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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL CUARTO GRUPO DE OBISPOS DE FRANCIA EN VISITA "AD LIMINA"


Sábado 24 de enero de 2004

 

Queridos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio:

1. Me alegra reanudar las audiencias con los obispos de Francia durante sus visitas ad limina. Os acojo con alegría, obispos de las provincias de Toulouse y Montpellier. Agradezco a monseñor Émile Marcus, arzobispo de Toulouse, sus amables palabras; me alegra el espíritu de colaboración que existe entre vuestras dos provincias, colaboración ampliamente facilitada por los vínculos históricos y por la presencia del Instituto católico y del seminario diocesano de Toulouse, que acogen sobre todo a seminaristas de toda la región. Monseñor Marcus, como responsable de la comisión episcopal para los ministerios ordenados, acaba de hacerme partícipe de vuestros interrogantes y de vuestras inquietudes con respecto al futuro del clero, recordando la situación particularmente alarmante que atraviesa vuestro país, la cual por desgracia queda reflejada en las relaciones quinquenales de las diócesis de Francia. Elevo al Señor una oración incesante para que los jóvenes acepten oír la llamada al sacerdocio, de modo especial al sacerdocio diocesano, y se comprometan en el seguimiento de Cristo, abandonándolo todo del mismo modo que los Apóstoles, como nos lo recordó oportunamente el texto del evangelio de la misa que abrió este año el tiempo ordinario (cf. lunes de la primera semana:  Mc 1, 14-20).

2. Por tanto, sobre esta cuestión del sacerdocio diocesano, fundamental para las Iglesias locales, deseo hablaros hoy. Comprendo fácilmente que, como los sacerdotes, a veces podéis sentiros desmoralizados ante la situación y las perspectivas futuras, pero quisiera invitaros a la esperanza y a un compromiso cada vez más decidido en favor del sacerdocio. Aunque es preciso ser realistas frente a las dificultades, no hay que ceder al desaliento, ni limitarse a constatar las cifras y la disminución del número de sacerdotes, de lo cual, por lo demás, no podemos sentirnos totalmente responsables. En efecto, como destacaba con razón la Carta a los católicos de Francia publicada por vuestra Conferencia episcopal en 1996, que sigue siendo actual, la crisis que atraviesa la Iglesia se debe, en gran parte, a la repercusión, tanto en el seno de la institución eclesial como en la vida de sus miembros, de los cambios sociales, de las nuevas formas de comportamiento, de la pérdida de valores morales y religiosos, y de una actitud consumista muy generalizada. Sin embargo, en la adversidad, con la ayuda de Cristo y conscientes de nuestra herencia, debemos proponer sin cesar la vida sacerdotal a los jóvenes como un compromiso generoso y una fuente de felicidad, procurando renovar y reforzar la pastoral vocacional.

Lo que puede alejar a los jóvenes, a menudo marcados por la vida fácil y superficial, es ante todo la imagen del sacerdote, cuya identidad, en la sociedad moderna, está poco definida y es cada vez menos clara, y cuya tarea es cada vez más pesada. Es fundamental reafirmar esa identidad, mostrando de manera más nítida el perfil de la figura del sacerdote diocesano. En efecto, ¿cómo podrían sentirse atraídos los jóvenes por un estilo de vida, si no captan su grandeza y su belleza, y si los sacerdotes mismos no se preocupan por expresar su entusiasmo por la misión de la Iglesia? El sacerdote, hombre en medio de sus hermanos, escogido para servirles mejor, encuentra su alegría y el equilibrio de su vida en su relación con Cristo y en su ministerio. Es el pastor de la grey, que guía al pueblo de Dios, que celebra los sacramentos, que enseña y anuncia el Evangelio, asegurando así una paternidad espiritual mediante el acompañamiento de sus fieles. En todo esto, es a la vez el testigo y el apóstol que, a través de las diferentes actividades de su ministerio, manifiesta su amor a Cristo, a la Iglesia y a los hombres.

La importancia, la diversidad y el peso de la misión que los sacerdotes de la generación actual tienen que cumplir dan la impresión de un ministerio fragmentado, y ciertamente no siempre invitan a los jóvenes a seguir a los que les preceden. A este propósito, quiero expresar mi aprecio por la valentía, el celo y la tenacidad de los sacerdotes que desempeñan su ministerio en condiciones a menudo muy difíciles, en el seno de una sociedad en la que no son suficientemente estimados. En vez de desanimarse, deben encontrar en Cristo la audacia para cumplir la misión que se les ha confiado. Con ellos, doy gracias por su fidelidad, signo de su amor profundo a Cristo y a la Iglesia. No deben olvidar jamás que, mediante las actividades de su ministerio, hacen presente la ternura de Dios y comunican a los hombres la gracia que necesitan. Llevadles el afecto del Sucesor de Pedro, que los acompaña diariamente con su oración. Invitadlos a que, en los encuentros con los jóvenes y en sus homilías, manifiesten la felicidad que se experimenta al seguir a Cristo en el sacerdocio diocesano. Mi oración afectuosa se dirige especialmente a los sacerdotes ancianos o enfermos, los cuales, con su vida de intercesión y un ministerio adecuado a sus fuerzas, siguen sirviendo a la Iglesia de otra manera.

3. Las urgencias de la misión y las múltiples exigencias de los hombres hacen que los sacerdotes, demasiado poco numerosos, corran el riesgo de descuidar o dejar que su vida espiritual se debilite. Asimismo, deben compaginar las exigencias de la existencia diaria, del ministerio, de la formación permanente y de su tiempo de descanso, para recuperar sus fuerzas, a fin de no poner en peligro el equilibrio de su vida humana y afectiva. Lo que cuenta, ante todo, para el sacerdote es la edificación y el crecimiento de su vida espiritual, fundada en una relación diaria con Cristo, caracterizada por la celebración eucarística, la Liturgia de las Horas, la lectio divina y la oración. Esta relación constituye la unidad del ser sacerdotal y del ministerio. Cuanto más pesada es la tarea, tanto más importante es estar cerca del Señor, a fin de encontrar en él las gracias necesarias para el servicio pastoral y la acogida de los fieles. En efecto, la experiencia espiritual personal permite vivir en la fidelidad y reavivar sin cesar el don recibido por la imposición de las manos (cf. 2 Tm 1, 6).

Asimismo, como recordé en la exhortación apostólica postsinodal Pastores dabo vobis, las respuestas a la crisis del ministerio que experimentan muchos países consisten en un acto de fe total en el Espíritu Santo (cf. n. 1), en una estructuración cada vez más fuerte de la vida espiritual de los sacerdotes mismos, que los mantengan en una marcha exigente a lo largo del camino de la santidad (cf. nn. 19-20), y en una formación permanente, que es como el alma de la caridad pastoral (cf. nn. 70-81). Os corresponde a vosotros procurar que los miembros del presbiterio arraiguen su misión en una vida de oración regular y fiel, y en la práctica del sacramento de la penitencia.

4. Algunos sacerdotes, sobre todo los más jóvenes, sienten la necesidad de una experiencia sacerdotal fraterna, o sea, de un camino comunitario, para sostenerse y atenuar las dificultades que algunos pueden experimentar ante la inevitable soledad vinculada al ministerio, aunque, a veces de manera paradójica, viven su ministerio de modo demasiado individual. Los exhorto a desarrollar su deseo de vida fraterna y colaboración mutua, que no puede por menos de fortalecer la comunión en el seno del presbiterio diocesano, en torno al obispo. Os compete a vosotros, juntamente con los miembros de vuestro consejo episcopal, tener en cuenta ese deseo, proponiendo a los sacerdotes actividades ministeriales donde, si es posible, puedan establecer vínculos fuertes con sus hermanos sacerdotes. Os invito también a vosotros a estar cada vez más cerca de vuestros sacerdotes, que son vuestros primeros colaboradores. Con ellos, ante todo, debéis mantener sin cesar una fuerte relación pastoral y fraterna, caracterizada por la confianza recíproca y la cercanía afectuosa.

Conviene que, periódicamente, como hacen ya algunos, vayáis a visitar a los sacerdotes, constatando así mucho mejor sus condiciones de vida y de ministerio, y manifestando vuestra atención a la realidad diaria de su existencia.

Del mismo modo, aliento a los sacerdotes de todas las generaciones a estar cada vez más cercanos unos de otros y a desarrollar su fraternidad sacerdotal y la colaboración pastoral, sin miedo a las diferencias ni a las sensibilidades específicas, que pueden ser beneficiosas para el dinamismo de la Iglesia local. Con este espíritu, la participación en una asociación sacerdotal constituye una ayuda valiosa. Cuanto más fuertes sean los vínculos de comunión y de unidad entre el obispo y sus sacerdotes, y de los sacerdotes entre sí, tanto mayor será la cohesión diocesana, tanto más fuerte será el sentido de la misión común y tanto más los jóvenes se sentirán atraídos a unirse al presbiterio. La vida fraterna de los ministros de la Iglesia es, sin duda, un modo concreto de proponer la fe e impulsar a los fieles a desarrollar relaciones renovadas, a vivir cada vez más en el amor que nos viene del Señor. En efecto, como dice el Apóstol, por ese amor nos reconocerán como discípulos y podremos anunciar la buena nueva del Evangelio. Más aún, en esta semana de oración por la unidad de los cristianos, no podemos por menos de sentirnos responsables de la unidad en el seno mismo del presbiterio, a la que exhortaba san Ignacio de Antioquía:  "Vuestro presbiterio, digno del nombre que lleva, y digno también de Dios, está armoniosamente concertado con su obispo como las cuerdas con la lira; así, con vuestros sentimientos concordes y la armonía de vuestra caridad, cantáis a Jesucristo (...). Por tanto, es provechoso que os mantengáis en unidad irreprochable, a fin de que también, en todo momento, os hagáis partícipes de Dios" (Carta a los efesios, IV, 1-2).

La disparidad del número de sacerdotes en las diócesis no cesa de aumentar. La nueva organización de la Iglesia en Francia, ya dividida en provincias, puede permitir, en ese ámbito, colaboraciones interesantes para una mejor distribución de los sacerdotes en función de las necesidades y para una cooperación en el campo de los servicios diocesanos y en las diferentes instancias administrativas. A este propósito, quiero felicitar a las diócesis que ya viven esa comunión fraterna, dando las gracias a los sacerdotes que aceptan, al menos por un tiempo, dejar su diócesis, a la que permanecen legítimamente vinculados, para servir a la Iglesia en zonas donde hay menos ministros, esforzándose por constituir verdaderas comunidades sacerdotales, con una disponibilidad particularmente elocuente.

5. En el mundo actual, tanto para los jóvenes como para los demás fieles, la cuestión del celibato eclesiástico y de la castidad vinculada a él sigue siendo a menudo un escollo, sujeta a numerosas incomprensiones por parte de la opinión pública. Ante todo, quiero expresar mi aprecio por la fidelidad de los sacerdotes, que se dedican a vivir plenamente esta dimensión fundamental de su vida sacerdotal, mostrando así al mundo que Cristo y la misión pueden colmar una existencia y que la consagración al Señor, en la entrega total de sus potencialidades de vida, constituye un testimonio del absoluto de Dios y una participación particularmente fecunda en la construcción de la Iglesia.
Invito a los sacerdotes a permanecer vigilantes ante las seducciones del mundo y a hacer regularmente un examen de conciencia para vivir cada vez más a fondo la fidelidad a su compromiso, que los conforma a Cristo, casto y totalmente entregado al Padre, y que es una contribución importante al anuncio del Evangelio. Cualquier actitud que vaya en contra de este compromiso constituye para la comunidad cristiana y para todos los hombres un antitestimonio. Os corresponde a vosotros estar atentos a las condiciones afectivas de la vida de los sacerdotes y a sus posibles dificultades. Sabéis por experiencia que los sacerdotes jóvenes, como todos sus contemporáneos, están marcados a la vez por un extraordinario entusiasmo y por las fragilidades de su época, que conocéis bien. Es preciso acompañarlos con gran esmero, quizá designando un sacerdote de gran prudencia para sostenerlos durante los primeros años de su ministerio. Una ayuda psicológica y espiritual apropiada también puede ser necesaria para que no perduren situaciones que, a largo plazo, podrían resultar peligrosas. Del mismo modo, en los casos en que los sacerdotes tengan un estilo de vida que no sea conforme a su estado, es importante invitarlos expresamente a la conversión. La castidad en el celibato tiene un valor inestimable. Constituye una clave importante para la vida espiritual de los sacerdotes, para su compromiso en la misión y para su correcta relación pastoral con los fieles, que no debe basarse ante todo en aspectos afectivos, sino en la responsabilidad que les incumbe en el ministerio. Así identificados con Cristo, se hacen cada vez más disponibles al Padre y a las inspiraciones del Espíritu Santo.

6. Ante las tareas cada vez más pesadas que deben afrontar los sacerdotes, es importante ayudarles a discernir las prioridades y a fomentar la colaboración confiada con los laicos, respetando las responsabilidades que competen a cada uno. Conozco la alegría y la felicidad que experimentan en su ministerio, en el anuncio de la palabra de Dios, en los contactos directos con hombres, mujeres y niños, y al compartir responsabilidades con los laicos. ¿Hay algo más hermoso para un pastor que ver a los fieles crecer en humanidad y en la fe, y ocupar su lugar en la Iglesia y en la sociedad?

En la actualidad, la creciente descristianización es el mayor desafío; os exhorto a afrontarlo, movilizando a tal efecto a todos los sacerdotes de vuestras diócesis. Lo más urgente es la misión, en la que deben participar todos los discípulos del Señor, y la evangelización del mundo, que, no sólo ya no conoce los aspectos fundamentales del dogma cristiano, necesarios para una existencia cristiana y una participación fructuosa en la vida sacramental, sino que, en gran parte, ha perdido también la memoria de los elementos culturales del cristianismo.

7. Los diáconos permanentes, en su mayor parte casados, cuyo número no cesa de crecer en vuestras diócesis, desempeñan un papel importante en las Iglesias diocesanas. Los saludo afectuosamente a ellos, así como a sus esposas e hijos, los cuales, con su cercanía y su apoyo, les ayudan en su ministerio. Vuestras relaciones testimonian la estima que sentís por ellos y la confianza que ponéis en ellos. Aprecio la misión que realizan, puesto que a veces están en contacto con ambientes muy alejados de la Iglesia; sus hermanos los estiman por su competencia profesional y por su cercanía fraterna a las personas y a la cultura en la que están inmersos. Presentan un rostro característico de la Iglesia, que quiere estar cerca de las personas y de su realidad diaria, para enraizar en su vida el anuncio del mensaje de Cristo, a la manera de san Pablo en Atenas, tal como lo refiere el episodio del areópago (cf. Hch 17, 16-32). Agradezco a todos la misión de Iglesia que cumplen como servidores del Evangelio, acompañando, a menudo en el ámbito profesional, que es el primer contexto de su ministerio, al pueblo cristiano, dando un testimonio primordial de la atención de la Iglesia a todos los sectores de la sociedad y dedicándose, con la palabra y con su vida personal, conyugal y familiar exigente, a dar a conocer el mensaje cristiano y a hacer que los hombres y las mujeres reflexionen sobre las grandes cuestiones de la sociedad, para que resplandezcan los valores evangélicos.

Al concluir nuestro encuentro, os pido que llevéis mi saludo afectuoso a todos los fieles de vuestras diócesis y transmitáis de manera muy particular mi cercanía espiritual a las familias damnificadas por las diversas inundaciones que han afectado a los habitantes de la región y por el trágico accidente de la fábrica AZF, recordando a los cristianos y a todos los hombres de buena voluntad la necesidad de una atención y una solidaridad cada vez mayores con nuestros hermanos más probados.

Encomendándoos a vosotros, así como a los sacerdotes, a los diáconos y a todo el pueblo cristiano confiado a vuestra solicitud, al afecto materno de la Virgen María, Madre de la Iglesia, os imparto de todo corazón la bendición apostólica a vosotros, y a todos vuestros diocesanos.

 



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