Index   Back Top Print

[ ES  - IT ]

CARTA DEL PAPA JUAN XXIII
A LOS FIELES DE ROMA EN VISTAS DEL CONCILIO
*

 

I. Invitación a todos

Venerables hermanos y queridos hijos de Roma:

Los que sois colaboradores nuestros en la preocupación más directa por las almas en esta ciudad, por medio de la organización del vicariato, la administración de las parroquias antiguas, nuevas y novísimas.

Los que participáis en el gobierno de la Iglesia universal en los dicasterios, congregaciones, tribunales y oficios de la Curia romana con trabajo atento y ardoroso, del que se benefician y sirve a todas las naciones del mundo.

Religiosos y fieles, hombres y mujeres especialmente consagrados al culto del Señor, por la castidad, al ejercicio y las formas e instituciones de la caridad espiritual y corporal, manifestadas en las múltiples obras de misericordia indicadas por Cristo en el Evangelio.

El laicado católico que forma la gran multitud de esta primera diócesis del mundo, cuadruplicada desde hace cincuenta años a esta parte en habitantes de zonas residenciales de moderna fisonomía, en actividad laboral, en atractivos crecientes en todo sentido, algunos peligrosos, nobles y alentadores muchos otros.

Los que sois —deseamos acentuar el apelativo— venerables hermanos y queridos hijos nuestros, escuchad amablemente, y abrid vuestro corazón a una voz no desconocida, pero que esta vez pretende llamar vivamente vuestra atención sobre un tema de singular gravedad, extraordinaria solemnidad e importancia.

Deseamos hablaros del Concilio Ecuménico Vaticano II, cuya espera es un ansioso gozo en el mundo entero.

La sencillez del anuncio que se hizo a fines de enero de 1959 —fiesta de la conversión de San Pablo—, la espontaneidad con que fue acogido desde todos los puntos del mundo, nos hace verdaderamente decir: "Dios ha sido el que ha hecho esto, y es admirable a nuestros ojos" (Sal 117, 23).

La historia de los concilios ecuménicos, es decir, de los concilios universales de toda la cristiandad, celebrados a lo largo de veinte siglos en Oriente y en Occidente, desde el de Nicea, en 325, hasta el Vaticano I, en 1869-70, no nos cuenta que ninguno, ni siquiera el de Trento, el más insigne de los tiempos modernos suscitara tan viva y vibrante impresión a su anuncio y preparación, como éste nuestro Vaticano II, por el simple hecho de presentarse a la atención de todos los fieles.

Bendigamos la Providencia, que asiste a la Iglesia santa de Cristo, su Divino Fundador.

II. Responsabilidad y honor de los romanos ante el Concilio

Es evidente que todos cuantos se profesan fieles a la Iglesia santa y devotos de la auténtica tradición apostólica deben saber medir el grada de su cooperación al feliz éxito —con la ayuda del Señor—, del gran acontecimiento.

La fecha del 11 de octubre —fiesta de la maternidad de la Virgen— mes a mes, día a día, se aproxima.

Mirando esta fecha, desde esta mañana luminosa y prometedora, que precede a la Pascua cristiana, es natural que cada romano leal, que vive en disposición de servicio al ministerio sagrado de la Iglesia, sea consciente del propio deber ante el feliz éxito del Concilio, y que se apriete más estrechamente al sucesor de Pedro, que, según las precisas designaciones de Cristo, presidió el primer Pentecostés cristiano, y algunos años después el Concilio de Jerusalén, suplicándole que selle una vez más con su presencia y con sus palabras decisivas las conclusiones de la asamblea ecuménica.

Queridos hijos de Roma, ¿estáis prontos y dispuestos a seguir nuestra humilde pero confiada actividad, con tal entrega en la cooperación que podáis luego alegraros ante vuestros hermanos de toda la tierra? No lo dudamos, antes bien, estamos plenamente seguros de ello.

III. Familiaridad del Papa con sus hijos. Reuniones.
Visitas a las congregaciones. Sínodo diocesano

Verdaderamente, con esta seguridad en nuestro corazón, nacida de la confianza en el Señor, que desde las primeras semanas de nuestro Pontificado —mejor dicho, de nuestro servicio pastoral—  mirando a esta Roma hecha tan noble y grande por los hombres, pero especialmente refulgente por la luz de Cristo y de sus santos apóstoles, mártires, aquí reunidos, y que de aquí partieron y continuamente parten para todos los puntos del universo, pudimos cultivar con ferviente confianza este gran proyecto del Concilio. A medida que se multiplicaban los contactos diarios con los diversos órdenes de personas eclesiásticas y seglares, que viven en Roma, que trabajan por y para la santa Iglesia —prelados, sacerdotes, religiosos, hombres de ciencia y apostolado, auténticos romanos e italianos, hombres pertenecientes a todas las naciones del mundo— la idea primitiva cobró consistencia, extensión y amplitud.

Pudimos pronto darnos cuenta de la contribución espiritual y poderosa para la moderna realización de un Concilio Ecuménico, que, ante todo las energías de Roma, la más próxima a la Cátedra Apostólica, podrían rendir al soplo benéfico de la gracia.

Permitidnos recordar —pues lo tenemos aún en el corazón— las impresiones que tuvimos con nuestro contacto sencillo y familiar que, debido a una buena inspiración, nos procuró la visita personal a nuestros colaboradores como Obispo de Roma y Pontífice de la Iglesia universal, en sus ambientes mismos de trabajo diario, tanto en el vicariato como en las congregaciones romanas y en todos las oficinas de la Santa Sede.

¡Qué pensamientos y sentimientos más delicados nos alegraron últimamente en aquella inolvidable ocasión! Hay circunstancias y momentos en la vida en que surgen como de improviso emociones inesperadas. Es lo que sucedió entonces.

Por un espontáneo deseo de conocer con nuestros propios ojos el interior de las recientes construcciones junto al Palacio Apostólico —precisamente llamadas propileos— preparadas como sede de algunos dicasterios de la Santa Sede, brotó como una flor —llamémosla también flor de invierno— la idea de extender la visita al personal mismo de las diversos dependencias, por medio de una reunión con las numerosas y selectas almas sacerdotales que, situadas en los diversos grados de la prelatura romana, gastan años prometedores y llenos de fruto de la vida en colaborar en el ministerio de la Iglesia universal.

Nos place siempre recordar la bella expresión: "El Papa es como un padre amable". Es nuestro deber serlo siempre.

Pues serlo en realidad es la principal tarea del Papa para gozar los bienes comunes, divididos entre él y sus buenos hijos, como en medio de una familia ordenada y alegre.

Así sucedió —¿lo recordáis'?—.  En el espacio de tiempo del 4 al 31 de enero de 1961, la visita a las sagradas congregaciones; y el que asistiera puede hablar de la efusiva, sencilla y alegre cordialidad mutua. Gozo respetuoso y piadoso para el insólito visitante, familiaridad en su visita y las respuestas a las preguntas que él hacía a cada uno quedaron como una señal evidente y clara.

El cumplimiento de la tarea que realiza el Papa, Obispo de Roma ante todo, y a la vez pastor de la Iglesia universal, lleva consigo un contacto más profundo, y también en forma de visita pastoral, para encontrarse con todos sus hijos en cada una de las parroquias de la ciudad.

Recordamos todavía con juvenil complacencia los primeros años del Pontificado de Pío X (1903-1904), cuando asistimos en la basílica Lateranense a la apertura de la visita pastoral, que aquel santo realizaba como Obispo de Roma.

Las circunstancias de tiempos tan dolorosos para la Iglesia impidieron que la persona del Papa tomara parte, y que todo se redujera a una escueta ceremonia de carácter oficial, con alguna gente venida del campo para asistir a ella. Igualmente recordamos algunos grupos de fieles de algunas parroquias que se reunían en domingo en el patio de San Dámaso para ver y escuchar al Papa explicar el Evangelio en forma sencilla y paternal que tanto consolaba a los corazones.

Bendigamos al Señor, que, a pesar de los motivos de pesimismo que no faltan en ningún tiempo y que duran aún y durarán siempre, el contacto con el Obispo de Roma y Padre de toda la cristiandad ha crecido y ofrece múltiples motivos de aliento y alegría familiar y santa.

No sólo puede el Papa recibir multitudes sin número que llegan a él desde Roma y desde los más lejanos horizontes del universo, sino que puede también dirigirse a las iglesias de su ciudad episcopal, a las casas de sus hijos, por doble título predilectos de la ciudad.

¡Oh, el consuelo y el espectáculo de las visitas a unas veinticuatro iglesias, casi todas parroquiales, con ocasión de las cuatro cuaresmas transcurridas con vosotros! ¡Qué fiesta cordial en torno al Pastor de los pastores, aclamado, bendiciendo y bendito por sus hijos más próximos del clero y del laicado, tanto en los nuevos barrios populares de la periferia, como en el centro antiguo de la ciudad, como testimonio de la fe y de la religión de los padres, siempre viva y capaz de extenderse a medida que se cultive continua, intensa y fervorosamente.

IV. Desde el Sínodo diocesano al Concilio Ecuménico

La feliz celebración del sínodo diocesano-24-27 de enero de 1960—con la que la diócesis de Roma, inclinándose sobre sí misma, dirigida la mirada de su clero y pueblo a la finalidad más alta de su vida religiosa y social, se preparó con renovado fervor a proseguir la tarea encomendada por la providencia celestial de centro de la cristiandad, no faltó a su honorífica tarea.

El Concilio Ecuménico —reunión universal de las más altas personalidades y responsabilidades de la Iglesia de Cristo— está ahora casi en sus puertas. Todo el mundo se prepara a acogerlo con respeto. El testimonio de este interés universal es sorprendente. Aun de parte de los hermanos separados de la unidad y de la catolicidad están llegando continuamente hasta aquí las expresiones de una esperanza respetuosa y confiada. Todos los obispos católicos del mundo han expresado su parecer sobre puntos que interesan el pensamiento y el vivir cristiano y católico y el despliegue por parte de la santa Iglesia de aquellas energías que el Divino Fundador le suministró no solamente para la adquisición de los bienes eternos, que son los verdaderos bienes de esta y de la otra vida, sino también para la dirección y el verdadero progreso del orden social, para la prosperidad y la paz de los individuos, de las familias y de los pueblos.

Precisamente de cara a esta gran tarea queremos instruir y fomentar las actitudes de los hijos de la católica Roma a la luz del próximo Concilio.

V. Renovado espíritu de una más intensa oración

Los eclesiásticos de todo grado saben de siempre por qué camino se asciende a la familiaridad con el Señor, fuente de toda gracia y santificación. A ellos les invitamos a atesorar las riquezas enterradas en el Sacrificio Eucarístico diario del altar, y hace poco a la recitación, digna, atenta y devota del breviario, poema sagrado y encantador, de cuya recomendación hemos recibido expresiones reconocidas y conmovedoras desde todos los puntos de la tierra. Es preciso también hablar sobre la eficacia suavísima y poderosa de la íntima comunicación con Cristo sacramentado, adorado, invocado, y bendito por las almas consagradas al culto de la pureza, del sacrificio, del apostolado o la difusión de su caridad en el mundo entero, por el triunfo pacífico de su evangelio. El acontecimiento del Concilio, como este que se está preparando, en coordinación activa y sabia de energías, asegura indudablemente días mejores no solamente a la Iglesia, sino también a toda la humanidad.

El padre de familia, y especialmente la madre afortunada y bendita, de quien depende de ordinario la dirección espiritual del hogar, aproveche esta gran ocasión de oración por el Concilio haciendo recitar a las almas inocentes de los niños, mejor aún de los enfermos, y si no hay, de los afligidos por los reveses de la vida y por las incertidumbres y ansiedades del porvenir. Y el rosario a María, ¡qué bello ramillete de flores sería esta mezcla de ternuras y aflicciones, meditando e invocando a la divina Madre celestial!

A esta oración brotada de todas las parroquias, de todas las buenas familias de Roma durante la espera del gran acontecimiento, darán tono de más viva súplica las numerosas instituciones religiosas masculinas y femeninas, que son un tesoro sagrado de Roma, verdadera capital del mundo espiritual, centro e irradiación de santas, ardientes e innumerables actividades de piedad, cultura, apostolado y beneficencia. Estas representan y dan la nota más delicada al acorde armonioso, expresado en casi todas las lenguas del universo, que se eleva de las siete colinas hasta el trono del Altísimo, para la impetración de la divina benevolencia en pro del mundo entero.

VI. Invitación de San Gregorio Magno a la vida espiritual

Junto a la oración más intensa, a la preparación ansiosa de los grandes prodigios de la gracia celestial, hay que añadir, en estos meses de espera, y luego los que seguirán, de celebración del Concilio, una preocupación atenta y delicada por la vida espiritual. El buen cristiano lo comprende fácilmente.

Precisamente en esta dominica primera de pasión, en que está fechada nuestra carta, el breviario nos da a leer una página de San Gregorio Magno, uno de los más ilustres hijos de la Roma cristiana, doctor insigne, y uno de los más grandes Papas de la santa Iglesia. Viene a propósito para trazar las líneas características para el incremento y la preparación decidida a la perfección en las virtudes eminentes de todo cristiano, de todo católico, de todo romano, sacerdote y seglar, que debería ser para cada uno el resultado de la penetración en las ordenanzas del Concilio Ecuménico.

Pocas palabras resumen la sustancia de la gran transformación que esperamos en cada persona, en cada familia y en la vida social.

Están tomadas del breviario de esta domínica, de la homilía XVIII de San Gregorio Magno "dirigida al pueblo en la basílica de San Pedro apóstol en la dominica de Pasión".

"Pensad, hermanos queridos, en la benignidad del Señor." —Es el Papa San Gregorio quien habla.

"Cada uno de vosotros interróguese a sí mismo, si su corazón siente estas palabras, y comprenderá que estas voces vienen de allá, es decir, del Señor. La suma Verdad nos enseña y nos manda (más cosas): anhelar la Patria celestial, la disciplina de los sentidos, el apartarse de la gloria del mundo, no ambicionar la riqueza ajena, disponer la propia riqueza para el servicio de los demás."

Con esta indicación del Papa San Gregorio quedamos suficientemente instruidos, queridos hijos. Además de la oración vibrante y continuada, estas cinco invitaciones apostólicas son importantes para señalar la fisonomía que deben tener los buenos católicos de Roma en esta época del Concilio Ecuménico Vaticano. Veámoslo un poco:

1. Mantener vivo el deseo de la patria celestial: «Coelestem  patriam desiderare». Es noble y bello el amor por la patria terrena y fue y es siempre meritorio sacrificarse por ella aun hasta la muerte; pero todo esto con miras a la patria celestial, de donde baja la luz que da significado y valor a las penas y tribulaciones de nuestra estancia aquí abajo. Como canta la Iglesia en la liturgia de la "celestial ciudad de Jerusalén": «Dotado de la virtud allá marcha el mortal, y movido por el amor a Cristo sufre los tormentos» (Himno de vísperas en la conmemoración de la dedicación de la iglesia.)

Este hacernos más familiar el pensamiento de la vida eterna que aguarda a todos para gozar, con Cristo glorioso, de la visión beatífica, juntamente con los que fueron nuestros compañeros en la lucha humana, es un consuelo cotidiano y es también una perfección en el servicio social. Amemos el paraíso que nos espera, séanos más familiar el pensamiento de la gloria celestial y sabremos mejor soportar y santificar las penas del sacrificio que las circunstancias presentes nos imponen.

2. Dominar los apetitos de la carne. Saber mortificar la concupiscencia de la carne, que es una tentación diaria de nuestra existencia en la tierra. Esta es la censura que cada uno de los mortales ha de saber imponerse a sí mismo, y el que tenga más autoridad y responsabilidad debe sentir más vivamente el deber sagrado de oponerse a la inmoralidad, de que, por lo que se oye decir, está invadida Roma, ni más ni menos que otras ciudades. Roma, deseamos decir: ciudad santa, ciudad santa; Dios no permita que sea ciudad de perversión y conceda también que los que intervengan en el Concilio no encuentren en ella motivo de escándalo y sí de edificación. El cultivo de la pureza es el honor y el tesoro más precioso de la familia cristiana, es la prenda segura de la bendición en la tierra y en el cielo.

3. Rechazar la gloria del mundo. Los dones de Dios son título de honor inestimable para quien sabe que los ha recibido del Creador y los lleva sin vanidad y con humildad. El gusto por las vanidades, el mostrarse ansioso de tenerlas, aun sólo por la apariencia a los ojos del mundo, es prueba de gran pobreza de espíritu que provoca la compasión. En la Iglesia católica lo grande y verdaderamente glorioso refleja los divinos ejemplos de Cristo y de su madre bendita. Dos palabras expresan y exaltan esta celestial doctrina "Aprended de mí, vuestro Maestro, porque soy manso y humilde de corazón" (Mt 11, 29) y la otra de nuestra Madre, la Madre del género humano reengendrado en Cristo: "He aquí la esclava del Señor". Para mí la palabra, la bondad y el ejemplo del Señor", "hágase en mí, según tu palabra" (Lc 1, 38).

4. No ambicionar las cosas ajenas. El gran precepto y la gran tentación es manifiesto a todos: no robar, no defraudar el salario a los hombres, no oprimir a los pobres, no amar la desmedida acción por las riquezas caducas. Pensándolo bien, este es el gran, tormento de todo el mundo; en las relaciones de orden o de desorden político y económico no digamos que no hay personas honestas y respetuosas del derecho ajeno, pero de hecho una de las más fuertes tentaciones de la vida a las que, de forma paliada o larvada, cede una notable parte de los hombres, es ésta: codiciar y robar. Cualquier cosa puede ser un robo, aunque se oculte bajo vocablos diversos: todo es ambición, placer y, muchas veces, atroz violencia, por artes tenebrosas y desde el engaño sutil del inicial apetecer lo ajeno, se llega a la abominación, que se transforma en exterminio de ciudades, de naciones y de pueblos,

5. Finalmente dar lo propio. He aquí el vértice de la virtud humana y cristiana, que el Papa Gregorio expone a los romanos. Nos encontramos en la exaltación de la unión entre la tierra y el cielo, que se sublima en Cristo, Verbo del Padre, hecho hombre por salvar al hombre. ¡Oh, admirable comercio, canta la Iglesia en Navidad! El Creador del mundo, para salvar a la humanidad caída, se vistió de la carne humana "y nos dio su divinidad". Palabras emocionantes. y misteriosas, que envuelven de suprema luz la doctrina de la redención del mundo y de la institución divina de la Iglesia de Cristo.

En esta santa Iglesia lo hemos recibido todo y continuamos recibiéndolo de Cristo, que, hermano nuestro, con ello puso el fundamento del gran precepto de la caridad al prójimo, del que el Salvador dijo, enunciando los términos del juicio final: "Cualquier cosa que hayáis hecho en favor de uno de estos pequeños pobres, abandonados, necesitados, los habéis hecho a mí mismo" (Mt, 25, 40). Palabras que nos obligan, en cuanto cristianos, a responder con la "donación de lo nuestro" de San Gregorio, como una restitución a Cristo mismo "que nos dio su dignidad". ¡Admirable epopeya de la caridad cristiana, cuya continuación es el encanto de los siglos!

Venerables hermanos y queridos hijos. Con esto nos place terminar el coloquio familiar que tanto alegra siempre nuestro corazón.

Nos hemos comprendido.

A medida que nuestra permanencia en medio de vosotros se prolonga, el espíritu cobra aliento y confianza en la continua ayuda del Señor.

Siempre conforta el pensamiento de que aquí tomó tierra la barca de Pedro, y aquí se mantuvo anclada no por un breve espacio de años, sino por veinte siglos, y está aún sólida y vigorosamente.

Roma tiene su clero y su pueblo a quien San Pedro, su primer obispo, no dejaría de atribuir el elogio con que saludaba las primeras y fervorosas comunidades de Oriente "linaje escogido, sacerdocio real, nación santa, pueblo de adquisición" (1P 2, 9).

De un lejano antecesor nuestro —El Papa San Melquíades, un africano (311-314)— se refiere un elogio que se cree dictado por San Agustín: "Varón óptimo, hijo de la paz cristiana y padre del pueblo cristiano".

Pedid al Señor para que este elogio se cumpla también en nuestros tiempos, por su gracia, en nuestra humilde persona y en vuestro fervor, que es motivo de tanto gozo para el espíritu.

VII. Armonía edificante de pensamiento y de vida, de oración y de acción

Al aproximarse cada vez más el Concilio, tendremos ocasión de hablaros, para transmitir y confirmar cuanto nuestro dignísimo y querido Cardenal-Vicario nos proponga como sabio consejo y fervorosa invitación.

Entretanto, preparaos con seriedad, con plenitud de religiosa piedad y con pureza de costumbres a la gracia extraordinaria del Señor. La vida diaria de todos y de cada uno tiene que ser una general y compacta colaboración al gran acontecimiento.

El sucesor de San Pedro, humilde obispo de Roma cabeza de toda la cristiandad, está en el vértice de la dirección; en torno a él, sus colaboradores eclesiásticos y seglares, todos los fieles de la ciudad en una elevación generosa de espíritu y corazón, en noble y edificante armonía de pensamiento y de vida, de oración y de acción.

Nos place repetir a todos para común aliento cómo nos conmueve el pensar en las comunidades religiosas que en la penitencia, en la contemplación, en las obras se santifican a sí mismas y atraen las gracias celestiales sobre la ciudad; en los religiosos dedicados a la ciencia, al estudio y a la enseñanza; en el clero secular que trabaja con gran celo hasta agotarse, en el ministerio parroquial, por la salvación de las almas; en los magistrados, profesionales, empleados, que llevan el buen perfume de Cristo a su ambiente; en tantas madres de familia, en tantos obreros siempre fieles a las hermosas tradiciones cristianas del querido pueblo italiano; en los enfermos que oran, sufren y ofrecen; en todos aquellos que, de diversas maneras, participan de las infinitas riquezas de Cristo.

Permitidnos concluir, queridos hijos de Roma, también con las palabras que dijimos al final del Sínodo: "¡Santa Ciudad de Roma! Tan amada por Dios, predilecta y privilegiada con sobreabundantes dones de la naturaleza, del arte, de la tradición, de la religión y de la gracia, ojalá puedas responder en todo tiempo a tu preclara vocación ante el mundo y ante la mirada de la Iglesia universal. Ojalá puedas expresar con la voz, con las obras, con los ejemplos de tu pueblo, finamente prudente y generoso, y de cuantos de los diversos puntos de Italia y de todo el mundo aquí están reunidos, expresar —decimos— la substancia viva del Evangelio, que es anuncio de redención y de paz, defensa de la verdadera civilización, adorno y enriquecimiento de la persona humana, de las familias y de los pueblos".

Como confirmación de estos paternales votos descienda nuestra bendición apostólica, que desde la colina del Vaticano quiere abrazar en un mismo afecto a los venerables hermanos y queridos hijos nuestros de la diócesis romana de toda condición, estado, ministerio sagrado y trabajo, propiciadora de gracias celestiales y de suaves consolaciones.

Dado en Roma, junto a San Pedro, en la dominica de Pasión, 8 de abril de 1962, IV año de nuestro Pontificado.

JUAN PAPA XXIII


* AAS 54 (1962) 272; Discorsi Messaggi Colloqui del Santo Padre Giovanni XXIII, vol. IV, p.888-900.



Copyright © Dicastero per la Comunicazione - Libreria Editrice Vaticana