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MENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS PARTICIPANTES EN EL CURSO SOBRE EL FUERO INTERNO


Martes 8 de marzo de 2005

 

Amadísimos hermanos:

1. Con gran alegría os dirijo un cordial saludo a todos vosotros, que participáis en el curso sobre el fuero interno, organizado por el Tribunal de la Penitenciaría apostólica. Dirijo un saludo especial al señor cardenal James Francis Stafford, penitenciario mayor, a sus colaboradores, así como a los penitenciarios de las basílicas de la ciudad de Roma, que prestan un servicio muy valioso e importante.

El curso sobre el fuero interno despierta interés entre los jóvenes sacerdotes alumnos de las universidades y ateneos pontificios y constituye una cita formativa de notable interés, que pone de relieve la necesidad de una continua actualización teológica, pastoral y espiritual de los presbíteros, a los que se "ha confiado el ministerio de la reconciliación" (2 Co 5, 18).

2. Las páginas evangélicas que la liturgia propone a nuestra atención en este tiempo de Cuaresma ayudan a comprender mejor el valor de este singular ministerio sacerdotal. Muestran al Salvador mientras  convierte a la samaritana y es para  ella  fuente  de  alegría; cura al ciego de nacimiento y se transforma para él en manantial de luz; resucita a Lázaro, y se manifiesta como vida y resurrección que vence la muerte, consecuencia del pecado. Su mirada penetrante, su palabra y su juicio de amor iluminan la conciencia de cuantos se encuentran con él, suscitando en ellos conversión y renovación profunda.

Vivimos en una sociedad que a menudo parece haber perdido el sentido de Dios y del pecado. Por eso, en este contexto es aún más urgente la invitación de Cristo a la conversión, que supone la confesión consciente de los propios pecados y la relativa petición de perdón y de salvación. El sacerdote, en el ejercicio de su ministerio, sabe que actúa "en la persona de Cristo y bajo la acción del Espíritu Santo"; por eso, debe cultivar en sí los mismos sentimientos de Cristo, aumentar en sí mismo la caridad de Jesús maestro y pastor, médico de las almas y de los cuerpos, guía espiritual, juez justo y misericordioso.

3. En la tradición de la Iglesia, la reconciliación sacramental siempre ha sido considerada en estrecha relación con el banquete sacrificial de la Eucaristía, memorial de nuestra redención. Durante este año, dedicado particularmente al misterio eucarístico, me parece muy útil atraer vuestra atención hacia la relación vital que existe entre estos dos sacramentos.

Ya en las primeras comunidades cristianas se sentía la necesidad de prepararse con una conducta de vida digna para celebrar la fracción del pan eucarístico, que es "comunión" con el cuerpo y la sangre del Señor, y "comunión" (koinonía)  con  los creyentes que forman un  solo  cuerpo, porque se  alimentan del mismo cuerpo de Cristo (cf. 1 Co 10, 16-17).

Es muy útil recordar las exhortaciones de san Pablo a los fieles de Corinto, que tomaban a la ligera la celebración de la "cena eucarística", sin prestar atención al sentido profundo del memorial de la muerte del Señor y a sus exigencias de comunión fraterna (cf. 1 Co 11, 17 ss). Sus palabras, de gran severidad, nos exhortan también a nosotros a recibir la Eucaristía con auténtica actitud de fe y de amor (cf. 1 Co 11, 27-29).

En el rito de la santa misa, muchos elementos ponen de relieve esta exigencia de purificación y conversión:  el acto penitencial inicial, las plegarias para obtener el perdón, el signo de la paz, y las oraciones que los sacerdotes y los fieles rezan antes de la comunión. Sólo quien tiene sincera conciencia de no haber cometido un pecado mortal puede recibir el cuerpo de Cristo. Lo dice claramente el concilio de Trento cuando afirma que "nadie debe acercarse a la sagrada Eucaristía con conciencia de pecado mortal, por muy contrito que le parezca estar, sin preceder la confesión sacramental" (Sesión XIII, cap. 7; Denzinger 1646-1647). Y esta sigue siendo la doctrina de la Iglesia también hoy (cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 1385, y Ecclesia de Eucharistia, 36-37).

4. Amadísimos hermanos, sed solícitos al celebrar vosotros mismos el misterio eucarístico con pureza de corazón y amor sincero. El Señor nos exhorta a no convertirnos en sarmientos cortados de la vid. Enseñad con claridad y sencillez la recta doctrina sobre la necesidad del sacramento de la reconciliación para recibir la comunión, cuando se es consciente de no estar en gracia de Dios. Al mismo tiempo, animad a los fieles a recibir el cuerpo y la sangre de Cristo para ser purificados de los pecados veniales y de las imperfecciones, de modo que las celebraciones eucarísticas resulten agradables a Dios y nos asocien a la ofrenda de la Víctima santa e inmaculada, con el corazón contrito y humillado, confiado y reconciliado. Sed para todos ministros asiduos, disponibles y competentes del sacramento de la reconciliación, verdaderas imágenes de Cristo, santo y misericordioso.

María, Madre de misericordia, os ayude a vosotros y a todos los sacerdotes a ser "instrumentos" dóciles de la misericordia y de la santidad de Dios. Que ella haga que cada presbítero sea consciente de la elevada misión que está llamado a cumplir con pureza de corazón y docilidad a la acción del Espíritu Santo, para derramar sobre el mundo, con la creatividad y el ardor de la caridad, el don que él mismo recibe en el altar.

Con estos sentimientos, os bendigo de corazón a todos.

Hospital policlínico Gemelli, 8 de marzo de 2005

 



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