena cooperación de las diversas oficinas de la Curia romana en el cumplimiento de sus importantes responsabilidades, invoco cordialmente sobre usted, sobre sus compatriotas y sobre todos los pueblos de Tierra Santa abundantes bendiciones divinas.

 


* L'Osservatore Romano. Edición semanal en lengua españolan, 23, p.5.

 



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