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SOLEMNIDAD DE PENTECOSTÉS

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN XXIII*

Basílica Vaticana
Domingo 10 de junio de 1962

 

“Accipietis virtutem Spiritus Sancti in vos: et eritis mihi testes in Ierusalem et in omni Iudea et Samaria et usque ad ultimum terrae”.

Recibiréis la virtud del Espíritu Santo, que descenderá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda la Jadea, en Samaria y hasta los extremos de la tierra. (Act. 1, 8.)

Venerables hermanos y queridos hijos:

El último encuentro de Jesús Resucitado con sus Apóstoles y discípulos fue verdaderamente un festín de gracias y de alegría. Las expresiones de San Lucas "convescens", "loquens de regno Dei" compendian toda su belleza y encanto.

Mandato dado a sus íntimos de no abandonar la ciudad sino de permanecer en Sión, para esperar al Espíritu Santo que el Padre enviaría: "quem mittet Pater in nomine meo" (Io. 14, 26); seguridad del testimonio que ellos darían después al Rabí, divino vencedor de la muerte y dueño del futuro "Eritis mihi testes in Ierusalem et in omni Iudea et Samaria et usque ad ultimum terrae" (Act. 1, 8).

¡Oh, qué palabras las que dirigió Jesús a los primeros confidentes de sus pensamientos y de su corazón y qué fragmento luminoso y lleno de colorido sobre el futuro de su Iglesia: "eritis mihi testes", en tono profético y solemne, como una investidura para continuar el apostolado confiado a los suyos por el advenimiento de su reino de redención y salvación entre todos los pueblos y en el transcurso de todos los siglos!

El Reino de Cristo y la historia de la Iglesia

De hecho, el reino de Cristo Jesús, Hijo de Dios, Verbo Encarnado, Señor del Universo, comenzó desde allí, desde allí la historia de la Iglesia Católica y Apostólica, una y santa, se puso en camino para dar ese testimonio. Han transcurrido veinte siglos. Graves y peligrosas vicisitudes provenientes de la debilidad humana amenazaron con frecuencia aquí y allá la firmeza de esta admirable institución: dificultades en su camino, pruebas e incertidumbres por el abandono de algunos, parecieron poner en grave riesgo a veces el carácter de su unidad, pero la sucesión apostólica jamás ha sido rota: la túnica de Cristo permaneció inconsútil aunque no faltasen en tiempos difíciles angustias de alguna desgarradura peligrosa.

Es que la palabra de Jesús sigue siendo vivificante en su Iglesia. El prodigio se renueva siempre con mayor difusión de gracia sobre cada uno de los fieles, a veces en forma misteriosa y grandiosa sobre todo el cuerpo social.

Queridos hijos: Todavía la palabra tranquilizadora de este "eritis mihi testes" que une con divino acento los acordes a toda la sustancia viva de los dos Testamentos: la misteriosa sucesión del pasado, del presente, del porvenir. Jesús, el Rabí divino está en medio y reúne en su persona, en sus enseñanzas, en su sangre, la gloria de su realeza.

"Eritis mihi testes". Testimonio doble: testimonio de Jesús ante sus más íntimos, siempre "Dominus et Magister" en la evidencia de la sublime doctrina, en la sucesión de los milagros hechos, en el Sacrificio cruento, en la Resurrección victoriosa, en la profusión incesante de gracia y de amor para el hombre perdonado, para toda la humanidad redimida y elevada de nuevo a la sublimidad de una familia divina: "de Virgine natus, nobis id est mundo largitus suam Deitatem".

Doble testimonio de elevación y salvación

El otro testimonio es el testimonio de los discípulos de Jesús y de sus sucesores, dado al Divino Maestro a lo largo de los siglos, a la continuación de su obra redentora. desde Jerusalén hasta los más apartados confines del mundo.

Sí, "eritis mihi testes" es siempre la palabra, la nota sublime que une de nuevo los acordes del Antiguo con todo el Nuevo Testamento. A ella responden como un eco, cual poema divino y humano, apóstoles y evangelistas, pontífices y mártires, padres y doctores de la Iglesia, héroes y sagradas vírgenes, juventudes y experiencias antiguas y modernas, hijos de toda raza y color, de toda procedencia ética y social, todos aclamando a Cristo que había anunciado por “os suum promissionem Patri”, fecundadora por el Espíritu de toda gracia de apostolado a su Iglesia “usque ad consummationem saeculi”.

Este primer Pentecostés cuyo recuerdo celebramos hoy, he aquí que sigue derramando todavía, después de veinte siglos, su luz sobre nuestras cabezas; encendiendo en nuestros corazones la misma llama con que se alegraron los primeros discípulos del Señor al solo anuncio del Espíritu Santo que el Padre enviaría, respondiendo a las invocaciones que se elevaban del Cenáculo unidas a las de María, madre de Jesús.

Ciertamente, venerables hermanos y queridos hijos, el "eritis mihi testes" va a hallar una nueva y más solemne aplicación de la promesa de Jesús a sus discípulos; después de dos mil años todavía vivos, más numerosos que nunca, todavía palpitantes de afecto y entusiasmo apostólico en derredor suyo.

La reunión litúrgica de hoy —al contemplarla se recrea la vista y exulta el corazón— compuesta de ancianos venerables y jóvenes dispuestos para el ejercicio y a las tareas del ministerio sacerdotal, representa a todo el mundo. Pero ¿no llega a ser la representación, el primer atisbo del espectáculo que la gracia del Señor quiere reunir en esta colina del Vaticano el 11 de octubre para suscitar con ello un nueva ímpetu por la santificación de la Jerarquía, del clero y del pueblo, para iluminar a las gentes, para aliento vivificador de toda la actividad humana?

Pronto el mundo podrá ver con sus ojos lo que es el Concilio.; qué maravillas sabe ofrecer la Santa Iglesia católica en la luz de su divino Fundador Jesús, cómo la quiso, la hizo y a lo largo de los siglos sigue vivificándola entregada a la salvación de todas las almas y de todas las gentes; irradiante esplendor de celestial-doctrina y tesoros de gracia y a través del sacrificio, camino de paz aquí abajo y de gloria imperecedera por los siglos sempiternos.,

Dejad, queridos hijos, que sobre estas relaciones de la Santa Iglesia con Cristo, que la sostiene como la ha fundado, sigamos haciendo alguna indicación que sirva de común edificación y al mismo tiempo de preparación individual y colectiva al gran acontecimiento cuya espera es tan alegre y deseada.

El Concilio Vaticano Segundo quiere lograr en forma espontánea y de aplicación amplísima expresar lo que Cristo representa todavía y hoy más que nunca como luz y sabiduría, como dirección y estímulo, como consuelo y mérito de sufrimiento humano en la vida presente y garantía de la futura.

El testimonio de la Iglesia universal quiere dirigirse a Jesús como al "Dominus et Magister" de todos y de cada uno, al "Pastor Bonus" siempre procurando a su grey alimento de gracia, pan espiritual para preservarle de los peligros y, finalmente, al "Sacerdos et Hostia" para memoria y continuación de su sacrificio por la humanidad y los sufrimientos de la vida, graves en todo tiempo, pero más graves cuando hay que reconocer causas o consecuencias de opresión de la persona humana y de sus fundamentales e inalienables libertades.

En esta luz de doctrina, de seguridad y mérito, la perfecta fidelidad del cristiano se siente estimulada a la profesión de fe sincera y de correspondencia absoluta entre pensamiento y acción y toca el corazón del que anhela una conducta digna de vida para defensa de comunes ideales y logro de legítimas aspiraciones,

Esta triple irradiación de luz celestial que Jesucristo, maestro, pastor, sacerdote, reverbera sobre el rostro de su Iglesia tiene una significación que no escapa a nadie, y más aún puede invitar a todos a situarse en la exacta perspectiva para comprender, conforme a la más acreditada jerarquía de valores, lo que vale la vida para el hombre, incluso simplemente hombre, lo que vale más que para el hombre para el cristiano perfecto.

Confiada espera de la humanidad

Con sentimiento de confiada espera asistimos hoy a nuevos fenómenos. Es cierto que, después de desaparecidas las distancias, abiertos los caminos a la conquista del espacio, intensificada la investigación científica y exaltada la producción técnica, ahora descubrimos en el hombre un estado de ánimo realmente sorprendente.

Nos parece poder decir que el hombre de estudio y de acción de este atormentado siglo, atormentado por dos guerras mundiales y por otros innumerables conflictos de índole diversa, ya no es tan orgulloso de sí mismo y de sus conquistas; no está tan seguro como en los siglos dieciocho y diecinueve de poder alcanzar la felicidad en la tierra y mucho menos de lograr por sí solo, con su talento y energías, a aplacar las angustias, a desechar los temores, a superar las debilidades que siempre amenazan con vencerlo.

Hablemos más claramente. Después de todas las manifestaciones de la literatura contemporánea surge un gemido y los poderosos de la tierra reconocen no poder levantar al hombre, no poderlo llevar a ese reino de felicidad y de prosperidad que siempre es su aspiración ardiente.

Jamás la Iglesia Católica ha dicho a la humanidad que quiere librarla de la dura ley del dolor y de la muerte. Y no ha intentado engañarla ni le ha facilitado el lastimoso remedio de la ilusión. Al contrario, ha continuado afirmando que la vida es peregrinación y ha enseñado a sus hijos a unirse al canto de esperanza que resuena todavía en el mundo.

Ahora que el hombre, corno aterrado por los progresos científicos alcanzados, consciente en definitiva que ninguna conquista le podrá proporcionar la felicidad, ahora que se suceden, alternándose y eliminándose, todos los que prometían inútilmente eterna juventud y fácil prosperidad, es providencial y muy natural que la Iglesia levante su voz solemne y persuasiva y ofrezca a todos los hombres el consuelo de la doctrina y de esa cristiana convivencia que prepara los esplendores de la alegría eterna para la cual ha sido formado el hombre.

En ningún modo intimidada por las dificultades que encuentran sus hijos y que se deslizan en el servicio que quiere prestar a la verdad, a la justicia y al amor, siempre fiel a las consignas de su Divino Fundador, la Iglesia Santa quiere hablar todavía de El, por consiguiente, a la humanidad; de Cristo Jesús, Maestro Pastor, Víctima y sacrificio de expiación y redención.

«Dominus et Magister»

No todos los puntos, numéricamente, de la doctrina católica serán explicados de nuevo en el próximo Concilio, sino con especial cuidado los referentes a las verdades fundamentales puestas en tela de juicio o en oposición con las contradicciones del pensamiento moderno como derivación de los errores de siempre, pero penetrados de diferente manera. El hombre que desentraña las profundidades de la ciencia y busca el punto de contacto entre el cielo y la tierra, sabe que ninguna cuestión permanece insoluble por la doctrina apostólica, que ninguna solución se ofrece con entendimiento polémico o con facilidad presuntuosa. La verdad resplandece desde arriba, pero alcanzar la cima no supone esfuerzo para nadie cuando está animado de voluntad decidida y libre de vínculos opresores.

La Iglesia, continuando en dar testimonio de Jesucristo, nada quiere quitar al hombre, no le niega la posesión de sus conquistas y el mérito de los esfuerzos realizados, pero quiere ayudarle a encontrarse, a reconocerse, a alcanzar aquella plenitud de conocimientos y de convicciones que ha sido en todo tiempo anhelo de los hombres sabios, incluso al margen de la divina revelación.

En este inmenso espacio de actividad que se abre ante él, la Iglesia abraza con solicitud maternal a todo hombre y quiere persuadirle a que acepte el divino mensaje cristiano que da orientación segura a la vida individual y social.

Veinte Concilios ecuménicos, innumerables concilios nacionales y provinciales y sínodos diocesanos han aportado una valiosa contribución al conocimiento de una o más verdades de índole teológica o moral.

El Concilio Vaticano Segundo se presenta a la catolicidad, a la humanidad, en la firmeza del Credo apostólico proclamado por inmensa asamblea y con la experiencia de una ilustración doctrinal, además de universal, en una visión de conjunto que responde mejor al alma del tiempo moderno, y será éste un acertado testimonio de la enseñanza de Cristo evocado por la Iglesia a la tradición singular, especialmente del Vaticano Primero, del Tridentino, del Lateranense Cuarto, gloria preclara del papa Inocencio III (1215), a la tradición de todos los concilios que señalaron triunfo de verdad penetrada y hecha penetrar con ardor en el cuerpo social.

«Christus Pastor»

Os podemos asegurar, queridos hijos, que este nuestro Concilio Vaticano Segundo pretende y quiere ser sobre todo gran testimonio y búsqueda de los rasgos característicos del Buen Pastor.

A la inmensa grey cristiana y católica nunca faltó el sostenimiento que ya el Divino Redentor proporcionaba a las muchedumbres: oración y liturgia, doctrina evangélica, sacramentos y manifestaciones múltiples de actividad pastoral.

La llamada a la vida cristiana y por ella a la vida divina que es penetración de gracia, está dirigida a todos.

Cristo por el servicio del Apóstol Pedro y de sus Sucesores y colaboradores, obispos y clero, está siempre elevándolos a la dignidad de hijos adoptivos de Dios. Las fuentes abiertas por El son inagotables; los modos de comunicación con cada una de las almas, algunas veces inescrutables.

El que desea orientar las aspiraciones de su entendimiento, sabe que puede descansar en la contemplación de las verdades eternas; el que tiene necesidad de expresar los sentimientos del alma se sumerge en la oración y el canto; el que tiene verdaderamente hambre y sed de justicia se dirige con confianza serena a los sacramentos que son signos sensibles productivos de la gracia. Para ellos todo está santificado: el hombre desde el comienzo al fin de la peregrinación terrena y en todas las manifestaciones individuales y colectivas.

La Iglesia sigue los pasos del Buen Pastor en su místico peregrinar de pueblo en pueblo y de casa en casa.

Ella sale del recinto cerrado de sus cenáculos y a imitación y testimonio de su divino Fundador recorre todos los caminos del mundo, ni sabe contener el fervor del Pentecostés continuado que la invade y la lleva a conducir a su grey a los pastos exuberantes de vida eterna.

Esta es la tarea de la Iglesia católica y apostólica: reunir a los hombres que los egoísmos y estrecheces podrían mantener dispersos: enseñarles a orar, llevarlos a la contrición de los pecados y al perdón, alimentarlos con el Pan eucarístico, reforzar la unión recíproca con el vínculo de la caridad.

La Iglesia no pretende asistir todos los días a la milagrosa transformación operada en los apóstoles y discípulos del primer Pentecostés, no lo pretende pero trabaja por ello y pide constantemente a Dios que se renueve el prodigio.

No se maravilla de que los hombres no comprendan en seguida su lenguaje; que se sienten tentados a reducir al pequeño esquema de su vida y de sus intereses personales el código perfecto de la salvación individual y del progreso social y que a veces aminoran el paso; sigue exhortando, suplicando, estimulando.

La Iglesia enseña que no puede haber discontinuidad ni ruptura entre la práctica religiosa individual y las manifestaciones de la vida social.

Depositaria como es de la verdad, quiere penetrarlo todo y obtener la gracia de santificarlo todo en el ámbito doméstico, cívico, internacional.

Uno de los motivos de gran consuelo del humilde sucesor de San Pedro en estos meses de preparación al Concilio, es la comprobación de la jubilosísima acogida que por doquier en el mundo sigue haciendo honor a la encíclica Mater et Magistra.

Esta puede considerarse como una síntesis inapreciable y valiosa de doctrina moral pastoral y una excelente introducción a aquellas orientaciones dirigidas a las conciencias cristianas en materia de economía informada en los principios de justicia y de caridad humana y evangélica.

La Santa Iglesia justamente pide a sus hijos que no rehúyan el grave compromiso de cooperar en la instauración de tal convivencia de fraternidad de la cual el Salvador Divino, el "Bonus Pastor animarum" ha dado enseñanzas y ejemplos de incomparable significación.

«Christus Sacerdos et Hostia»

Queridos hijos: Nuestra conversación religiosa nos ha permitido mirar adelante, desde los fulgores de Pentecostés, hacia los surcos de la Reunión Conciliar del próximo octubre.

El espíritu alegre de sentirnos unidos a Cristo en evocación de excelente y fecundo apostolado, al cual responde, como al paso de Jesús por los caminos de Jerusalén, la muchedumbre que aplaude sus enseñanzas y sus milagros, tiene, sin embargo, que someterse a sentimientos de tristeza por otros espectáculos de los que la vista no logra apartarse y el corazón se conmueve.

Pensamos en los nombres topográficos de las palabras de Jesús relativos a las condiciones actuales: Jerusalén, Judea, Samaria y "usque ad ultimum terrae".

Palestina, donde resonó su voz, apenas conserva las huellas de su paso, Sus enseñanzas se han quitado de allí y todavía el Libro de ambos Testamentos hace resonar en el mundo el nombre de países que no pertenecieron a Cristo jamás o no pertenecen ya. Jerusalén la ciudad santa de las divinas promesas y las regiones que la rodean y los territorios limítrofes son en gran parte ajenos a una misión sagrada que les fue anunciado primero.

El gran misterio que desgarra nuestra alma está incluido, pues, en la historia de los pueblos que acogieron y luego repudiaron a Cristo y de otros que le negaron obstinadamente y de algunos en los cuales por ley del Estado nunca abrogada, ni siquiera ahora que en las asambleas internacionales se proclama el respeto de todas las libertades, se niega a Cristo y a su doctrina el derecho de ciudadanía.

Y qué decir de aquellas naciones en las que el apostolado se ha reducido o se está reduciendo a lamentable recuerdo y los espíritus abatidos no se atreven prever en breve plazo el éxito de un renovado movimiento de acción pastoral para luz de cada alma y pura dirección de las familias y de los pueblos.

Esto aclara el significado de otra verdad que los discípulos de Cristo no quieren olvidar: para el cristiano la verdadera alegría, incluso cuando va acompañada de prudentes propósitos, fácilmente encuentra tristezas y contradicciones.

Está escrito en el Libro Sagrado que Jesús al contemplar a Jerusalén desde lo alto sintió deshacerse el corazón y los ojos en llanto.

¡Cuántas ciudades y naciones al contemplarlas en las páginas de su historia y a la luz de las maravillas de su pasado, maravillas de santidad y de heroísmo, de piedad religiosa y de triunfo de caridad, que las hicieron célebres, evocan un eco de tristeza: el "tenebrae factae sunt... Velum templi scissum est!" (Luc. 23, 44, 45), de la muerte de Cristo.

Vosotros comprendéis, venerables hermanos y queridos hijos, la significación de dolorosa actualidad que guardan estas graves palabras. Y sobre todo esto, como testimonio perfecto de los ejemplos de Cristo, la Iglesia católica muestra la ley del perdón aplicada en expresión de expiación, de misericordia y de esperanza.

La visión del cenáculo con María y los Apóstoles

Hoy se renueva la visión del Cenáculo donde María oraba y esperaba el Espíritu Santo junto con los Apóstoles y Discípulos. Este conmovedor recuerdo del Libro Sagrado que nos lleva a buscar en todo el mundo y especialmente en el Oriente cristiano los templos levantados en honor y nombre de la Madre de Dios. Estén abiertos o cerrados al culto esos templos encierran en las piedras la súplica de los siglos, la angustiosa oración de nuestros días para alcanzar de Dios que los hombres sigan o aprendan de nuevo a levantar los ojos al ciclo y a esperar de allí la bendición y la consagración para el trabajo y el progreso que aquí abajo en el surco que sigue abierto en los corazones, de la gran tradición antigua.

Reflexionad, queridos hijos, Cristo, Verbo de Dios hecho hombre, palabra de verdad y de amor ha anunciado al mundo. Y este Cristo bendito que ha derramado su caridad y dispensado los dones de la gracia celestial, este Cristo se ve reducido al silencio por la negativa y los pecados de los hombres y de las naciones.

Este silencio que recuerda el más sublime momento del rito litúrgico eucarístico a veces es oración desgarradora, otras disciplina de prudencia.

El tercer testimonio de Cristo que llevar "usque ad ultimum terrae", acompaña a este dolor que el entremezclarse de múltiples causas con frecuencia ajenas y pospuestas unas a otras nace profundo e indecible.

No es necesario más explicaciones. Estamos, pues, llamados a dar testimonio de Cristo que en el Sacrificio eucarístico renueva la inmolación del Calvario.

De la celebración y del éxito del Concilio quiere afirmarse la también devoción a la Cruz, al sacrificio cruento y místico. Así se sitúa en su lugar exacto nuestro testimonio al Divino Maestro.

Llegados a este punto sólo nos queda, venerables hermanos, acoger con vosotros la santa poesía de Pentecostés, las vibraciones de los corazones hacia el próximo Concilio y la evocación del triple testimonio que dar de Jesucristo.

Estos mismos sentimientos nos complacemos en comunicarlos especialmente a vosotros, jóvenes candidatos a sacerdocio o recién ordenados, cuyo corazón reposa exultante en la palabra de El, que os llamaba a participar en su apostolado y sacrificio.

Representantes como sois de todas las gentes ¡oh,  cómo resplandece vuestra hermosa juventud ofrecida a El en holocausto, Verbo de Dios, Rey glorioso e inmortal de los siglos y de los pueblos! También a vosotros, pues, también a vosotros se dirige la palabra del Señor, "eritis mihi testes".

¡Sed benditos, que seáis bien acogidos por vuestros hermanos y podáis mostrar al mundo con vuestra estola inmaculada el título más alto y expresivo de vuestra consagración en esta vida y en la otra para salvación de todos.

Nuestra invocación al Espíritu Santo quiere asociarse ahora a la oración de nuestra celestial Madre María que asistió a las alegrías de la infancia de Jesús y a los dolores de su sacrificio. De aquí la súplica, adquiere valor y adopta un tono de entusiasmo.

Oración

¡Oh Santo Espíritu Paráclito, perfecciona en nosotros la obra comenzada por Jesús, haz fuerte y continua la oración que elevamos en nombre de todo el mundo: acelera para cada uno de nosotros el tiempo de una profunda vida interior; da impulso a nuestro apostolado que quiere llegar a todos los hombres y a todos los pueblos, redimidos con la Sangre de Cristo y todos herencia suya. Mortifica en nosotros la presunción natural y elévanos a las regiones de la santa humildad, del verdadero temor de Dios, del generosa ánimo. Que ningún lazo terreno nos impida hacer honor a nuestra vocación; ningún interés, por negligencia nuestra, debilite las exigencias de la justicia; que ningún cálculo estreche los espacios inmensos de la caridad dentro de las estrecheces de los pequeños egoísmos. Que todo sea grande en nosotros: la búsqueda y el culto de la verdad, la prontitud para el sacrificio hasta la cruz y la muerte, y que todo, finalmente, responda a la última oración del Hijo al Padre Celestial y a aquella efusión que de Ti, oh Santo Espíritu del amor, el Padre y el Hijo desearon sobre la Iglesia y sobre las instituciones, sobre cada una de las almas y de los pueblos. Amén, amén, alleluia, alleluia!


* AAS  54 (1962) 437; Discorsi Messaggi Colloqui del Santo Padre Giovanni XXIII, vol. IV, pp. 338-350.



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