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VISITA DE SU SANTIDAD JUAN XXIII
A LA RESIDENCIA VERANIEGA DEL SEMINARIO MAYOR ROMANO
*

Lunes 12 de septiembre de 1960

 

Queridos hijos:

Es grande la alegría que en este momento embarga nuestro corazón al encontrarnos en esta capilla de la residencia veraniega del Seminario Romano, rica para Nos en gratos recuerdos y en profundas e imborrables emociones. El pensamiento se vuelve espontáneamente a los años fecundos de nuestra preparación para el sacerdocio, a la ansiosa espera del Altar, a la atmósfera de piedad, de estudio, de alegría que rodeó nuestra vida de seminario.

Apenas recibimos, el 10 de agosto de 1904, la ordenación sacerdotal en Santa María in Monte Santo, nuestro buen ángel custodio nos acompañó a San Pedro, a la cripta de la Confesión, donde en intimidad recogida y modesta celebramos nuestra primera Santa Misa. El querido Vicerrector, Domingo Spolverini, nos asistía con tres o cuatro ex alumnos del Seminario, que hacían sus primeras pruebas en el servicio sacerdotal.

La luz de gracia de aquella bendita mañana nos encontraba pocas horas después bajo el gesto amable del Padre Santo Pío X, que posó su augusta mano sobre nuestra cabeza, como para consagrar el humilde, pero ferviente propósito de vida sacerdotal, con acento de paternal augurio y con presagio de consuelo pro Ecclesia Sancta Dei.

Pensad con qué respetuosa pero ansiosa alegría Nos apresuramos a llegar al querido Seminario aquí, en Roccantica, donde nos esperaba a la vuelta de la carretera romana la visión repentina de la finca que por primera vez cuenta con una estupenda iluminación nocturna y, junto al puente, el encuentro con todo el Seminario, los venerados superiores y queridísimos alumnos, que nos introdujeron en esta querida capilla toda fulgurante, con sus pinturas antiguas sobre el altar, suavidad de poesía franciscana. También la bendita imagen de nuestra amada Virgen de la Confianza, que nos acogía, siempre devota y benigna, siempre en hermosa compañía de sus hijos en la ciudad y en el campo. Con la emoción más viva recordamos todavía la celebración de nuestra segunda misa aquí, sobre este altar, precisamente el 12 de aquel mes de agosto, fiesta de Santa Clara de Asís: nuestro Rector Monseñor Bugarini, de santa memoria, estaba a nuestro lado asistiéndonos; el igualmente querido y bendito Padre Francisco Pitocchi, con un discursito relativo al Evangelio, y el Tu es sacerdos, una composición graciosa y piadosa, con ocasión de la misa de uno de nuestros alumnos —lo recordamos todavía con tristeza— Monseñor Alfonso de Sanctis, Obispo de Todi, al que hace ahora ,un año fuimos a saludar in limine vitae.

Con estos y otros muchos recuerdos preciosos y dulces, henos aquí una vez más en nuestro seminario, después de más de medio siglo de vida sacerdotal desde que lo dejamos, para recorrer en obediencia los caminos del mundo en el ejercicio del sacro ministerio, desde las funciones más modestas hasta estas de Servus, servorum Dei, que nos reservó la Providencia para estos últimos años.

Queridos hijos: Pronunciamos con reverencia y casi temblando estas palabras: Sagrado ministerio; sagrado ministerio sacerdotal, pastoral, in Christo Iesu et in Ecclesia Sancta. Estas palabras resumen toda la vida; la vuestra, hijitos, in spe et in initio y la que abarca a todos los gradas de la jerarquía de orden y de jurisdicción por los cuales se eleva, con trepidante. ansia, la súplica de las Letanías Mayores: Ut Domnum apostolicum et omnes ecclesiasticos ordines in sancta religione conservare digneris, te rogamus audi nos...

Sí; Cristo Jesús en el centro de nuestra fe y de nuestra vida. El es el nobiscum Deus; lo es en el Evangelio; lo es, siempre vivo entre nosotros, en el Santo Sacramento. De esta doble fuente luminosa y divina obtiene la vida sacerdotal su sustento, su vigor, su belleza, su gloria. La preparación sacerdotal, que se inicia en el seminario, ¿no es acaso toda una inspiración de esta fe, que es amor íntimo y ardiente, derramado en la ascética elevación del espíritu, gozo de contemplación, dulce familiaridad, esfuerzo de imitación y como de transfiguración con Jesús paciente y sufrido usque ad mortem?

Para dejaros cada vez más viva, incluso para los ojos, esta doctrina y esta comunicación de vuestra alma y de vuestra juventud con la presencia de Jesús, que os llama al sacerdocio, os hemos traído una preciosa custodia que, una y otra vez, os repetirá, con el recuerdo de esta nuestra visita, no sólo el esplendor de la presencia sacramental de Jesús en el mundo —Rex et centrum omnium cordium—, sino también la función característica del sacerdocio, que es llevar ostensiblemente a Cristo por todas partes y cumplir siempre esta tarea con honor y con edificación del pueblo, de este nuestro pueblo que venera al sacerdote puro y santo. ¡Ah, qué dignidad es esta nuestra, la de ser por doquier Christum ferentes in mundo ad omnium salutem et benedictionem.

Y con Cristo Jesús, su Iglesia Santa. El sacerdocio es todo para la Iglesia. Jesús es el primero, el grande, eterno sacerdote, investido por el Padre celestial con la altísima dignidad de Redentor del mundo, no mediante los sacrificios del Testamento Antiguo, sino por proprium sanguinem; y esta su dignidad de primero, de grande, de eterno Sacerdote, le ha conferido el derecho de formar el sacerdocio nuevo. Es Jesús, en efecto, quien instituye este sacerdocio nuevo como fundamento de su Iglesia. Ved cómo examina a San Pedro el primero de los suyos, y cuando ha obtenido de él la prueba de la fidelidad y del amor, le confiere la dignidad de base y fundamento. Tu es Petrus et super hanc petram aedificabo Ecclesiam meam. Junto a este primero, toma a los otros discípulos para el mismo sacerdocio. Pero Pedro sigue siendo la cabeza para enseñar, para regir, para vivificar. Esta es la Iglesia de los siglos, y las generaciones humanas afirman su pertenencia a ella con las palabras del símbolo apostólico: Credo in Spiritum Sanctum, sanctam Ecclesiam Catholicam; palabras más explícitas aún en el símbolo constantinopolitano (Credo): in unam, sanctam, catholicam et apostolicam Ecclesiam.

Cuatro palabras que recogen toda la sustancia del precepto y del testamento del Señor, del que la Iglesia Romana es la depositaria auténtica y fiel.

Queridos hijos: Vosotros sois de los más cercanos al gran acontecimiento que se está preparando y que se anuncia precedido de una expectación universal, es decir, el Concilio Ecuménico Vaticano II. Al principio de vuestro sacerdocio, vosotros seréis llamados a participar en la aplicación de esta extraordinaria Epifanía o más bien nuevo Pentecostés. Justo es que desde ahora sintáis por él el más vivo interés.

Pensad en la unidad de la Iglesia, que bien merece el nombre de Sacramentum unitatis; expresión que luce a menudo en la santa liturgia y está toda ella en las últimas palabras de Jesús, según el testimonio del cuarto Evangelista, repetida más de cuatro veces como ansia y como suspiro: "Ut unum sint, ut unum sint" (Cfr. Io. 17, 11, 21, 22, 25).

Pensad en la santidad de la Iglesia, la cual no puede triunfar mejor que en la vida ejemplar de sus sacerdotes ante todo, y después en los millones y millones de almas consagradas al amor y al sacrificio, a imitación del divino modelo, que es por excelencia el solus Dominus, el solus Sanctus, el solus Altissimus, Iesus Christus.

Pensad en la catolicidad de la Iglesia extendida por todas partes, hasta los puntos más remotos del mundo, varia en sus ritos, pero compacta en su universal estructura y organización. Leíamos ayer, Domingo XIV después de Pentecostés, en el Breviario, las palabras de San Gregorio (Moralium: Liber IX, cap. II): "Regnum sanctae Ecclesiae perfectione universitatis solidatur".

Ved, por último, la nota de la apostolicidad de la Iglesia, energía dinámica potentísima; fuego celeste destinado a inflamar toda la tierra. El euntes docete omnes gentes (Mat. 28, 19) de Jesús a los suyos, resuena siempre sobre la faz del universo mundo, no sólo como continuación del apostolado primitivo y pureza de propósitos y de métodos a ejemplo de los grandes campeones de la catolicidad, confesores y mártires de la fe, sino también como esfuerzo de plegarias, de cooperación y de méritos expresados por la otra invitación de Jesús. rogate Dominum messis ut mittat operarios in messem suam (Mat. 9, 38).

¡Qué grandiosidad, qué belleza luminosa el despliegue de los cuidados apostólicos cristianos sobre las inmensas regiones del universo entero!

Pues bien, la misión del Concilio Ecuménico en preparación está ahí. Vasta misión; hasta envolver todo lo que respecta a las expresadas cuatro grandes notas de la Iglesia y digno de ser realizado, no sólo a título de histórica exploración del pasado, sino como señalización de lo que, sobre las huellas de la experiencia, surgieren las circunstancias presentes como más ágil y más eficaz para dar cumplimiento a la divina voluntad de Cristo Jesús, al ardor vehemente de su corazón: Ignem veni mittere in terram et quid volo nisi ut accendatur (Luc. 12, 49).

Nos esperamos, pues, de los jóvenes seminaristas —e iniciamos la expresión de este nuestro deseo precisamente por vosotros, alumnos queridísimos del Seminario Romano, primero en su institución histórica, según los preceptos y las normas del Concilio Tridentino, y primero en dignidad, como seminario del Obispo de Roma—Nos esperamos, pues, de vosotros una participación espiritual, serena y vibrante en la preparación del gran acontecimiento que veremos secundado por todos los seminaristas del mundo, a quienes se comunicará el encuentro feliz de esta mañana.

Esta participación habrá de ser doble: vivo interés por el movimiento preparatorio para el Concilio y oración intensa, personal y colectiva, para que la gracia del Señor prevenga, ilumine, encienda a cuantos fueron ya o pueden ser llamados a prestar su contribución directa de ciencia y de consejo a las deliberaciones conciliares.

Ya desde hace varios meses se vienen multiplicando ensayos, reuniones, publicaciones diversas, incluso notables volúmenes, encaminados a preparar una literatura vasta y completa sobre todo este nobilísimo tema.

Los intrépidos alumnos de nuestros seminarios, especialmente los de más madurez de los cursos teológicos, sin disminuir en nada el fervor por los grandes e importantes ejercicios sobre los programas y estudios ordinarios, especialmente atentos a guardarse de presunciones y falaces ostentaciones, con aquella humildad interior que abre el camino a más profundas penetraciones, se sentirán pronto preparados para la ascensión del espíritu eclesiástico por la cual se cumplirá en ellos lo que el Salmo 44 expresa: Propter veritatem et mansuetudinem et iustitiam deducet te mirabiliter dextera tua.

En cuanto a la oración, especialmente en esta hora solemne y laboriosa para la vida de la Santa Iglesia, queremos recoger inspiración para una consigna que queremos daros, no destinada a que se quede en esta colina de Roccantica, sino para que cubra las distancias y llegue a todos los jóvenes de todas las lenguas y de todas las naciones, que, como vosotros, se preparan para las castas y santas alegrías del sacerdocio.

La consigna, es pues, una súplica universal que cada día recoja en perfecta consonancia a todos los hijos del santuario para cooperar con oraciones y con una vida más intensamente fervorosa, al gran acontecimiento del Concilio, a fin de que responda a las esperanzas de toda la catolicidad y de todos los hombres de buena voluntad.

Rogad, pues, queridos hijos, rogad cada día por el Concilio. Vosotros seréis los primeros en experimentar su atmósfera única y maravillosa —lo repetimos—, los primeros en aplicarla, quizá en el amanecer de vuestro sacerdocio. Que podáis vosotros gozar también los frutos que serán tanto más abundantes y seguros cuanto vuestra súplica más los haya hoy merecido.

¡Oh, Virgen Santa, Virgen de la Confianza, que velas maternalmente sobre tus seminaristas como en un tiempo animaste con tu sonrisa a los Apóstoles en el Cenáculo, mira con especial predilección a estos tus hijos; defiéndelos de los peligros del alma y del cuerpo, infunde en ellos un amor cada vez más ardiente hacia Jesús, tu Hijo bendito, a fin de que, transformándose en él, secunden plenamente los deseos de su divino corazón.

Con estos votos, queridos hijos, os damos nuestra Apostólica Bendición, que de todo corazón queremos extender al dignísimo Rector y a los Superiores del Seminario Romano, así como a vuestras queridas familias presentes en nuestro afecto y en nuestra oración.

 


*  Discorsi, messaggi, colloqui, vol. II, págs. 466-472.

 

 



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