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JUAN PABLO II

HOMILÍA

Varsovia, domingo 13 de junio 1999

 

1. «Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia» (Mt 5, 7).

Amadísimos hermanos y hermanas: con las palabras de esta bienaventuranza de Cristo, saludo al pueblo fiel de Varsovia, en esta etapa de mi peregrinación. Saludo cordialmente a todos los presentes: sacerdotes, religiosos, religiosas y fieles laicos. Dirijo un saludo fraterno a los obispos, especialmente al cardenal primado y a sus colaboradores, los obispos auxiliares de la archidiócesis de Varsovia. Saludo al señor presidente de la República, al señor primer ministro, al presidente del Senado y al señor presidente de la Dieta, a los representantes de las autoridades estatales y locales, y a los huéspedes invitados.

Doy gracias a la divina Providencia porque me ha concedido poder encontrarme nuevamente aquí, donde hace veinte años, en la memorable vigilia de Pentecostés, vivimos de modo especial el misterio del cenáculo. Juntamente con el cardenal Stefan Wyszynski, el Primado del milenio, con los obispos y el pueblo de Dios de la capital, presente en gran número, invocamos entonces con fervor el don del Espíritu Santo. En esos tiempos difíciles le pedimos que derramara su fuerza en el corazón de los hombres y que despertara en ellos la esperanza. Esa plegaria brotaba de la fe que Dios suscita y que, con la potencia del Espíritu, lo renueva y santifica todo. Le suplicamos que renovara la faz de la tierra, de esta tierra: «Envía tu Espíritu y renueva la faz de la tierra, de esta tierra». ¡Cómo no dar hoy gracias a Dios, uno y trino, por todo lo que a lo largo de los últimos veinte años vemos como respuesta suya a esa oración! ¿No es respuesta de Dios lo que ha tenido lugar a lo largo de este tiempo en Europa y en el mundo, comenzando por nuestra patria? Ante nuestros ojos se han producido los cambios de los sistemas políticos, sociales y económicos, gracias a los cuales las personas y las naciones han visto de nuevo el esplendor de su dignidad. La verdad y la justicia están recuperando su valor, se están convirtiendo en un desafío urgente para todos los que saben apreciar el don de la libertad. Por eso, damos gracias a Dios, mirando con confianza al futuro.

Sobre todo le damos gracias por lo que estas dos décadas han traído a la vida de la Iglesia. Así pues, en la acción de gracias nos unimos a las Iglesias de los pueblos vecinos, tanto de tradición occidental como oriental, que han salido de las catacumbas y cumplen sin obstáculos su misión. Su vitalidad es un testimonio magnífico del poder de la gracia de Cristo, que a hombres débiles hace capaces de heroísmo, a veces hasta el martirio. ¿No es esto fruto de la acción del Espíritu de Dios? ¿No se debe a ese impulso del Espíritu en la historia más reciente el hecho de que hoy tengamos la irrepetible ocasión de experimentar la universalidad de la Iglesia y nuestra responsabilidad de dar testimonio de Cristo y anunciar su Evangelio «hasta los confines de la tierra»? (Hch 1, 8).

A la luz del Espíritu Santo la Iglesia en Polonia relee los signos de los tiempos y asume sus tareas sin las limitaciones externas y sin las presiones que sufría hasta hace poco tiempo. ¡Cómo no dar hoy gracias a Dios porque, con espíritu de respeto y amor recíproco, la Iglesia puede entablar un diálogo creativo con el mundo de la cultura y de la ciencia! ¡Cómo no dar gracias a Dios por el hecho de que los creyentes pueden acercarse libremente a los sacramentos y escuchar la palabra de Dios, para poder luego testimoniar abiertamente su fe! ¡Cómo no dar gloria a Dios por la multitud de iglesias construidas últimamente en nuestro país! ¡Cómo no darle gracias porque los niños y los jóvenes pueden con tranquilidad conocer a Cristo en la escuela, donde la presencia del sacerdote, de la religiosa o del catequista es considerada una gran ayuda en la labor de educar a las generaciones jóvenes! ¡Cómo no alabar a Dios porque, con su Espíritu, anima a las comunidades, las asociaciones y los movimientos eclesiales, y hace que la misión de la evangelización sea llevada a cabo por un círculo cada vez más amplio de laicos!

Cuando, durante mi primera peregrinación a la patria, me encontré en este lugar, me vino insistentemente a la mente la oración del salmista: «Acuérdate de mí Señor por amor a tu pueblo. Visítame con tu salvación: para que vea la dicha de tus escogidos, y me alegre con la alegría de tu pueblo, y me gloríe con tu heredad» (Sal 106, 4-5).

Hoy, mientras dirigimos la mirada a estos últimos veinte años de nuestro siglo, me viene a la mente la exhortación del mismo salmo: «Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia. ¿Quién podrá contar las hazañas de Dios, pregonar toda su alabanza? (...) Bendito sea el Señor (...) desde siempre y por siempre» (Sal 106, 1-2. 48).

2. «Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia» (Mt 5, 7). La liturgia de este domingo confiere un carácter particular a nuestra acción de gracias, pues permite ver todo lo que acontece en la historia de esta generación en la perspectiva de la eterna misericordia de Dios, que se reveló de la forma más plena en la obra salvífica de Cristo. Jesús «fue entregado por nuestros pecados y fue resucitado para nuestra justificación» (Rm 4, 25). El misterio pascual de la muerte y la resurrección del Hijo de Dios dio un nuevo curso a la historia humana. Aunque observamos en ella los signos dolorosos de la acción del mal, tenemos la certeza de que, en definitiva, el mal no puede regir el destino del mundo y del hombre, no puede vencer. Esa certeza brota de la fe en la misericordia del Padre, que «tanto amó al mundo que le dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3, 16). Por eso, hoy, mientras san Pablo nos habla de la fe de Abraham, que «ante la promesa divina, no cedió a la duda con incredulidad; más bien, fortalecido en su fe, dio gloria a Dios» (Rm 4, 20), podemos descubrir la fuente de la fuerza, gracias a la cual incluso las más duras pruebas fueron incapaces de separarnos del amor de Dios.

Gracias a la fe en la misericordia divina hemos mantenido la esperanza, no sólo en un renacimiento social y en la restitución al hombre de la dignidad en las dimensiones de este mundo. Nuestra esperanza va mucho más a fondo, pues tiene como objeto las promesas divinas, que superan con mucho lo temporal. Su objeto definitivo es la participación en los frutos de la obra salvífica de Cristo. Si «creemos en Aquel que resucitó de entre los muertos a Jesús Señor nuestro» (Rm 4, 24), se nos reputará como justicia. Sólo la esperanza que nace de la fe en la resurrección nos puede impulsar a dar en la vida diaria una respuesta digna al amor infinito de Dios. Sólo con esa esperanza podemos asistir a «los enfermos» (cf. Mt 9, 12) y ser apóstoles del amor de Dios que cura. Si hace veinte años dije que «Polonia ha llegado a ser, en nuestros tiempos, tierra de un testimonio especialmente responsable» (Homilía en la plaza de la Victoria, 2 de junio de 1979, n. 1: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 10 de junio de 1979, p. 6), hoy es preciso añadir que debe tratarse de un testimonio de misericordia operante, construida sobre la fe en la resurrección. Sólo este tipo de testimonio es signo de esperanza para el hombre de hoy, especialmente para las generaciones jóvenes; y, aunque para algunos sea también «signo de contradicción», esa contradicción nunca nos ha de apartar de la fidelidad a Cristo crucificado y resucitado.

3. «Dios todopoderoso y eterno, tú has querido darnos una prueba suprema de tu amor en la glorificación de tus santos; concédenos ahora que su intercesión nos ayude y su ejemplo nos mueva a imitar fielmente a tu Hijo Jesucristo»: así reza la Iglesia, recordando en la eucaristía a los santos y santas (Común de santos y santas, Oración colecta). Esa invocación la hacemos también hoy, mientras admiramos el testimonio que nos dan los beatos que acabamos de elevar a la gloria de los altares. Su fe viva, su esperanza inquebrantable y su amor generoso les fueron reputados como justicia, porque estaban profundamente arraigados en el misterio pascual de Cristo. Así pues, con razón pedimos a Dios que nos conceda seguir fielmente a Cristo, como ellos.

La beata Regina Protmann, fundadora de la congregación de las Hermanas de Santa Catalina, procedente de Braniewo, se dedicó con toda su alma a la obra de renovación de la Iglesia a fines del siglo XVI y principios del XVII. Su actividad, que brotaba de su amor a Cristo sobre todas las cosas, se desarrolló después del concilio de Trento. Se insertó activamente en la reforma posconciliar de la Iglesia, realizando con gran generosidad una labor humilde de misericordia. Fundó una congregación que unía la contemplación de los misterios de Dios con la atención a los enfermos en sus casas y con la instrucción de los niños y de las muchachas. Dedicó especial atención a la pastoral de la mujer. La beata Regina, olvidándose de sí misma, abarcaba, con una mirada clarividente, las necesidades del pueblo y de la Iglesia. Las palabras «como Dios quiera» se convirtieron en lema de su vida. Su ardiente amor la impulsaba a cumplir la voluntad del Padre celestial, a ejemplo del Hijo de Dios. No temía aceptar la cruz del servicio diario, dando testimonio de Cristo resucitado.

El apostolado de la misericordia colmó también la vida del beato Edmundo Bojanowski. Este propietario de tierras en Wielkopolska, a quien Dios concedió numerosos talentos y una vida espiritual muy profunda, a pesar de tener una salud bastante débil, con perseverancia, prudencia y generosidad de corazón, realizó e inspiró una vasta actividad en favor de la gente del campo. Mostrando una gran sensibilidad hacia sus necesidades, puso en marcha numerosas obras educativas, caritativas, culturales y religiosas, para ayuda material y moral de las familias del campo. Sin dejar de ser laico, fundó la congregación de las Esclavas de la Inmaculada Concepción de la Virgen María, muy conocida en Polonia. En las diversas iniciativas lo impulsaba el deseo de que todos llegaran a ser partícipes de la Redención. Se le recuerda como «un hombre cordialmente bueno», que por amor a Dios y al prójimo sabía llevar eficazmente a todas las personas al bien. En su variada actividad se anticipó con mucha anterioridad a la doctrina del concilio Vaticano II sobre el apostolado de los laicos. Dio un ejemplo excepcional de generoso y sabio trabajo en favor del hombre, de la patria y de la Iglesia. La obra del beato Edmundo Bojanowski ha sido continuada por las Esclavas, a las que cordialmente saludo y agradezco el servicio silencioso y sacrificado que prestan en favor del hombre y de la Iglesia.

4. «Fortaléceme, Señor Jesucristo (...), con el signo de tu santísima cruz, y concédeme (...) que así como llevo sobre mi pecho esta cruz, que encierra reliquias de tus santos, de la misma manera siempre tenga presente en mi mente el recuerdo de tu pasión y las victorias de tus santos mártires»: ésta es la oración que reza el obispo al ponerse la cruz pectoral. Esta invocación ha de ser hoy la oración de toda la Iglesia en Polonia que, al llevar desde hace mil años el signo de la pasión de Cristo, siempre se regenera con la semilla de la sangre de los mártires y vive del recuerdo de la victoria que lograron en esta tierra.

Precisamente hoy estamos celebrando la victoria de los que, en nuestros tiempos, dieron la vida por Cristo; dieron la vida temporal, para poseerla por los siglos en su gloria. Es una victoria particular, porque la han conseguido representantes del clero y laicos, jóvenes y ancianos, personas de todas las clases y estados. Entre ellos podemos recordar al arzobispo Antoni Julián Nowowiejski, pastor de la diócesis de Plokc, torturado hasta la muerte en Dzialdowo, y a monseñor Wladyslaw Goral, de Lublin, torturado con especial odio sólo porque era obispo católico. Hubo también sacerdotes diocesanos y religiosos, que prefirieron morir con tal de no abandonar su ministerio, y otros que murieron atendiendo a sus compañeros de prisión enfermos de tifus; algunos fueron torturados hasta la muerte por defender a los judíos. En ese grupo de beatos había religiosos no sacerdotes y religiosas, que perseveraron en el servicio de la caridad, ofreciendo sus tormentos por el prójimo. Entre estos beatos mártires había también laicos. Había cinco jóvenes formados en el oratorio salesiano; un activista celoso de la Acción católica, un catequista laico, torturado hasta la muerte por su servicio, y una mujer heroica, que dio libremente su vida en cambio de la de su nuera, que esperaba un hijo. Estos beatos mártires son inscritos hoy en la historia de la santidad del pueblo de Dios que peregrina desde hace mil años en Polonia.

Si hoy nos alegramos por la beatificación de 108 mártires, clérigos y laicos, lo hacemos ante todo porque son un testimonio de la victoria de Cristo, el don que devuelve la esperanza. En cierto sentido, mientras realizamos este acto solemne se reaviva en nosotros la certeza de que, independientemente de las circunstancias, podemos obtener una plena victoria en todo, gracias a aquel que nos ha amado (cf. Rm 8, 37). Los beatos mártires nos dicen en nuestro corazón: Creed que Dios es amor. Creedlo en el bien y en el mal. Tened esperanza. Que la esperanza produzca como fruto en vosotros la fidelidad a Dios en cualquier prueba.

5. Alégrate, Polonia, por los nuevos beatos: Regina Protmann, Edmundo Bojanowski y los 108 mártires. A Dios ha complacido «mostrar la extraordinaria riqueza de su gracia mediante la bondad» de tus hijos e hijas en Cristo Jesús (cf. Ef 2, 7). Ésa es «la riqueza de su gracia»; ése es el fundamento de nuestra confianza inquebrantable en la presencia salvífica de Dios a lo largo de las sendas del hombre en el tercer milenio. A él la gloria por los siglos de los siglos. Amén.

 



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