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HOMILÍA DE SU SANTIDAD JUAN XXIII
DESPUÉS DE LA MISA ESLAVO BIZANTINA
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Domingo 13 de noviembre de 1960

 

Venerables hermanos y queridos hijos:

La belleza y armonía de la Liturgia bizantino-eslava, que acaba de celebrarse, tan conmovedora en evocación de los puntos relevantes de la doctrina velada y de la piedad religiosa, dispensarían de la acostumbrada homilía, si no fuese una exigencia del corazón la efusión de complacencia paternal ante el resplandor de celestiales visiones, que han impresionado nuestro ánimo y la emoción que ha despertado en todos nosotros el encuentro pacífico y fraternal de representaciones de todos los ritos de la Iglesia Católica en torno al Obispo de Roma. El humilde Sucesor de Pedro, que os habla, ha seguido las diferentes fases de la celebración litúrgica participando en ella con todo su ser: mente, corazón, ojos y palabras. Y desde el fondo de los lejanos recuerdos —ya podéis imaginarlo— revivía ante sus ojos con el tono de las súplicas y el balanceo de los incensarios el rostro de las queridas gentes de Bulgaria, de Constantinopla y Grecia, entre las que, en los primeros años de su vida episcopal, fue tan grato para él mezclar la plegaria lenta, melodiosa y penetrante del Góspodi pomílui con el Kyrie eleison. Y casi no podemos expresaros la emoción que nos embarga siempre ante el recuerdo de días, personas, lugares lejanos, queridos y benditos.

Así, pues, brevis sermo. Pocas palabras, venerables hermanos y queridos hijos, reservándoos para mañana una más copiosa y confiada efusión de pensamientos, propósitos y esperanzas.

El rito de hoy inicia la fase preparatoria, más sólida y fundamental, del Concilio Ecuménico Vaticano II. Era natural que tuviese, su punto de arranque del altar del Señor y de las evocaciones de la piedad cristiana, que garantizan el buen espíritu y éxito de la gran empresa a la que nos hemos consagrado.

¡Queridos hijos! ¿Qué importa ver con nuestros ojos su desarrollo y conclusión? Para serenidad confiada de nuestra alma basta haber correspondido con sencillez a la feliz inspiración y estar dispuestos a hacer y osarlo todo por su triunfo.

En otras circunstancias de estos años las liturgias orientales en las diversas y brillantes afirmaciones de su belleza y esplendor fueron llamadas a iniciar solemnes manifestaciones sagradas de oración y estudio aquí bajo las bóvedas de esta Basílica Vaticana, donde el encuentro de los representantes del sacerdocio y del laicado de todos los puntos de la tierra confiere dignidad y aureola de alegría y de gloria a las diferentes celebraciones.

¿Acaso no hemos saboreado esta mañana el significado de este despliegue de luces, cantos, formas y palabras misteriosas como manifestación de la majestad y fisonomía de la Iglesia de Cristo, madre universal, que extiende sus pabellones por todo el mundo a través de los largos y peligrosos siglos que transcurrieron desde sus comienzos?

La obra del nuevo Concilio Ecuménico tiende toda ella verdaderamente a hacer brillar en el semblante de la Iglesia de Jesús los rasgos más sencillos y puros de su nacimiento y a presentarla, tal y como su Divino Fundador la hizo: sine macula et sine ruga (sin mancha y sin arruga). Su peregrinación a través de los siglos está todavía muy lejos de alcanzar el punto culminante de su transformación en la eternidad triunfante. Por esto detenerse algún tiempo junto a ella en un estudio afectuoso por seguir las huellas de su más fervorosa juventud y ordenarlas de nuevo de modo que aparezca su fuerza conquistadora a los espíritus modernos, tentados y comprometidos por las falsas teorías del príncipe de este mundo, adversario manifiesto u oculto del Hijo de Dios, Redentor y Salvador, he aquí el propósito nobilísimo del Concilio Ecuménico, cuya preparación se inicia ahora y por cuyo éxito se elevan súplicas en todo el mundo.

La ceremonia, a que hemos asistido con tanta alegría, nos ofrece los rasgos principales de esta Madre nuestra venerable, a la que todos los días rendimos el homenaje de nuestra fe expresado en el Símbolo Apostólico, como una, santa, católica y apostólica.

Iglesia una

Esta unión, pues, de los diversos ritos de diferentes lenguas e historia en la adoración de la Trinidad es una primera y solemne manifestación de respeto a la unidad de esta divina institución que es la Iglesia,

Ninguna belleza es comparable con la multiplicidad de ritos, lenguas, imágenes y símbolos que constituye la riqueza de la liturgia, que expresa diversamente la íntima unión de los fieles que forman el Cuerpo Místico de Cristo. Ella da la razón más profunda y cierta de la unidad de las razas humanas llamadas a honrar a Cristo y por Él a la augustísima Trinidad.

Símbolo y seguridad de la unidad es el Pontífice, que como Sucesor de Pedro está en la cúspide del orden sagrado: jerarquía, doctrina, culto y sacramentos. Unus Dominus, una fides, unum baptisma! (un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo). Lo que con más frecuencia aparece en los coloquios de Jesús es la exaltación del sacramentum unitatis, que estrecha con una sola inspiración a todos los pueblos, a todas las lenguas y los naturales cambios de la historia de cada uno. Lo confirma la última invocación, el último gemido de Jesús al Padre celestial en la hora trágica del sacrificio: Pater sancte, serva eos in nomine tuo, quos dedisti mihi, ut sint unum sicut et nos. (Padre santo, guarda en tu nombre a éstos que me has dado, para que sean uno como nosotros) (Io. 17, 11).

Por consiguiente, es dignísima de estima en las manifestaciones del culto la liturgia latina, en la que se reconoce una gran parte del mundo, la congregación numéricamente más notable de fieles. Pero verdaderamente perfecta y esplendorosa aparece la unidad cuando todas las liturgias orientales le abren camino y con ella forman vibrante coro en torno al altar.

Iglesia santa

La celebración de hoy será, para cada uno de los que hemos participado en ella, una invitación a la santidad.

Si a la afirmación del tu solus Dominus, tu solus sanctus, tu solus altissimus dirigida a Cristo, fundador de la Iglesia, falta nuestra correspondencia a su gracia, que es la fuente de toda santidad, corremos el peligro de reducir estas manifestaciones a una forma vacía de contenido espiritual y apenas comparable con una de las varias formas o distracciones de actividad humana dirigida a las cosas materiales y olvidada de las eternas.

De aquí la afirmación, que se convierte en precepto y deber sagrado, de buscar, en el fondo de todo esfuerzo por el desarrollo de las energías de la Iglesia, la santidad del clero y de los seglares y el afán de cada uno por honrarla siguiendo las enseñanzas del Divino Maestro y el ejemplo de los santos.

¡Queridos hijos! No vacilamos en afirmar que nuestras diligencias y afanes por el éxito del Concilio serían vanos si este esfuerzo colectivo de santificación fuese menos concorde y decidido. Ningún elemento podrá contribuir a él como la santidad buscada y lograda. Las oraciones, las virtudes de cada uno, el espíritu interior se convierten en instrumento de inmenso bien.

Cuatro grandes figuras de la historia, maestros de la Iglesia, que ilustran los diferentes ritos, están aquí delante de nosotros, representando a Oriente y a Occidente, sosteniendo la Cátedra apostólica, como para afirmar a la faz del mundo y en presencia de los siglos lo que es verdaderamente grande en la Iglesia, queremos decir en la santa Iglesia, y es la santidad se sus doctores, de sus Obispos y de sus Pontífices.

He aquí los nombres gloriosos de estos gigantes de la santidad y del magisterio eclesiástico: Atanasio y Juan Crisóstomo, Ambrosio y Agustín. En torno a sus figuras forman magnífica corona las de otros Pontífices y doctores de todas las épocas y de origen diferente, cuyas sagradas reliquias son el tesoro de esta y de otras basílicas e iglesias de Roma.

Con singular complacencia y expresión de religiosa piedad recordamos al Obispo y mártir San Josafat, al que, junto con San Juan Crisóstomo, ha estado consagrada la liturgia de este día y cuya glorificación hizo vibrar de piedad y alegría el pontificado de Pío IX casi en los comienzos del Concilio Vaticano I.

Es, pues, necesaria una cooperación activa con miras al éxito del Concilio Vaticano II, cooperación que sólo puede manifestarse en el esfuerzo de santificación de cada uno de los Obispos, sacerdotes y pueblo cristiano.

Durante el presente año, y con orden metódico desde hoy, el Papa, los Padres del Concilio y nuestros cooperadores nos proponemos mantenernos en nuestro puesto, que es, en primer lugar, el de la santificación personal y después el del estudio y el trabajo. A los buenos fieles toca escoger su puesto de cooperación en la oración, en la oración asidua, de sincero testimonio de vida cristiana en el ámbito de la actividad específica de cada cual.

Iglesia católica

Esta es nota característica del testamento del Señor confiado a Pedro y a sus sucesores. Esta es como la raíz profunda, ya extendida en las entrañas de la tierra, hasta tocar los más lejanos confines, además de Palestina, donde fue proclamado el mandamiento del Euntes, de Roma y Grecia, que facilitaron a la Providencia los elementos humanos de la inmediata consolidación del mensaje evangélico por doquier, aun a costa del sacrificio de innumerables mártires.

La catolicidad, por gracia divina, ha permanecido intacta en el transcurso de los siglos, como Jesús había anunciado y prometido, a pesar de las diferencias litúrgicas y diversas aplicaciones pastorales que la embellecen.

Por tanto, no hay que sentir y aplicar la herencia de Cristo en la medida de las necesidades de este o de aquel país, de sus exigencias y según las vicisitudes variables de su historia, sino en una fidelidad absoluta a las promesas de Jesús, quien ha asegurado su perenne asistencia.

No falta a la Iglesia la catolicidad con su expansión y multiplicación de sus actividades, antes se consolida y se enriquece. Precisamente es fundamental y corresponde a la doctrina segura esta unión de la catolicidad con las demás notas: Quod "unitatis simul, sanctitatis et apostolicae successsionis praerogativa debeat effulgere" (debe brillar con la prerrogativa de la unidad al mismo tiempo que la santidad y sucesión apostólica) (Pío IX, A los Obispos de Inglaterra, 16-IX-1864).

Iglesia apostólica

La apostolicidad de la Iglesia es llama viva por la que Cristo, rey de los pueblos y de los siglos, todo lo resume, recapitula en sí mismo, según la clara afirmación de San Pablo, que Pío X hizo suya: restaurar todas las cosas en Cristo.

Cuando se afirma que Jesús extiende su imperio sobre todas las estructuras del cuerpo social, recordamos la visión bíblica de Filii tui de latere surgent (llegan de lejos tus hijos). Del costado abierto del Salvador divino brota la fuerza de la virtud.

San Pablo pudo reconocerse como minimus apostolorum, pero, no obstante, siempre apóstol, y por ello seguro de su vocación y de los dones de gracia que habrían de fecundar su ministerio.

La Iglesia católica no es un museo de arqueología. Es la antigua fuente del pueblo que suministra el agua a las generaciones actuales igual que a las generaciones pasadas.

¡Queridos jóvenes, que con la sugestiva belleza del rito y del canto habéis rendido homenaje a las notas de la Iglesia una, santa, católica y apostólica, puesto que sois hijos de una gran tradición, honoradla siempre, a medida que avanzáis en años!

¡Venerable hermano Arzobispo, que habéis celebrado la Misa de hoy, permitidnos que también Nos repitamos emocionados la oración con que habéis impulsado a nuestras almas a una última imploración celestial!:

"¡Jesucristo, resucitado de entre los muertos, verdadero Dios nuestro, por intercesión de su santa e inmaculada Madre, de los gloriosos corifeos de los Apóstoles Pedro y Pablo, de nuestro Padre San Juan Crisóstomo, arzobispo de Constantinopla, de los Santos Joaquín y Ana, de San Josafat, Arzobispo y mártir y de todos los santos, tenga misericordia de nosotros y nos salve por su bondad y por su amor a los hombres!"

A esta oración nos complacemos en añadir la otra, que habéis pronunciado, ante el Icono del Salvador:

"¡Oh, Señor, Tú que bendices a los que te bendicen y santificas a los que en Ti confían, salva a tu pueblo y bendice tu heredad. Guarda segura a tu Iglesia, santifica a aquellos que aman el decoro de tu Casa, y en compensación glorifícalos con tu divino poder y no abandones a los que esperamos en Ti. Da la paz al mundo que es tuyo, a tus iglesias, a los sacerdotes, a nuestros gobernantes y a todo tu pueblo, ya que toda buena gracia y todo don perfecto viene de lo alto y desciende de Ti, Padre de las luces; y démoste gloria, gracias y adoraciones, al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo ahora y siempre y por los siglos de los siglos!"


* AAS 52 (1960) 958-964; Discorsi, messaggi, colloqui, vol. III, págs. 3-10.



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