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PABLO VI

ÁNGELUS

Domingo 5 de marzo de 1978

 

Hermanos e hijos todos de la Iglesia Romana:

Recojamos el don, el tesoro de verdad y belleza que nos ha dejado el Papa Pío IX, a quien recordamos hoy celebrando el centenario de su muerte.

Entre todas las riquezas que ha legado al pueblo fiel su arduo pontificado, hay una que apreciamos mucho, pues está garantizada por el carisma de certeza propio de su ministerio de Pastor y Maestro; es la del resplandeciente misterio de la Inmaculada Concepción de María Santísima, Madre virginal del Hombre-Dios, Jesucristo, Salvador del mundo.

Alegrémonos. Precisamente por esto la Virgen es nuestra Madre espiritual, nueva Eva inocente, toda Ella pureza, belleza, bondad. El género humano vuelve a aparecer en su esplendor primigenio regenerado.

En María tenemos el dechado, el modelo de perfección humana; tenemos a la "llena de gracia", es decir, a la Mujer bendita entre todas, que espeja en Sí misma la idea íntegra y espléndida de Dios, quien ha querido hacer del hombre su propia imagen antes de la ruina del pecado original; y quien, en previsión de los méritos infinitos de Cristo Redentor, ha vuelto a rehacer en María la excepcional criatura reflejo de su semejanza fascinadora. Esta es una estrella que no se apaga; es una flor que brota en el cenagal de la miseria humana, y que no se marchita, sino que permanece virgen y pura, toda Ella candor, toda bondad, para gloria de Dios y consuelo de nosotros los mortales, como llamada maternal, como hermana llena de felicidad y expresión ejemplar de amistad, algo totalmente ideal y, a la vez, completamente real; y para nosotros esperanza plena e inquebrantable —recordando las palabras bíblicas— de que "donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia" (Rom 5, 20).

Hijos y hermanos: este recuerdo mariano ilumina nuestra preparación a la Pascua, recordando al Papa de la Inmaculada en la desolación de este mundo nuestro que tiene también en la Virgen su esperanza inquebrantable.

 

 



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