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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN XXIII
AL ALCALDE DE ROMA Y A LA JUNTA MUNICIPAL
*

Domingo 6 de enero de 1963

 

Queridos hijos e hijas:

Las felicitaciones de los romanos, que nos renovó hace tres días el alcalde con motivo de las fiestas navideñas y el año nuevo, expresadas —lo podéis imaginar— con corazón sincero, merecían y fueron comentadas con viva admiración, por el ejemplo de virtudes domésticas, civiles y religiosas, que nuestra querida ciudad de Roma continúa dando al mundo.

Y hoy, reviviendo la deliciosa página de los Magos en Belén el afectuoso saludo que os damos con la palabra, con la mirada, con el gozo del corazón, suscita los sentimientos familiares, que tan bien dicen de los encuentros del Papa con sus hijos más cercanos.

De hecho es una gran satisfacción recibir al señor alcalde y al Ayuntamiento, a las representaciones de los Distritos capitolinos y a los grupos dependientes de la Administración Municipal. Con vosotros está aquí en espíritu toda Roma, la querida diócesis, que la amable Providencia ha confiado a nuestro humilde y, podemos decirlo confidencialmente, perdonadnos la ingenuidad, humilde, sí, pero paternal y generoso servicio.

Amor a la Roma sagrada y cristiana

En vuestras personas el Papa saluda a la Roma del siglo XX, que desde sus barrios antiguos en torno a la ciudad de los Césares, desde las basílicas de la Era cristiana, desde las iglesias y los sagrados monumentos, se ha extendido más allá de los muros hasta las colinas y el mar, a lo largo del curso del Tíber.

En esta vasta extensión animada, donde se desarrolla la vida de los romanos, en las casas y edificios donde trabajan y sufren, piensa el Papa en el primer momento de la mañana, y muchas veces durante el día, llevado por las alas de la oración, en cuyo universal abrazo quiere tener el primer puesto nuestra querida diócesis.

¡Amamos a esta sagrada Roma! Y cuando desde el Palacio Apostólico o desde la Torre de San Juan, o desde Castelgandolfo contemplamos los centros residenciales que crecen, el corazón se enternece y se llena de emoción. Para un obispo no se trata de ambientes fabriles, de barrios de alta alcurnia o populares, se trata de las almas. Es problema de asistencia pastoral oportuna, atenta, amable y al día. Es problema de edificios sagrados y de obras complementarias, que deben asegurar el culto y el magisterio religioso, la vida de familia y la asistencia múltiple y generosa. El templo es la casa de todos, y las obras que surgen a su lado, pertenecen a todos y están al servicio de todas las familias.

¡Cuánto gozo nos han proporcionado los encuentros de estos cuatro años con los fieles de la ciudad antigua y de los barrios modernos!

También, antes de ayer, cuando nos dirigimos, para venerar al santo romano Gaspar del Búfalo, a Santa María in Trivio, en uno de los puntos más típicos de Roma, se llenó de gozo nuestro corazón y los recuerdos lo enternecieron.

Hace cuarenta años, por las mismas calzadas que recorrimos el viernes, pasábamos, dirigiéndonos desde Santa María in Via Lata a la plaza de España. El movimiento del tráfico ha crecido desmesuradamente. Pero el rostro de los romanos es el mismo; tiene un no sé qué de amable que hace decir: sí; son buenos y sensibles a la voz de las cosas celestiales. Y al ver tantas manos tenderse hacia nosotros, agitarse tantos brazos desde los autobuses, desde las oficinas, desde las ventanas, nos parece que todos nos quieren decir una misa cosa: Amamos a este Hombre que la Providencia ha elevado a la cumbre del pontificado romano desde la santidad y nobleza del campo.

Los testigos más cercanos del Concilio

Queridos hijos: Creednos. Todo el honor y amor que hay en nuestra pobre persona lo atribuimos al Apóstol San Pedro; pero también lo mostramos al mundo como título de honor para Roma, siempre digna de ser saludada con las palabras del códice casinense del siglo XI:

Roma noble y señora excelsa
de todas las ciudades, vestida
de púrpura con la roja sangre de los mártires,
y pura por los blancos lirios de las vírgenes.

¿Quién podrá olvidar, mientras viva, la estupenda escena de todos los obispos de la Iglesia subiendo hacia el templo máximo de la cristiandad, el 11 de octubre pasado? Como en los acontecimientos fundamentales de la historia de la Iglesia, toda la familia humana ha mirado hacia Roma; aquí se han dado cita lodos los países, las esperanzas de todos los hombres de buena voluntad. Y en este espectáculo de fe, Roma ha ocupado dignamente su puesto.

¡Cuánto nos emociona aún el tributo de amor, que la ciudad quiso ofrecernos en el ocaso de la primera jornada conciliar, cuando innumerables antorchas, inundando en teoría luminosa la plaza de San Pedro, nos hablaron de fidelidad y de afecto, en representación de toda la Iglesia universal! ¡Qué símbolo tan elocuente de la participación de la diócesis de Roma en las alegrías y preocupaciones de su Padre y Pastor!

Bulle ahora el trabajo cerrado y silencioso de preparación a la segunda etapa, segunda, y con la ayuda del Señor, última. Confiamos en las oraciones y en la colaboración laboriosa y animada de los seglares, expresada ya en formas múltiples que se han ido sugiriendo y que han sido bien acogidas. En la carta pascual del año pasado pedimos principalmente esto a los romanos, invitándoles a prepararse: “Con plenitud de fervor religioso y con pureza de costumbres a la gracia extraordinaria del Señor” (Carta de Su Santidad Juan XXIII a los romanos, 8 de abril de 1962, "L'Osservatore Romano").

Letrán, centro de las preocupaciones pastorales

Estamos seguros de que las disposiciones de nuestros hijos, tan felizmente demostradas en los meses de octubre-diciembre de 1962, continuarán inmutables, más aún creciendo en intensidad durante este año, para que este paso adelante tan deseado en todos los aspectos de la vida católica tenga en Roma su punto de partida y su especial realización.

Es el empeño de esta "alma" ciudad; es su más alto y ansiado título de honor.

Mirad complacidos también la confidencia que os hago del proyecto que llevamos en el corazón y que pretende llamar la atención respetuosa y animada de Roma sobre la basílica y el Palacio Apostólico de Letrán.

Allí, durante once siglos —hasta la época de Aviñón— han habitado los Sumos Pontífices; allí se han celebrado cinco grandes Concilios. En el frontispicio de aquel augusto templo que levanta hacia el cielo la imagen bendita del divino Salvador, teniendo a su lado, como lo estuvieron en su vida en la tierra, a los dos Juanes, el Bautista y el Evangelista, brilla el esplendoroso manifiesto de la unión de todas las Iglesias de la tierra, desde las insignes catedrales hasta las más humildes capillas de las avanzadas del cristianismo: “Madre y cabeza de todas las Iglesias de la ciudad y del orbe”.

Ahora al animar, en Roma y en todo el mundo, a la resolución de muchos problemas pastorales impuestos por la vida moderna y emprender las actividades ordenadas, que quieren demostrar a todos los pueblos a la Iglesia cómo es en los designios de su Fundador: “Madre y Maestra, luz de las gentes”, hemos propuesto y decidido trasladar allí la sede del Vicariato de Roma, de la Curia que tiene por misión ayudar al Papa el gobierno espiritual de la ciudad, y de expresar de un modo práctico el espíritu y las directrices.

Vosotros nos comprendéis. Por esta confidencia podréis colegir el trazo característico de la vitalidad religiosa y de la juventud inalterada de la espiritualidad de vuestro obispo que hoy os habla, como de todos los Papas que continuarán a lo largo de los siglos la gloriosa sucesión de San Pedro.

La “pax christiana” en el nombre de Roma

Y todo esto anima y santifica las actividades mismas de orden cívico, que en el templo del Señor reciben la bendición bíblica, gracia celestial y abundancia de bienes sobre la tierra.

Queridos hijos e hijas: Nos  place poner fin a esta reunión con unas palabras que escribimos, hace ahora cuarenta años, para la preparación del Año Santo de 1925. Son a propósito en el momento histórico en que la ciudad ha sido y será llamada a la continuación de los trabajos conciliares: “¡Roma noble, señora del mundo! Abre tus puertas, descubre tus tesoros, una vez más, a los pueblos con sed de paz, a las gentes que miran a ti, invocando el reposo y la dulzura del amor. En tu nombre, Roma, según la expresión de un gran Pontífice, se afirma, no la guerra que entristece al alma, sino la paz cristiana, la paz cristiana que alegra al mundo”.

En este amplio horizonte que se abre a la mirada emocionada, renovamos al querido pueblo de Roma la expresión de nuestra paternal exhortación y de nuestra vida esperanza.

Que la intercesión de María, “salus populi romani” os alcance la virtud del Altísimo para todo el nuevo año, que guarde la paz y la tranquilidad en los corazones, en las familias y en las ocupaciones; el Ángel del Señor esté con los niños y con los jóvenes para guardarlos de todos los peligros del alma y del cuerpo; consuele Dios a los que sufren, a los pobres y a los ancianos; conceda a todos la fe que ilumina, la esperanza que consuela y la caridad que hermana.

En prenda de los favores celestiales invocados, descienda sobro vosotros y sobre vuestros familiares el don de nuestra bendición apostólica, para que en todos se manifieste el auxilio divino y todos correspondan con corazón generoso a las inspiraciones y a la práctica del Santo Evangelio.

Que así sea siempre para todos y cada uno de vosotros. Así sea.


*  AAS 55 (1963) 92; Discorsi-Messaggi-Colloqui del Santo Padre Giovanni XXIII, vol. V, pp. 75-80.

 

 



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